Para un enfermo que se cree Superman - Semanario Brecha
Con Marttein

Para un enfermo que se cree Superman

Cuando absolutamente nadie se lo esperaba, este muchacho de 23 años sacó uno de los mejores discos argentinos de la temporada. ¿Qué es esta música?

Difusión, rafael levy

En el escenario no hay nada. Ahora hay un guitarrista que se llama Pepe (es lo único prosaico, después es pura sofisticación) y un tipo que se encarga de los sintetizadores y se hace llamar Jeremy Flagelo. No usa pies para los teclados ni se los cuelga. Los lleva abajo del brazo. Como si los fuera a reventar contra el piso en cualquier momento. O a olvidarlos. Marttein entra en escena de perfil, relojeando la primera fila con el rubio engominado y su campera de busca. «El entretenimiento se puede complicar», advierte. ¿Qué es esto que estamos viendo? Al principio parece Ciudad de pobres corazones, pero protagonizado por un Bowie modelo 75 dibujado como esos personajes desquiciados de Cartoon Network. La diferencia es que acá no asesinaron a nadie: sentenciaron a todos.

Marttein ya tenía un disco casero y un par de EP, pero seamos honestos: antes no lo junaba nadie. O casi nadie. Solamente esos cuatro o cinco vampiros que iban al conservatorio y, por un error de la matrix, terminaban escuchando música industrial a las seis de la mañana en un sótano de San Telmo. Pibes que compraban libros usados y usaban chokers de cuerina negra. Que podían sentirse más o menos cómodos con canciones que se llamaban «Esmegma» y ya casi ni se molestaban con usar lenguaje inclusivo porque no percibían la diferencia.

Martín Oliveira nació en Saavedra y creció en Vicente López. Hijo de abogados socialistas, nieto de músicos, poetas canyengues y sobrevivientes. Bisnieto de tipos que jugaban a las cartas sobre los ataúdes de su propia funeraria. ¿A qué se iba a dedicar? ¿Al pádel? En las postrimerías de la cuarentena, se deslizó por el pozo del conejo y descubrió que podía manipular muchas cosas distintas: trip hop con autotune sobre voyeurs, breakbeat cantado a boca de jarro, cuentos de terror para chicos que saben lo que pasó en la ESMA. Ya estaba en el camino, pero se sentía solo.

«Cuando empecé a hacer este disco me encontraba en un momento muy delicado de mi vida», dice. «Después de trabajar mucho en mi música y desde muy chiquito, empecé a sentir que no iba para ningún lado. Que ya fue. Que quizás no era para mí. Que era una cosa muy utópica. De hecho, una de las frases que dice El Rubio me la escribe directo a mí: “Para un enfermo que se cree Superman el único futuro es estrellarse y después quebrarse”. Eso me lo escribí a mí mismo para bastardearme, en plan: “¿Vos te pensás que vas a vivir de esto? ¿Quién te creés que sos?”.»

Resultó que no estaba solo. A juzgar por las redes sociales, todo el mundo se estaba creyendo algo que no era. Todo el mundo era su superyó. No tiene nada de malo celebrar el éxito, pero es el peor de los síntomas para una sociedad si se convierte en la única moneda de cambio. Así, mientras Marttein se miraba en el espejo, casi todos los músicos de su generación cantaban sobre tratos preferenciales y departamentos en Miami. Así, mientras Marttein vivía con su madre, todas las gacetillas del Río de la Plata repetían palabras como sold out y cifras astronómicas de reproducciones. ¿Quién no se enferma?

«Frente a ese punto de partida y esa emoción inicial, apareció mi propia forma de usar el código actual: presumir, hacerme el poronga, pero desde mi realidad y mi presente», explica. «Era muy importante ser crudo y real y sincero conmigo mismo. Sentí que, en este momento tan particular de la historia y de mi generación, nadie estaba poniéndose en ese lugar. Nadie estaba contando otra historia, algo más común o de la media y que era precisamente lo que me estaba pasando como ser humano. No tenía que tener vergüenza. Tenía que entender que, así como me estaba pasando a mí, a lo mejor le estaba pasando a un montón de gente.»

El arranque del disco es muy simbólico. Marttein samplea la unánime «Macarena» y, con la voz afantasmada, busca un estribillo en los vasos con cerveza caliente de la noche anterior. Spoiler alert: encuentra otra cosa. Hay un tango que podría haber sido compuesto por Philip K. Dick. Hay RKT con los empleados de limpieza de la Casa Rosada. Hay una comedia trash y de enredos con Dillom en un Renault 12. Es un despliegue amargo: música para las alcantarillas de estos barrios llenos de falopa mal cortada y estafas piramidales. La neutrónica ya explotó, desapareció todo. Esta gente tuvo que violar algunos códigos para sobrevivir, pero el desliz los hirió de muerte porque tienen ética. Marttein, en ese sentido, es muy argentino.

CONFESIONES DE UNA MÁSCARA

«Me gusta Goyeneche», dice. «Me gusta mucho la voz de Iggy Pop: grave, medio sensual, medio rota. Me gustan Bowie y Moura. Tengo bastantes influencias para la voz y me gusta hacer un montón de cosas distintas: hablar, susurrar, cantar más liviano, cantar más exageradamente. Yo sentía que tenía un montón de influencias y fuertes diferentes, pero me estaba costando direccionarlos, acoplarlos. La idea, entonces, fue generar una sola voz que contuviera una paleta de expresiones y técnicas distintas.» Ergo: había que inventar un personaje.

Después de un concierto, dos tipos lo emboscaron con la típica idea de trasnoche: hacer la película del disco. Eran José Fogwill y Clemente Bruzzone. Las canciones ya estaban. Tenían los escenarios (bares y calles de Avellaneda) y tenían la estética (Picado fino, el primer Jarmusch, etcétera). «El Rubio apareció cuando empezamos a encarar la parte audiovisual», dice Marttein. «Con Roma Trigo, que fue y es mi entrenadora actoral, trabajamos en cada detallecito: los actings, los estados de ánimo, cada arista del personaje. Ahora ya es un rollo muy importante del show. Tengo la misión de sostener esa interpretación hasta el último minuto.»

Dale una máscara y te dirá la verdad. Como un samurái, Marttein no desarma los hilos de su personaje en ningún momento de sus conciertos. No hay fisuras. No hay capitulación. No es una obra de teatro. El Rubio plantea la consigna («queremos salir»), escucha la pregunta («¿a dónde?») y todos juntos formulan la respuesta: «¡Adelante!». Hay espesor, hay swing, hay sudor. Hay gente que grita cosas cariñosas e inaprensibles mientras el tipo va quedándose en calzones. Es importante verlo en vivo. No pasa con todos los artistas de su generación, acaso con muy pocos.

El final, en ese sentido, es como cada episodio de Scooby-Doo. Recién cuando cede el último decibel del último acople del último tema, aparece ese pibe extenuado y agradecido que se llama Martín. «Para que la gente sienta algo, hay que estar en una posición de vulnerabilidad», dice. «Estar en un escenario es una posición de vulnerabilidad. Creo que eso es el arte y creo que se fue perdiendo. Tenés que abrir tu corazón. Las personas valoran eso de los artistas. ¿O no?» 

Artículos relacionados