Luca Guadagnino es un director cruzado entre el formalismo más decorativo y una serie de cualidades entrópicas que debilitan la precisión del control en la puesta en escena, pero aquí encuentra un vehículo para volcarse más directamente hacia la inestabilidad gracias a la conversión de la prosa de William S. Burroughs en materia audiovisual. De ese modo, lo indeterminado predomina por sobre el clasicismo. Algo de la narrativa de sus filmes se diluye en la prolongación insistente, en ese sentido de esparcimiento de obras como Llámame por tu nombre (2017) o Hasta los huesos (2022), por entrar en pasajes inclinados a lo reiterativo. Por otro lado, en su retrato autoficcional de las andadas del novelista de la obra original en sus aventuras entre bares gays mexicanos en los cincuenta, Queer se apropia de esa tendencia divagadora y la amplifica en su reconocimiento; recorre el embriagamiento y dopamiento desencarnados con imágenes artificiales que nos invaden con su mirada exótica y erótica. Al ritmo que William Lee (Daniel Craig) trastabilla entre pasos cruzados y deambula por una ciudad a la que no pertenece, la visualidad proyecta la inestabilidad del personaje; es un movimiento errático que, aun preservando ciertos vectores para mantener la unidad conceptual, dilapida la direccionalidad del relato.
La capitulación errante de la novela sirve de recipiente para los afectos: el protagonista se involucra con Eugene Allerton (Drew Starkey) en una afección expresada como un circo del que busca que él sea espectador. Hay algo tan enternecedor como humillante en esas conductas con las que Craig empapa a su personaje. La cámara de Mukdeeprom se enamora del intérprete, volcado entre la risa tímida y el abrazo desesperado, con el puño en el bolsillo y el cigarro a toda hora. Ese arrojamiento bordea lo autodestructivo: Lee quiere hablar con Allerton sin enunciar ni una palabra para acceder a una conexión tan profunda que pueda darse telepáticamente. De ahí que invita al otro a consumir yagé, esa droga tan preciada entre las potencias mundiales en la ebullición de la Guerra Fría, y ambos, esa pareja indecisa, viajan para encontrarla en Ecuador.
En ese costado más sórdido de las imágenes literarias del libro de Burroughs aparece la tensión que caracteriza la filmografía del italiano, oscilando entre la violencia –que varias veces peca de no ser tan intensa– y la ternura –que a veces genera la impresión de una postal–. En la película Queer, esa dialéctica encuentra una mayor visceralidad; aun cuando Guadagnino tiende más a la ternura que el estadounidense, muestra esa desolación taladrante que hierve la sangre de un alma perdida, para la que el hedonismo es un intento de escape y un modo de calmar los miedos de un espíritu que suda y tiembla por la erosión de sus sentidos vitales, atrapado en ese hoyo del que no puede escapar. Así, logra narrar el fracaso de Lee por compensar su autoestima a través de la vinculación con el otro, ese brazo transparente que él extiende para tratar de acariciar a un objeto de deseo que, a fin de cuentas, es más una proyección de su mente que un verdadero enamoramiento. No obstante, por mayor que sea su deterioro, Guadagnino no abandona a su personaje; la película lo acompaña y hace que todas las gotas entre pieles cercanas desprendan el mismo deseo que late en sus venas durante esas magnéticas escenas de sexo.
Tal vez la película interesa menos en cuanto se aleja de los bares del distrito federal e incursiona en ese viaje por el yagé, donde se pierde esa convicción extraviada cuando la divagación se vuelve estiramiento. Ante la indisposición para cerrar las ponderaciones filosóficas del argumento, se incurre en el surrealismo como extensión de una impostura del cine de prestigio, un truco aislado que quiebra la narrativa artificialmente para agarrarnos por sorpresa con signos unívocos. El problema es que lo alegórico es un sistema rector que depende, en vez de la intuición y la irracionalidad –como en el surrealismo–, de ciertos terrenos comunes del cine contemporáneo: la división arbitraria por episodios y el salto a la vejez del epílogo responden más a un vicio que a una urgencia afectiva, y esa delgada línea donde lo genuinamente inestable se vuelve calculado es la razón por la que hay algo en el cine de Guadagnino que nunca termina de resultar completo, lleno, total: algo que, como el personaje de Lee, parece buscar una validación a través de un espectáculo forzado.