La versión corta es ampliamente conocida: Jorge Batlle se hizo neoliberal. Hace casi 40 años un libro de Gonzalo Pereira Casas bautizó ese proceso como «el viraje de la 15».
Hace siete, el periodista Bernardo Wolloch aportó el relato de un instante clave de ese giro. Sucedió en 1957, en una de las estancias del suegro argentino de Jorge Batlle, primogénito del presidente Batlle Berres. Jorge había sido hasta hacía poco tiempo atrás aquel que advertía a su padre contra la reforma constitucional que promovían otros batllistas porque el Ejecutivo colegiado que querían no era el colegiado de don Pepe y no sería para «encaramar a la clase obrera» en el poder, sino «a siete conservadores en nueve, a siete conservadores a outrance». Ahora, en cambio, en el inmejorable marco de la pampa gorila, había recibido del propio Friedrich von Hayek, y en austríaco, el evangelio neoliberal.
Pero otra cosa es tener claro cómo esa sensibilidad conquistó la máquina política más poderosa de la segunda mitad del siglo XX, el «comunismo chapa 15», como lo definió entonces Benito Nardone.
Lo de la máquina más poderosa tal vez suene raro. Solo piénsese que, en noviembre de 1965, para las elecciones internas de la lista –y exclusivamente en Montevideo– se abrieron 592 circuitos y se presentaron 1.800 listas. Es una de las cosas que cuenta en Batllismo y liberalismo económico (EBO, Montevideo, 2024) Matías Rodríguez Metral, profesor de Historia, doctorando en la materia en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FHCE) de la Universidad de la República (Udelar).
Su relato hace ver que el desenlace de los comicios en los que la 15 –fallecido don Luis– definiría su nuevo líder no había sido contado aún. Cierto que Jorge tenía –como él mismo subrayaba– «el apellido, el diario y la radio», pero no la ametralladora Thompson 45 con la que su padre contaba para enfrentar la eventualidad de un golpe de Estado. Se decía que don Luis se la había obsequiado a Amílcar Vasconcellos, quien entonces era –Jorge dixit– «el primer hombre del partido».
La polémica de esas internas no fue sobre economía. Fue sobre la urgencia de la reforma constitucional que buscaba Jorge, cuyo sublema era precisamente Unidad y Reforma. Zelmar Michelini, ya separado de la 15, vaticinó a diplomáticos estadounidenses lo que iba a suceder: un triunfo rotundo de Jorge conduciría a que otros sectores de la 15 se declararan en rebeldía.
Rodríguez Metral reconstruye con admirable capacidad de síntesis y lenguaje límpido todo ese recorrido, pero también cómo en ese camino –y sobre todo a partir de esa victoria, mientras se deshilachaba el batllismo– Jorge reunió en torno de sí el equipo que logró imponer el programa que seguiría la economía uruguaya durante demasiados años.
Alberto Bensión, el ministro de Economía del descalabro de 2002, le confesó al historiador que, hasta entonces, las voces del neoliberalismo eran «aisladas, casi extrañas» en nuestro medio. Es conocido que la creciente audiencia que obtuvieron resultó en que, por ejemplo, el salario real se redujera a menos de la mitad entre 1968 y 1984.
Conviene recordar también lo que imponer esa «corrección» significó para la democracia uruguaya. Rodríguez Metral cuenta cómo reaccionó don Luis, a mediados de su último gobierno, cuando creyó distinguir el timbre de aquellas voces en el coro de técnicos y políticos que lo querían convencer de ciertas modificaciones al esquema aduanero tradicional. De ese coro formaba parte el contador Luis Faroppa, quien –sin embargo– de neoliberal no tenía nada, pero fue a él a quien Batlle Berres le preguntó a qué precio quedaría el quilo de yerba de aceptar el cambio. Faroppa dijo el número y esta vez fue don Luis el que acertó el pronóstico: «Un incendio, Faroppa, un incendio», le dijo.
LA CHISPA
El año en que las consecuencias políticas del nuevo enfoque económico comenzaron a ser obvias parecía haber sido ya objeto de suficiente estudio. Había ya bibliografía cuando, en 2012, la Universidad de Quilmes publicó El 68 uruguayo: el movimiento estudiantil entre molotovs y música beat, de Vania Markarian (editado el año pasado en Montevideo por Estuario). Carlos Demasi sumó en 2019 El 68 uruguayo: el año que vivimos en peligro (Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo).
Sin embargo, El fin de la democracia (Ediciones del Berretín, Montevideo), del maestrando en Historia Rioplatense por la FHCE de la Udelar Francis Santana, muestra parte de lo mucho que aún faltaba reponer. Lo hace, fundamentalmente, a través de la reconstrucción minuciosa de los grandes enfrentamientos sin tregua ocurridos entre los estudiantes y la Policía en ese invierno.
Porque Mario Toyos (un estudiante del IAVA de 17 años) todavía estaba en coma cuando cayó Líber Arce. Su estado era consecuencia de que estallara contra su cabeza un proyectil de gas lacrimógeno que fracturó y hundió su cráneo, lo que le produjo pérdida de masa encefálica e introdujo el agresivo químico en su cerebro. Fue el 9 de agosto, cuando el presidente Jorge Pacheco Areco dispuso el allanamiento de la Universidad y provocó la protesta estudiantil.
A diferencia del joven comunista, a Toyos no se le conocía militancia política, afirmaba el matutino oficialista El Día, que también explicaba que el muchacho ni siquiera participaba en las movilizaciones. Una nota de ese medio aseguró que «cierto número de policías […] la emprendió a balazos» con los estudiantes. Por haber estado allí, al cronista le constaba «que los disparos no fueron hechos al aire, pues tres proyectiles picaron en la pared a escasos centímetros de su cabeza». Hubo otro medio centenar de estudiantes heridos. El investigador recurre a la documentación esperable, a testigos de los hechos y al propio Toyos, a quien entrevistó en 2016.
Pero lo que Santana se empeñó en ubicar fueron los expedientes judiciales que generaron algunos de los crímenes de la Policía, lo que no es nada sencillo en el lío que es el Archivo Judicial. No logró encontrar el que corresponde al homicidio de Líber Arce y, entonces, multiplicó los testigos. Llegó a encontrar al autor del disparo, Enrique Tegliacchi, pero no obtuvo sus respuestas. Sí constan en El fin de la democracia las de quien individualizó al responsable, Daniel Robuschi, uno de los estudiantes que participaba en la movilización.
Robuschi había logrado arrebatarle la gorra al policía, en la que estaba grabado su nombre: «Pensando con perspectiva, yo me volví loco, me le fui arriba al hombre», recordó para el libro. «Te voy a matar. Dame el gorro», le había ordenado Tegliacchi. «Bueno, pegame un tiro en la espalda», le respondió el estudiante, que se dio vuelta y regresó caminando, «haciendo fuerza para no correr», a la facultad mientras el funcionario no paraba de gritarle. «Y toda esa bobada de testosterona de cuando tenés 20 años», comentó.
Bajo la lupa de Santana aparecen también esas señales generacionales que había destacado Markarian. La historiadora ya había escrito también que la evidencia presentada por la Policía sobre aquellas jornadas «no era suficiente para explicar sus métodos como “legítima defensa”». Y esa apreciación queda rotundamente demostrada porque Santana sí encontró el expediente judicial de los homicidios de Hugo de los Santos y Susana Pintos, y expone con detalle los testimonios reunidos entonces por el juez, que tuvo que cerrar el caso por defección de la fiscal, haciendo constar
su discrepancia.
La narración exhaustiva del investigador incluye la de los alineamientos políticos y, de ese modo, también muestra otro costado de la transformación que sufría la lista creada por Luis Batlle. El ministro de Cultura Federico García Capurro, que se sumó a la campaña para difamar a los asesinados, es solo un ejemplo. Venía del blancoacevedismo, admiraba al dictador paraguayo Alfredo Stroessner, pero «luego entendí» –había dicho– «que el sector que mejor se adecuaba a mis ideas era la lista 15».