El 6 de diciembre de 2024, Montevideo fue escenario de un hecho de relevancia mundial: el cierre de las negociaciones de un acuerdo que, de seguir su trámite, dará origen a la zona de libre comercio más grande del planeta. Esta conectará a los países del Mercosur y la Unión Europea (UE), abarcando el 25 por ciento del PBI mundial en un mercado de casi 800 millones de personas. Si bien fue un hito histórico que marcó el fin de 25 años de negociaciones técnicas, también dio inicio a un complejo proceso de revisión jurídica y ratificación1 que puede extenderse por algunos años más.
Sin embargo, reducir la importancia del acuerdo a la dimensión económico-comercial sería un error. Su relevancia geopolítica es aún mayor: en un mundo marcado por la fragmentación, la incertidumbre y el conflicto, este tratado es una apuesta estratégica por la cooperación y la integración. También es un salvavidas para el Mercosur, que sin este logro estaría a la deriva como plataforma de inserción internacional. Ciertamente el bloque regional necesita reformas urgentes, pero sin la alianza con la UE el tema de esta columna sería quizás su epitafio. Para un país pequeño como Uruguay, ganar autonomía en la esfera internacional es clave y requiere ampliar sus márgenes de maniobra para negociar con otros países. Cortarse solo nos condena a ser tomadores de reglas. Por eso, este tratado es, como señaló la presidenta de la Comisión Europea, «una necesidad política» que nos invita a reflexionar sobre cómo construir autonomía en el siglo XXI.
Antes de adentrarnos en las implicancias geopolíticas, vale la pena repasar brevemente algunos de los posibles impactos económicos. A grandes trazos, el tratado prevé la eliminación progresiva de aranceles sobre más del 90 por ciento de los bienes intercambiados, lo que inevitablemente generará ganadores y perdedores. Para Uruguay, los sectores agrícola-ganadero y agroindustrial serían los principales beneficiados, con productos como carnes, soja, vinos, citrus o incluso productos del mar, ganando acceso preferencial al mercado europeo con la reducción paulatina de aranceles. En contrapartida, los sectores manufactureros de productos farmacéuticos, muebles o comestibles de bajo valor agregado, especialmente de pequeñas y medianas empresas, enfrentarían una mayor competencia europea.
Para el uruguayo común, algunos precios podrían bajar, como los de productos tecnológicos, automóviles y ropa importados. Por otro lado, en el ámbito laboral los impactos serán dispares según el sector, y dependen en última instancia de cómo se implementen las medidas acordadas. Es esperable que los trabajadores más favorecidos sean los de los sectores rurales y logísticos, además de técnicos profesionales en sostenibilidad y trazabilidad. En el otro extremo, los más perjudicados serán trabajadores de sectores manufactureros vulnerables y pequeños productores agrícolas, que enfrentarán exigencias ambientales sin apoyo técnico y financiero suficiente, al menos en principio.
OTRA ESPALDA NEGOCIADORA
Retomando el asunto de la autonomía, si bien el acuerdo se da en el marco de asimetrías estructurales entre el Mercosur y la UE, hay un aspecto clave que lo diferencia de otros –por ejemplo, el que se impulsó entre Uruguay y China– que tiene que ver con la «espalda negociadora» que logró el Mercosur al actuar en bloque. Representar un mercado conjunto de poco menos de 300 millones de personas permitió renegociar condiciones importantes, como salvaguardas para que el cambio sea gradual en las normativas ambientales –por ejemplo, el Reglamento de Deforestación y el Mecanismo de Ajuste en Frontera por Carbono–, el capítulo sobre compras públicas para la innovación y la transformación productiva, o el acceso a financiamiento a través de programas como el Global Gateway para reducir las asimetrías entre bloques.2
Por otra parte, el mundo de 2024 es muy distinto al de 2019, cuando aquel «acuerdo en principio» naufragó en el viejo continente. Quizás algunos recuerden el audio viral del entonces canciller argentino, Jorge Faurie, emocionado al anunciarle a Mauricio Macri lo que parecía un logro histórico, pero que terminó siendo un espejismo. Más allá de los cambios de gobierno en nuestros países, lo verdaderamente importante han sido las transformaciones globales: en aquel entonces no habíamos atravesado una pandemia que aceleró la confrontación entre China y Estados Unidos, no había comenzado la guerra en Ucrania, que disparó los precios de la energía y expuso la dependencia energética europea del gas ruso, ni tampoco se vislumbraba el regreso de un gobierno Trump 2.0 que amenazara con transformar a Europa de socio a competidor estratégico. De modo que el cierre de las negociaciones en este momento no es casual, está profundamente ligado a un mundo que está cambiando su eje, donde la cooperación entre regiones como América Latina y Europa ya no es solo una opción, sino una necesidad urgente, porque ambas regiones enfrentan el riesgo de volverse irrelevantes como actores políticos, en un escenario global dominado por la competencia tecnológica y geopolítica.
Completando el primer cuarto del siglo XXI, una de las claves del mundo que se viene es una nueva versión de la «competencia espacial» de la Guerra Fría,3 pero esta vez centrada en la inteligencia artificial y las tecnologías de la información. Empresas como Meta, Google u OpenAI, en Silicon Valley, y Baidu, Tencent o Alibaba, en China, lideran esta carrera. Ninguna de ellas es europea. Con una apuesta regulatoria, pero sin capacidad innovadora equivalente, Europa está quedando al margen. América Latina, por su parte, ni siquiera compite: la inversión en ciencia y tecnología de toda la región apenas equivale a la de Francia. Asimismo, mientras que el sudeste asiático genera el 70 por ciento de las patentes mundiales, América Latina tiene apenas el 2 por ciento. Pese a ello, nuestra región tiene la particularidad de ser rica en recursos críticos para el desarrollo tecnológico y la transición ecológica –litio, cobre e incluso agua–, aunque sus economías, fuertemente dependientes de la exportación de materias primas, representan solo el 6 por ciento de las exportaciones mundiales. En este contexto, la asociación Mercosur-UE, aunque imperfecta, ofrece una oportunidad para que ambas regiones intenten tomar o recuperar relevancia en el tablero global, antes de ser desplazadas definitivamente.
En suma, este tratado demuestra que el Mercosur puede funcionar, incluso bajo liderazgos tan opuestos como los de Lula da Silva y Javier Milei. Puede y debe funcionar, porque la integración regional no se sostiene si depende exclusivamente de afinidades ideológicas; los intereses compartidos deben pesar más. Sin ellos, la integración es imposible. Aunque el acuerdo está aún lejos de entrar en vigencia –y depende de la ratificación en Europa, donde Italia será clave para evitar un bloqueo liderado por Francia–, se abre el camino para discutir seriamente la necesaria reforma del Mercosur.
Más allá de la implementación, el acuerdo con la UE nos invita a repensar qué Mercosur queremos y para qué lo queremos. También nos interpela lo que entendemos por «soberanía», en un mundo donde grandes problemas como el cambio climático o el crimen organizado trascienden las capacidades de los Estados nación para enfrentarlos. La verdadera autonomía no es el aislamiento ni cortarse solo, sino la capacidad de negociar desde una posición fortalecida. Diversificar relaciones, como propone este acuerdo, amplía nuestros márgenes de maniobra y reconfigura, modestamente, nuestra soberanía. Por supuesto que no resuelve todos los problemas, pero es un paso necesario para que el Mercosur, al fin, comience a moverse y nos permita imaginar, juntos, cómo enfrentarlos.
*Micaela Gorriti es politóloga, docente en la Facultad de Derecho y la Facultad de Ciencias Sociales (Universidad de la República).
- La entrada en vigencia del acuerdo depende principalmente de Europa, ya que es poco probable que los socios del Mercosur presenten obstáculos. El texto deberá pasar por una revisión jurídica, ser traducido a los 23 idiomas oficiales de la UE y atravesar el complejo entramado burocrático europeo. Un posible atajo es dividir el acuerdo en dos partes: una comercial, que podría ser aprobada rápidamente por el Consejo de la UE y el Parlamento Europeo, y otra política, que requiere la ratificación de los 27 Estados miembros y algunos parlamentos regionales, como en Bélgica. No obstante, la parte comercial aún enfrenta el riesgo de una minoría de bloqueo, liderada por Francia, que necesitaría al menos cuatro países que representen más del 35 por ciento de la población de la UE. ↩︎
- José Antonio Sanahuja y Jorge Damián Rodríguez, «Unión Europea y Mercosur: cuatro nudos ¿y un desenlace?», Nueva Sociedad, n.º 311, mayo-junio de 2024. ↩︎
- Sin embargo, es inexacto pensar el momento actual como una «guerra fría 2.0» por varios motivos. Entre ellos, por el grado de integración económica entre las potencias, es decir entre China y Estados Unidos, algo que no ocurría entre este último y la Unión Soviética. ↩︎