El 19 de enero pasado, agentes de la División de Investigaciones Generales y Operaciones Especiales, una rama de inteligencia de la Policía italiana que se ocupa de casos relacionados con el crimen organizado y el terrorismo, detenían en la ciudad de Turín a Najeem Osama Almasri, exjefe de la Policía judicial libia. La Corte Penal Internacional (CPI) lo reclamaba desde hace años por múltiples crímenes de lesa humanidad contra migrantes detenidos en la llamada cárcel del terror de Mitiga y, antes, en el marco de las guerras entre facciones que siguieron al derrocamiento y el asesinato de Muamar Gaddafi, en 2011. El hombre supo comandar por aquellos años un grupo paramilitar, Rada, acusado de horrores varios. Funcionarios de Interpol habían avisado a las autoridades italianas de la probable presencia en su territorio del libio.
Pero lo cierto fue que Almasri poco duró en la cárcel. Dos días después de su detención, el libio fue liberado por orden de un tribunal de apelaciones que alegó «errores de procedimiento» en el arresto. Apenas Almasri salió de la cárcel turinesa, un avión Dassault Falcon del Estado italiano lo condujo de regreso a Libia. El aparato estaba listo para efectuar el traslado desde el día anterior. El martes 21 Almasri aterrizaba en el aeropuerto internacional de Mitiga, 11 quilómetros al este de Trípoli y muy cerca de la cárcel en la que el prófugo había cometido, ordenado o permitido algunos de los desmanes de los que era acusado: torturas, asesinatos, violaciones. En Libia era recibido con bombos y platillos por las autoridades locales. Medios libios habían «vaticinado» que el capo no corría riesgo alguno de permanecer preso en Italia, en vistas de las excelentes relaciones entre los dos países.
El gobierno de la posfascista Giorgia Meloni no juzgó necesario informar a la CPI de su decisión de enviar a Almasri de regreso a su tierra, a pesar de que estaba al tanto de que el libio era acusado de crímenes gravísimos e imprescriptibles que justificaban plenamente al menos su detención provisional en espera de subsanar los «errores de procedimiento» y remitirlo a la corte basada en La Haya.
Partidos de la oposición reclamaron en el parlamento explicaciones al gobierno de Meloni por haber «liberado a un torturador» y exigieron la renuncia del ministro de Justicia, Carlo Nordio. Este miércoles 5, Nordio acudió al parlamento junto con el ministro del Interior, Matteo Piantedosi. Ambos, así como el subsecretario de la presidencia del Consejo de Ministros y la propia Meloni, son investigados por la Fiscalía por este caso. Las explicaciones que dio Nordio sobre por qué la Justicia de su país se vio «obligada» a liberar al libio más que aclarar oscurecieron el panorama. «La orden de detención librada por la CPI –dijo el ministro– era informal, tenía errores en el detalle y las fechas de los delitos que se le imputaban a Almasri, y además estaba redactada en inglés y debía ser traducida.»
La hipocresía del gobierno italiano no puede ser mayor, respondieron activistas de varias ONG que operan en el mar Mediterráneo en el rescate de migrantes. «Escudarse en vicios de forma o alegar dificultades para traducir un texto en inglés para liberar a un criminal como este solo puede explicarse por complicidades políticas. Se eligió ignorar la cooperación internacional en justicia en nombre de la cooperación política con Libia», dijo Riccardo Noury, portavoz de Amnistía Internacional en Italia. «Almasri es uno de los más feroces criminales libios, traficante de seres humanos y criminal de guerra», afirmó a su vez el sacerdote Mattia Ferrari, de la ONG Mediterránea, que ha venido denunciando la relación entre el Estado italiano y las mafias libias. «Algunos de nosotros hemos sufrido torturas justo en el campo de internamiento de Mitiga y hemos visto morir ante nuestros ojos a chicos inocentes, o violar a chicas que no eran más que niñas», dijo la asociación en un comunicado.
A comienzos de esta semana, el ciudadano sudanés Lam Magok, actualmente alojado en un centro de ayuda a migrantes de la capital italiana, presentó ante la Fiscalía de Roma una denuncia contra Meloni por «complicidad con la liberación de un criminal de guerra». Poco antes, el abogado Luigi Li Gotti había elevado una demanda similar que ya había sido aceptada por la Fiscalía y que obligará a la formación de una corte especial para juzgar los eventuales delitos cometidos por la jefa del gobierno en el ejercicio de sus funciones.
«He sido víctima y testigo» de las atrocidades cometidas por Almasri, dijo por estos días Magok a medios italianos. «Ya he denunciado estos horrores ante la CPI, pero el gobierno italiano me ha convertido en víctima una segunda vez y ha anulado la posibilidad de obtener justicia para mí y para todas las personas que sobrevivieron a su violencia, tanto aquellos que mató como aquellos que continuarán sufriendo torturas y abusos en sus manos o bajo su mando.» Explicó también que
si decidió presentar la denuncia fue porque tiene «la convicción de que Italia todavía puede definirse como un Estado de derecho».
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La CPI está esperando aún «explicaciones convincentes de parte del gobierno italiano» sobre el caso Almasri. Y también las estaría esperando el portavoz de la Comisión Europea para asuntos exteriores, Anouar El Anouni, según el cual «todos los Estados parte de la Unión Europea [UE] firmantes del Estatuto de Roma deben garantizar plena colaboración con los tribunales de La Haya, por ejemplo, con la rápida ejecución de las órdenes de detención pendientes». Italia no lo hizo. Difícil, sin embargo, que desde Bruselas se la llame al orden: en este tema, como en otros relativos al respeto efectivo de los derechos humanos, la UE es más parte del problema que de la solución.
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A comienzos de 2017, el gobierno italiano de la época, que no era el actual de extrema derecha, sino uno considerado «progresista», a cargo de Paolo Gentiloni, del Partido Democrático, firmó con las autoridades libias un acuerdo que desde entonces sería política de Estado. A cambio de una buena ponchada de euros,1 los libios se encargarían de frenar la llegada a Italia de migrantes por mar. Sus servicios de guardacostas serían reforzados con nuevo y moderno equipamiento y se levantarían en territorio libio y con dinero italiano y europeo «centros de acogida» para los migrantes.
El acuerdo –que luego fue renovado y que tenía precedentes desde 2012– involucró a distintas facciones armadas libias, cuyos jefes estaban plenamente involucrados en el tráfico de personas hacia Europa y manejaban el servicio de guardacostas. Varias de esas bandas paramilitares, que pugnaban por el control del territorio de una Libia sumida en el caos tras la caída, propiciada por Occidente, del régimen de Gaddafi, en 2011, ya habían sido integradas al Estado y combatían, para beneplácito de europeos y estadounidenses, a grupos yihadistas como el Estado Islámico o filiales de Al Qaeda. Los libios se encargaron, pues, del trabajo sucio en varios frentes. Y fueron efectivos: en 2024, las llegadas por mar a Italia desde Libia se redujeron en 60 por ciento respecto a 2023, un año en el que ya habían caído respecto al anterior. El 19 de enero pasado, mientras Almasri era detenido en Turín, se contabilizaban ya varios días consecutivos sin arribos de inmigrantes a Italia desde Libia. Ese día, como por arte de magia –o como recordatorio a las autoridades italianas de que Trípoli no toleraría un «error» de ese tipo y menos que menos la entrega de Almasri a la CPI–, alrededor de 500 migrantes desembarcaron de golpe en la isla de Lampedusa.
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El pacto de 2017 con Libia fue presentado por el Ejecutivo italiano de la época como ejemplar. También por otros gobiernos de la UE. Marco Minniti, ministro del Interior en el gabinete de Gentiloni, dijo por entonces que el acuerdo era «una herramienta eficaz para combatir a los traficantes de personas y salvaguardar los derechos humanos de los migrantes, reduciendo el número de muertos en el mar». Y dijo también que, al «combatir la inmigración ilegal con eficiencia», el progresismo le estaba arrancando una bandera a la ultraderecha, una idea que ya venían agitando desde años atrás políticos socialdemócratas de otros países europeos, como el francoespañol Manuel Valls. Su razonamiento se podía resumir en una fórmula simple: hagamos la política de los ultras para impedir que los ultras crezcan. «No dejemos el fascismo a los fascistas», ironizó un humorista italiano en un periódico de izquierda.
A lo largo de 2017 se multiplicaron las investigaciones periodísticas y las denuncias sobre lo que sucedía en los campos de internación de migrantes montados en Libia con financiación italiana y europea y manejados en el día a día por jefes de facción ya acusados de delitos de lesa humanidad. La canadiense Joanne Liu, entonces presidenta de Médicos sin Fronteras, afirmaba, con base en decenas de testimonios, que los migrantes estaban librados completamente a su suerte y sometidos a «tratos degradantes sistemáticos: robos, trabajo esclavo, violaciones, diversas formas de agresión sexual, torturas. Son hacinados en espacios sombríos y sucios, unos sobre otros, haciendo sus necesidades en el piso, sin cuidado sanitario alguno. Las mujeres son habitualmente violadas por sus carceleros, que luego les exigen contactar a sus familias para que las rescaten de esa pesadilla pagando miles de dólares. Los niños padecen todo tipo de aberraciones».
En Mitiga, la cárcel que dirigía Almasri, han sido reportadas cientos de ejecuciones y desapariciones. Los miles de presos que allí se pudren son obligados a someterse a «programas de reeducación» que, según pruebas y testimonios recogidos por la CPI citados esta semana por la revista digital española El Salto, incluyen «torturas físicas y psicológicas, privaciones extremas y asesinatos». Amnistía Internacional y Human Rights Watch han acusado también a Almasri de haber participado en el asesinato de 338 personas, cuyos cuerpos aparecieron recientemente en una treintena de fosas comunes. Y un migrante africano sobreviviente de otra cárcel, la de Zawiya, dijo a medios italianos haber visto al exjerarca policial libio «matar personalmente a dos detenidos». «Es un traficante, es el jefe, todo el mundo en Libia lo conoce, las cárceles donde están los migrantes son su negocio… Él fue quien me explicó que para salir de la cárcel de Zawiya tenía que pagar 7 mil dinares [unos 1.500 dólares] y que con otros 10 mil [algo más de 2 mil dólares] me meterían en un barco rumbo a Italia. Son sus hombres los que controlan el mar y deciden qué barcos dejan pasar y cuáles bloquean, a cambio de dinero. Para obligarte a pagar te matan de hambre, y si protestás te pegan.»
«Todo el sistema libio, financiado en los últimos años con millones de euros por Italia y la UE, es atroz y criminal», dijo por estos días Luca Casarini, de la ONG Mediterránea. Y no es solo Libia. Acuerdos similares de «externalización» de las fronteras europeas han sido suscritos con Túnez y Turquía.
En febrero de 2022, cuando se cumplían cinco años del pacto original de 2017 con Libia, el eurodiputado de izquierda español Miguel Urbán señalaba que «a diferencia de unos años atrás, lo que está pasando ahora es que por parte de la UE ya no hay ninguna intención de ocultar las violaciones de derechos humanos ni de ocultar que estas violaciones son funcionales a la política de la Unión. Hemos entrado en una etapa en la que son los propios informes de la UE los que defienden la necesidad de llevar a cabo detenciones, arrestos e interceptaciones, incluso en el caso de menores». Unos meses antes, investigadores de la ONU ya habían determinado que en Libia se estaban cometiendo «posibles crímenes de lesa humanidad» sobre la población migrante. «Los migrantes, solicitantes de asilo y refugiados están sujetos a una lista interminable de abusos en el mar, en los centros de detención y a manos de los traficantes. […] Nuestras investigaciones indican que las violaciones contra los migrantes son cometidas a gran escala por actores estatales y no estatales, con un alto nivel de organización y con el apoyo del Estado, todo lo cual sugiere crímenes de lesa humanidad», estableció entonces Chaloka Beyani, uno de los enviados especiales de la ONU a Libia. El informe fue entregado a Italia, a la UE. No hubo reacción alguna. Ni cambio.
- En 2020, al cumplirse tres años del acuerdo, la ONG Oxfam calculó en alrededor de 150 millones de euros el dinero gastado por Italia, a través de fondos europeos, en el mantenimiento del sistema montado en acuerdo con Libia. ↩︎