I
Primero hay que hacer girar el ganchito de alambre y sacar con delicadeza un cajón diminuto de madera. Llevarlo a la altura de la boca y soplarlo con cuidado –«¡Hijo, con los ojos entrecerrados!»–, acompañando el soplido suave y constante con un movimiento de vaivén horizontal para que solo vuelen las cascaritas vacías mientras dentro permanezca el grano entero. Acto seguido, se completa la ración con cucharadas generosas (no me resisto a enterrar una mano en el tarro grande del alpiste, abrir y cerrar el puño y sentir que los granos se escurren entre los dedos con un placer indescriptible). Luego hay que retirar el piso de la jaula, hecho de chapa aplanada a martillo, proveniente de alguna vieja lata de aceite, y rasquetear con una espátula para quitarle todo el guano que se ha formado durante el día y la noche anterior. Por último, hay que extraer el bebedero de barro cocido –aquí es cuando el pájaro joven se asusta–, pasarle suavemente el dedo índice para barrer la película gelatinosa que se ha formado sobre las paredes y el fondo del recipiente color ladrillo, vaciarlo y rellenarlo con agua del grifo, rebosante, como para tentar al ave a darse un buen chapuzón mañanero.
Durante buena parte de la infancia, una de las principales responsabilidades que tenía a cargo, junto con mi hermano, consistía en atender a los pájaros. Darles de comer, entrarlos cuando de nochecita se iban apagando y quedaban inmóviles y mudos, como pequeñas cajas de música a las que se les había acabado la cuerda. Mi padre amaba los pájaros. Tuvimos cardenales de copete rojo, rey del bosque, cardenal amarillo, dorados, sietevestidos, mistos, gargantillos, cabecita negra, capuchinos, celestón, azulito, canario verderón, cotorra de las pajas, loritas australianas. Como buen carpintero aficionado, mi padre construía las jaulas, diminutas y perfectas. Admiraba el conocimiento empírico que tenía de las aves. Sin modificar una línea de su rostro, sacaba sonidos imitativos, chistidos, gorjeos, silbidos, trinos, carraspeos suaves. Donde yo veía dos pajaritos grises, él reconocía la especie y a cada individuo: la edad, si era un casal, qué alimento buscaba, en qué ramitas acostumbraba posarse. Sabía dónde anidaban y cómo cazarlos. Se iba con sus tramperos y mis tíos a perderse en la madrugada inmensa del campo y con los llamadores –pájaros involuntariamente traidores– para volver en la alta mañana con la captura asustadiza y plagiada.
Para él esto era tan natural como guardarlos en jaulas colgantes del parral. Como colgada de la pared también guardaba la fotografía de Gardel con el zorzal delante y el retrato de cuerpo entero de Alberto Spencer con la camiseta de Peñarol, sacado de algún recorte de diario. Para mí, no. No era tan natural. Recelaba del encierro de los pájaros, desconfiaba de la felicidad que les atribuía. Al principio, cuando era muy chico y abría la puerta con resorte para agarrar el bebedero, se me escapó alguno sin querer. Pero luego, y más de una vez, desafiando la temible represalia paterna, los dejé escapar. Fingí distracción. No recuerdo bien. Debían ser mistos o dorados. No me hubiera atrevido a soltar cardenales ni el rey del bosque, por la tristeza que le hubiera causado a mi padre. La cuestión es que en todos los casos las aves volvieron. En la misma tarde ya estaban merodeando las jaulas de los compañeros y no era difícil para mi viejo atraerlos de nuevo hacia las trampas. Entonces, el regreso de los pájaros no era algo deseado. O tal vez sí, ya que en cierta forma confirmaba la teoría tranquilizadora del padre, de que eran felices a su modo, en sus cárceles perfectas.
II
«Además del fútbol, ¿qué otros deportes les gustaría practicar?», pregunta el maestro en cuarto de escuela. Un niño levanta la mano y responde: «La cetrería». Silencio incómodo. El maestro fruñe el ceño. «¿Y en qué consiste, Rocca, ese deporte?». «Es el arte de cazar con la ayuda de un halcón», responde el niño, que quiere impresionar a sus compañeros y solo consigue que lo miren raro por el resto del año. Tenía motivos para estar orgulloso. En un puesto callejero de Agraciada y Freire vendían un pichón de halconcito. No sé cómo me habré animado a llevar un ave rapaz a casa ni de dónde saqué el dinero. Imagino que mi hermano aportó sus ahorros y mis viejos se deben haber resignado ante tanta belleza: plumaje moteado en el pecho, toques de celeste en la cabeza y en las alas, y una lágrima negra cayendo de sus ojos alertas. Decidí que no usaría jaulas ni le cortaría las alas. Le pusimos Turúk, por el famoso pterodáctilo que aparecía en Las aventuras de Jonny Quest («¡Mátalos, Turú!»). Nuestro monstruo andaba suelto y dormía debajo de un balde invertido. Nunca logramos calzarle en la cabeza el capuchón de tela que le hizo mi hermano. Le gustaba treparse primero a la mano, luego al hombro, para finalmente escudriñar el mundo desde la cabeza de su dueño. Comía el doble de su peso en carne picada. Rodeaba el alimento con las alas extendidas en un curioso baile que daba siempre la espalda al observador. Comenzó a volar haciendo breves excursiones por el fondo. Imaginamos que pronto alcanzaría las alturas, pero apenas si volaba al ras del suelo. Los problemas comenzaron cuando aterrizó en la cabellera roja de la esposa de un coronel que vivía a media cuadra. Salía por las mañanas y volvía en la tarde para comer y a dormir, dócil en la oscuridad absoluta del balde. Una mañana se fue para jamás volver. Y se llevó consigo toda mi infancia.
III
Me despierto con el canto del cardenal. La mañana es luminosa y transparente como un cristal. No muy lejos, en la cocina, siento el cuchicheo de mis padres –deben estar preparando el mate– y en la cama del costado escucho la respiración dócil de mi hermano, que aún duerme. De pronto, me doy cuenta de que no estoy en casa. Han pasado 40 años. Mis padres fallecieron. La casa de Belvedere se vendió. En las entretelas del despertar he inventado toda la escena. Solo una cosa es real: el canto del cardenal. Desde la ventana lo veo posado en el laurel de jardín. Hace meses que han regresado los pájaros a Salinas, donde de gurí veraneaba y ahora vivo. El primer cardenal solitario que vi pensé que se le había escapado a algún vecino, pero ¿a quién? Luego vi bandadas de hasta nueve en la calle. Naranjeros, Juan Chiviro, celestones, churrinches…, y hasta una fantasmal viudita blanca que en mi vida había visto en la zona rondan por las copas de la anacahuita y los pinos. Se atreven a los jardines donde reinan el gato y la comadreja. No sé si aferrarme a esta alegría. El motivo del regreso –que mi hermano me confirma en una cantidad inusitada de zorzales y cabecitas negras en el fondo de su casa de Montevideo– solo puede deberse al abuso de los pesticidas en los campos más cercanos, a la tala indiscriminada del monte nativo, a la pérdida de los hábitats naturales. Eso dicen los que saben. La felicidad del retorno queda empañada. ¿Terminaremos empujándolos al mar? ¿Nuestro entorno es la gran jaula a la que regresan sin quererlo?