Embelésate ahora, que estás vivo - Semanario Brecha
El disco inédito de Miguel Abuelo

Embelésate ahora, que estás vivo

Ediciones Insolubles rescata un tesoro escondido: Canciones para cantar en el cordón de la vereda. La primera grabación del paladín después de su largo peregrinaje por Europa.

Canciones para cantar en el cordón de la vereda, de Miguel Abuelo. Ediciones Insolubles Records, 2024

«No puedo, no puedo, no puedo.» Miguel Abuelo canta sobre tocar el cielo con las manos, pero siente que no llega. No pide perdón ni a palos. Es el otoño de 1982. Los soldados argentinos pelean en Malvinas. Charly García pide que no bombardeen Barrio Norte. En algún punto de Saavedra, sobre la calle Paroissien, la mañana deviene tarde de sombras dentro de los estudios RCA. Después de un largo peregrinaje por Europa, este hombre acaba de abrir su cuaderno de viaje y –todo parece indicar– tiene repletas las arcas de su corazón. Está solo, o casi solo. Dice que no puede y graba las canciones de un disco largamente soñado que no va a salir. Pero puede. Y el disco, 43 años después de su grabación, acaba de salir. No te preocupes: siempre es tarde.

¿Quién era ese Calculín que bajaba por la escalinata del avión? El 17 de marzo de 1981, Cachorro López llegó a Ezeiza para buscar al poeta derviche del primer rock argentino y se encontró con una marioneta de chaleco, raya al medio y anteojos para miope. Tenían un plan entre manos, pero de pronto –por decirlo académicamente– el culo se le llenaba de preguntas. La dictadura estaba en proceso de retirada y el under se poblaba de boliches nuevos, pero ese muñeco que no paraba de hablar tenía el pasaporte lleno de rechazos, varios meses en la cárcel española y un look imposible.

«Con el correr de los días, todas esas dudas que rondaron la cabeza de Cachorro quedaron en el rincón de las anécdotas», dice Juanjo Carmona, en su biografía El paladín de la libertad. «En esencia, Miguel Abuelo seguía siendo prácticamente el mismo. Era verdad que se encontraba un poco desgastado por el estrés de la vida clandestina y marginal de los últimos años, pero no había perdido ni su magia ni su carisma, y seguía siendo astuto como para darse cuenta de que su alta dosis de resentimiento podía jugarle en contra a la hora de formar un grupo y retomar sus planes artísticos.»

Durante los primeros días, Abuelo desensilló y visitó a los amigos. Después liberó una mesa y dispusieron los pormenores del plan: armar una banda y poner en marcha la fanfarria. Así, a lo largo de las siguientes semanas, aparecieron Dani Melingo y el Vasco Bazterrica. Andrés Calamaro y Polo Corbella. La estrella de seis puntas trazada en el subsuelo porteño de la década nueva. Ya los primeros ensayos fueron geniales, pero no pagaban el techo ni la comida. Entonces, mientras se sacaban chispas y tomaban cerveza Quilmes, Abuelo salió a ganarse la vida y el 22 de abril ofreció su primer concierto como solista en el Teatro El Picadero.

¿Cómo se habrá sentido el desplazamiento? El material que tocó, en aquellos primeros shows, estaba concebido estrictamente para cantar en la calle. Sin amplificación, a cara de perro. Canciones para guitarra y voz que, ocasionalmente, admitían otra guitarra o algún vientista. El cófrade que andaba con una flauta traversa o una quena. Huaynos, zambas, valsecitos, guarachas. Un repertorio latinoamericanista para destacarse un poco entre los hippies roñosos que tocaban blues en las playas de Ibiza o Cadaqués. Una cosa así, pero más bien de puño y letra. Compuesta y ejecutada como si todo el tiempo estuviera viendo el atardecer de Formentera, curtiendo con algún miembro perdido de la Incredible String Band.

El contraste fue brutal. En el preciso momento en el que todos los topos de la contracultura salían de sus búnkeres, se desató la guerra de Malvinas. La cúpula militar desaconsejó la difusión de música en inglés, el rock armó el Festival de la Solidaridad Latinoamericana y los sellos salieron casi obligados a fichar músicos argentinos. «Fue en ese momento, a mediados de 1982, en que apareció Marcelo Morano», dice el legendario Alfredo Rosso, en el librillo del disco. «Como director artístico de la FM de Radio Rivadavia, Morano había creado una señal renovadora, cuya programación juntaba lo mejor del rock nacional e internacional, con las mejores vertientes del tango y el folclore contemporáneos, el jazz y sus fusiones, y un prestigioso espacio de música clásica llamado Los Intérpretes. Morano elevó la apuesta creando una división de organización de espectáculos y un sello discográfico al que bautizó Kryptonita.»

La radio firmó un convenio con RCA Victor para usar sus estudios en el barrio de Saavedra y el periodista Fernando Basabru, como supervisor musical, salió a recorrer los boliches en busca de un catálogo. El tipo tenía buena puntería. Además del folclore de proyección de monstruos como Jorge Cumbo y Dino Saluzzi, apostó por el Fontova Trío y una prometedora banda platense llamada Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Quizás los conozcan. Unos días antes o unos días después, Miguel Abuelo entró a la sala para grabar el demo de su esperadísimo disco de regreso a la Argentina. Estaba solo, o casi solo. El violinista Fernando Dahini metió su frase de apertura en el primer tema, cerró el estuche y se fue a su casa. Abuelo venía sin red.

Lo que pasó en RCA quedó en RCA, pero 43 años después lo escuchamos todos. Esta distancia permite una lectura distinta y menos juiciosa. Ahora, por ejemplo, canciones como «Giran que giran» suenan más cerca de Leonardo Favio. Ahora, por ejemplo, miramos la mano derecha de Miguel como guitarrero. Ahora, «Cosas mías» suena menos como un hit de los ochenta y mucho más como un monólogo del Parakultural. «Buen día, día» sigue siendo la mejor letra del rock argentino, pero ahora podemos escuchar su work in progress. El tipo saca, agrega y trafica versos con otras canciones, y hoy mismo cantaría cualquier otra cosa. Es, como me dijo un amigo, su propio Hojas de hierba. Son dos acordes y un leitmotiv para dejar correr el río que se remonta hacia el manantial mismo de la humanidad. «¡Vamos!», grita. «¡Adelante! ¡Que suba lo que crece! Lo que se fue… ¡se vaya! ¡Aquí voy yo! ¡El que ríe y rio!» Menos que una jornada de grabación, esto parece una sesión de espiritismo a plena luz del día. El fauno reclama la respuesta de los espíritus con onomatopeyas, canto celeste y versos sobre frutas maduras, procreación y caramelos para los dioses. Cómo no acudir.

Por otro lado, es hermoso escucharlo hablar con el técnico. En ese sentido, este disco se conecta con Mateo solo bien se lame y la célebre grabación de Tanguito en los estudios TNT. Como Tanguito, Miguel saca las credenciales de pionero del rock argentino y toca dos de los temas que grabó para el sello Mandioca: «Oye niño» y «Mariposas de madera». Como Mateo, a veces se equivoca o vacila. Se detiene, putea un poco, no pide perdón. A veces retoma, pero generalmente no vuelve sobre sus pasos. Sigue adelante. Es un tipo impaciente y está lleno de música que tiene que sacar. Menos que discos, esta es una tradición de documentos. Acá no hay sobregrabaciones. Para bien y para mal, la edición está reducida a lo mínimo indispensable: son 42 minutos del tipo sentado ahí con la guitarra y unos silbatos. Lo que ves es lo que hay. Si lo escuchás de corrido, medio que te trastorna. Sube y sube y nunca te espera. Miguel era too much. No tiene nada de malo ser un profesional (diría que todo lo contrario), pero este tipo no lo era.

Miguel Abuelo no tenía una carrera: tenía una vida. 

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