Una de las características distintivas del trabajo de Pablo Stoll es su versatilidad, la sensación de que ha logrado crear un cuerpo de obra heterogéneo, difícil de encasillar, encarando sus proyectos con libertad creativa en lo que respecta a su propia figura como director. Al carajo con el concepto clásico de autoría, parece decirnos en una actitud admirable y hermosa: soy un trabajador del cine y hago lo que se me canta. De todos modos, El tema del verano es una película de zombis y representa un viraje hacia lo fantástico que, aun cuando puede verse como radical, retoma algunos gestos de estilo: la obsesión por el ritmo del montaje en consonancia con la música y los movimientos de los cuerpos y las cosas –buenísimo el laburo de Luciano Supervielle–; la precisión naturalista en la estética de las actuaciones; el coqueteo entre lo cool y lo bizarro; la mezcla entre alusiones finas, sugerentes de interpretaciones complejas, y significantes directísimos que llegan sin anestesia.
El tema del verano es una comedia, una fiesta visual divertidísima. La anécdota de un mundo poscovid en el que la gente deja de morir es, sobre todo, una excusa flexible para dar lugar a un montón de situaciones que coquetean entre la intertextualidad –allí están todas las referencias genéricas para quien sepa verlas– y la mera espectacularidad de lo cotidiano. La fotografía y el montaje son efectivos y dinámicos, incluso cuando se restringen a unas pocas, aunque bellas y chetísimas locaciones (la película está filmada en José Ignacio). El trío de muchachas protagonistas destaca por el nivel de sus interpretaciones, a pesar de que sus apariencias cumplen con un estándar hegemónico en términos de delgadez y belleza, en un gesto distinto a lo que solíamos ver en el cine anterior de Stoll, habitado, en general, por feminidades más diversas en edades y corporalidades. Pero también es cierto que los cuerpos de esas lindas muchachas terminan todos rotos, babeantes y deformes, con los ojos en blanco; Stoll se despacha contra lo bello con elegancia, del mismo modo que hace caer en el limbo de los zombis a una manga de chetos bobos a los que parodia con simpática inocencia.
Por más que está filmada en excelentes condiciones técnicas, hay muchas referencias al trash argentino en el espíritu de esta película. No en vano, Stoll ganó el premio a la mejor dirección en el festival Buenos Aires Rojo Sangre 2024. Claro, su laburo es mucho más prolijo, pero mirando El tema del verano es imposible no pensar en esos engendros esplendorosos que son las películas argentinas de la productora Farsa, esas que, comandadas por Pablo Parés y Hernán Sáez, dieron un nuevo impulso al fantástico argento en la década del 90 –quien quiera hacerlo puede cantar y bailar la inolvidable canción de Plaga zombie en esta parte de la nota–.
La película está llena de buenas secuencias y los actores están muy bien; vaya una mención especial para Romina Di Bartolomeo, que se luce con su gran presencia en cámara. También es emocionante ver cómo Stoll vuelve a rodearse de varios de sus cómplices históricos: Romina Peluffo y Néstor Guzzini abren la historia, Gonzalo Delgado hace un zombi cheto recontradesvergonzado y Daniel Hendler aparece en un papel delirante que es uno de los puntos más altos de la película. En su personaje, un estereotipo del uruguayo que se queja sin parar con superioridad moral e hipocresía –da gusto verlo morir–, parecen condensarse los sarcasmos políticos y el nihilismo propios de la generación de Control Z. Aunque este es otro Stoll, uno que encuentra el goce y la vitalidad en una puesta en escena que se apoya en la actuación, pero está llena de juegos técnicos y, también, de ironías menos sofisticadas. ¿Qué importa? El tema del verano es un estreno original y contundente que despega a su director hacia nuevos y sangrientos horizontes. Vayan al cine para disfrutarla como se merece: no se van a arrepentir.