El gobierno que termina vuelve a la carga: como ha hecho a lo largo del período, ahora también sostiene que durante 2024 han disminuido las denuncias de hurtos, rapiñas y abigeatos. Según este relato, hay razones para celebrar estas buenas noticias y para asegurar que esta es la primera vez que, en todo el ciclo democrático, un gobierno saliente le entrega a otro un panorama descendido en materia de criminalidad. Por su parte, la situación de los homicidios no es tan auspiciosa, ya que 2024 cerró con cifras similares a las de 2023, pero algo por debajo de las de 2019. Según esta versión ministerial, los asesinatos están «meseteados», con un empuje de la violencia de «la sociedad» que hace lo suyo.
Reducir problemáticas complejas al comportamiento de un puñado de indicadores de denuncias policiales (cargados, además, de problemas de confiabilidad y validez) ha sido la base para afincar esta narrativa del «éxito». Una lectura naturalista de estos datos, sin contexto ni reflexión, ha permitido concluir que el delito (algunos medios de comunicación redoblan la apuesta y hablan de «todos los delitos») ha retrocedido en Uruguay. Por otra parte, como el homicidio es un dato más confiable, la estrategia que se usa apela más bien a la desresponsabilización: como en su momento ocurriera con la vaporosa categoría de los ajustes de cuentas, ahora se enfatiza en los problemas de convivencia que se vuelven incontrolables y escapan a las posibilidades racionales de mitigación por parte de la política pública. De esta forma, no se dice lo que hay que decir: que, durante estos cinco años, el fenómeno de los homicidios se ha consolidado plenamente como un asunto estructural.
Esa manera de leer la realidad es funcional a un objetivo mayor: hacer creer que se ha aplicado un «enfoque dual» que combina virtuosamente todo lo que hay que hacer (en especial, prevención y represión) y que, además, da resultados. Estamos ante una estrategia política tentadora de «control de la situación», que minimiza los contornos de una realidad infinitamente más compleja y grave, y que maximiza los rendimientos de un enfoque de política que, en rigor, no ha tenido variaciones en los últimos años. Esta transición dulce –plagada de continuidades– tiene un riesgo, pues si lo que se pretende es introducir un criterio más técnico en la gestión, las lecturas de la situación serán menos complacientes que las actuales y quien reconozca esa realidad pagará los costos políticos, ya que rápidamente se le reprochará a la nueva administración haber empeorado los números que con tanto empeño habían mejorado. Mientras siga predominando esa mirada naturalista e ingenua de los datos de las denuncias policiales como reflejo de la realidad de la violencia y la criminalidad, el debate político solo será un escenario de trampas y ardides. En este sentido, el actual gobierno le deja al siguiente un anzuelo para morder.
De tanto repetirlo, aburre: la dinámica delictiva se ha ensanchado y complejizado en los últimos años. Ya no es posible captarla mediante tres indicadores de denuncias. Además, hasta que no logremos transparentar los problemas de registro de estas últimas (calidad de la contabilidad interna, evolución de la no denuncia), no podremos estar en un espacio de certezas. Pluralizar las fuentes de información es una tarea ineludible y hacerlo bien tendrá consecuencias políticas que habrá que asumir. Mientras la anunciada encuesta de victimización se programa, y aguardamos algún resultado que ayude a leer los procesos desde otro lugar, ya tenemos otras evidencias disponibles que nos señalan cosas importantes. El último informe del Latinobarómetro, publicado en 2024, echa por tierra todo el relato oficial.
Ya hemos escrito y reflexionado sobre esto: ¿por qué se aceptan con tanta tranquilidad los datos de denuncias policiales y se omiten por completo las evidencias acumuladas por encuestas de victimización para varios países de América Latina? No dudamos de que las encuestas también tienen sus problemas de validez, pero ¿acaso esos problemas son más pronunciados que en los datos de denuncias? Si asumimos la misma postura despreocupada e irreflexiva para leer estos datos de encuesta, deberíamos llegar a conclusiones totalmente opuestas a las que llega el gobierno actual. Si los tecnócratas y los cultores de la evidencia celebran la posibilidad de hacer encuestas de victimización, ¿por qué no se leen e incorporan las que ya existen?
Volvamos a traer al centro este conjunto de informaciones. Según el Latinobarómetro, durante el año 2024 la victimización creció en Uruguay, ubicándose en un 34 por ciento (en 2023 fue de 29,4 por ciento). La medición de la victimización delictiva se realiza mediante la siguiente pregunta: «¿Usted o su familia han sido víctimas de un asalto, una agresión u otro delito en los últimos 12 meses?». Si comparamos con 2018, la victimización delictiva en Uruguay creció 12 puntos, y superó en 2020 por primera vez el promedio latinoamericano. Como hemos señalado antes, estos datos marcan una tendencia opuesta a la que muestran las denuncias policiales. Somos conscientes de que ambas metodologías no son comparables ni pueden leerse de la misma manera. Sin embargo, como insumo para tomarles el pulso a las tendencias globales, ambas son útiles y, en este caso, nos señalan cosas diferentes. Si bien cada técnica carga con sus márgenes de error, el hecho de que estemos ante tendencias tan antagónicas debería actuar como un inhibidor a la hora de afirmar que la situación de la criminalidad ha mejorado en Uruguay.
La última encuesta del Latinobarómetro agrega algunos datos interesantes en materia de percepciones y opiniones sobre la situación en Uruguay. También aquí el relato oficial de las «buenas noticias» parece desvanecerse. Cuando en América Latina el 19 por ciento de la población considera que la seguridad es el principal problema, en Uruguay es el 45 por ciento. Después de Ecuador y Chile, nuestro país es el que manifiesta mayores niveles de preocupación por la seguridad, en línea con lo que viene pasando hace décadas. A su vez, el 79 por ciento de los encuestados en Uruguay considera que el delito aumentó en el último año (en América Latina la percepción de aumento es del 75 por ciento). Por su parte, Uruguay sigue siendo uno de los países con una mirada más negativa sobre el aumento en el consumo de drogas: el 88 por ciento frente al 77 por ciento del promedio latinoamericano. Con relación a la percepción de violencias, las situaciones más frecuentes son las violencias en las calles (el 48 por ciento) y las menos frecuentes se vinculan con la violencia del Estado (el 14 por ciento). A su vez, hay una percepción relativamente alta de las violencias hacia las mujeres y los niños, y de la gravitación del narcotráfico. Las buenas noticias que el gobierno quiere imponer no solo se basan en datos endebles, sino que, además, tampoco arraigan en las opiniones mayoritarias de la ciudadanía.
En definitiva, la lectura de esta encuesta del Latinobarómetro ratifica algunos rasgos estructurales de larga duración en nuestro país: una victimización alta, una percepción de aumento del delito, una priorización del problema (cuando se pregunta por los riesgos reales de sufrir un delito, la preocupación baja sensiblemente), la centralidad del consumo de drogas y del narcotráfico, unos niveles aceptables de confianza en la Policía y un margen de maniobra todavía posible para controlar fenómenos complejos, como el crimen organizado.
Todos estos datos nos hablan de continuidades y de problemas consolidados. Perfilan una realidad a través de trazos gruesos. Sin embargo, ni las encuestas de victimización ni las estadísticas de denuncias policiales nos permiten aquilatar otras evidencias: exclusión social, situación de calle, deterioro de la convivencia, vida cotidiana en las cárceles, funcionamiento de las instituciones, reorganización y desplazamiento del delito, interacciones en las dinámicas barriales, presencia de armas de fuego, violencias graves que se salen de la contabilidad habitual (heridos de bala, niños asesinados) y victimizaciones escondidas, como las que se ejecutan en el marco de la violencia de género o de la violencia estatal. Uruguay ha experimentado un deterioro significativo, cuya magnitud todavía hay que estimar más allá de los relatos almibarados de los actores interesados.
Además de mejorar los niveles de calidad de los datos oficiales y pluralizar las fuentes de información para el monitoreo del delito en el país, son necesarios estudios y análisis más completos e integrales. Hemos pasado de una argumentación catastrofista (2015-2019) a la era de las buenas noticias (2020-2024), pero nada de eso parece haber impactado en el humor social y mucho menos en la dinámica profunda de los asuntos. No solo está en juego un compromiso más riguroso con la realidad, sino que, además, nos enfrentamos al desafío de comprender cómo las políticas de control y represión del delito son incapaces de revertir tendencias estructurales. Las lecturas complacientes y la supuesta eficacia de enfoques duales (que solo encubren un claro desbalance) son las trampas en las que no podemos caer.