«Las tendencias de la moda pueden sugerir nuestra vestimenta, pero es conveniente utilizar el sentido común. Siempre la sencillez y sobriedad son preferibles sobre el recargo y la estridencia de colores.»
«Las normas de cortesía aconsejan que cuando una dama y un caballero utilizan una escalera y el espacio obliga a que suban o desciendan […], la dama lo hace primero. En algunos casos, para evitar que la dama se sienta observada al subir y por seguridad al bajar, el caballero lo hace primero.»
Guía básica de procedimientos protocolares vigente para el Parlamento de Uruguay
El 26 de marzo de 2022, apenas después del final de la pandemia, Leo Maslíah dio en la Sala Verdi un bellísimo concierto de piano solo en el que tocó una serie de piezas uruguayas de música erudita. Cuando subió al escenario, me llamó la atención verlo calzado con crocs. Tocó el concierto entero con sus chancletas de goma, apoyándolas en los pedales con perfecta naturalidad. Recuerdo la sensación de alegría y maravilla que nos causó, a mí y a mi compañero, ese gesto tan simple pero significativo en torno al derecho ciudadano a faltarles el respeto a esos protocolos de formalidad que continúan dominando un gran espacio semántico de eso que llamamos sentido común, pero que, quizás, deberíamos llamar –aún hoy, parece un chiste– sentido común burgués. Las vanguardias de principios del siglo XX, esas que revelaron la relación arbitraria entre la estética y lo que llamamos realidad, tienen más de un siglo encima, pero, querido Buñuel, hay ciertos encantos de la burguesía que, quizás por discretos, nunca pasan de moda. Es que, por más democrática que sea la democracia uruguaya, está sostenida desde sus orígenes en un esquema cultural lleno de símbolos vinculados a la pertenencia gestual de clase. Tanto es así que este 1 de marzo tuvimos el desagrado de asistir a uno de esos momentos en los que el reclamo por el cumplimiento de ciertas formas supuestamente «correctas» revela esos símbolos de un modo, digamos, pornográfico.
Laura Alonsopérez tiene una historia propia e independiente, como todas las personas, pero además tiene la particularidad de ser la esposa del nuevo presidente de todos los uruguayos, las uruguayas y les uruguayes. En un perfil sobre ella que escribió la periodista Mariángel Solomita (El País, 1/III/25), se cuen-ta: «Los Alonsopérez son una familia tradicional de Maldonado, pioneros del desarrollo de Punta del Este. Nombraron a dos avenidas y a una calle en su honor. El gallego Laureano –bisabuelo de Laura– había llegado por recomendación médica, después de un pasaje por Argentina donde comenzó su fortuna vendiendo huevos. Instalado en el balneario, fundó una fábrica de cerámicas que abasteció, por ejemplo, la construcción del derrumbado hotel San Rafael. Joaquín –el padre de Laura– fue dirigente nacionalista, edil y ocupó algunos cargos dentro del partido. Jaime –su tío– fue profesor de Historia, candidato a diputado y jerarca municipal. “Llevar nuestro apellido es una responsabilidad”, dice Francisco, primo de la primera dama. A ella le tocó ser la hija de Joaquín Alonsopérez y no va a tener problemas en ser la esposa del presidente». Alonsopérez es, entonces, una mujer «de apellido», pero tal vez eso mismo haya colaborado para que cierta parte de la población, entre la que se cuentan varios políticos y periodistas, se sintiera con el derecho a reclamarle el cumplimiento de ciertas maneras de vestir, de hablar, de disponer de su cuerpo. Porque, sobre todo siendo mujer y mujer de, cumplir con el sentido común burgués supone reglas tácitas, esas que se establecen por medio de lo que la feminista argentina Lala Pasquinelli y el colectivo Mujeres que No Fueron Tapa llaman «la estafa de la feminidad»:1 ser «femenina» implica la sumisión a ciertos órdenes corporales –la blanquitud, la delicadeza, la belleza hegemónica, la limpieza, la prolijidad, ciertos vestuarios, ciertos peinados, hablar poco y con bajo volumen, ocupar poco espacio–, que son el primer precio que debe pagar cualquier mujer que pretenda funcionar como ejemplo social.
Lo cierto es que ser primera dama, en Uruguay, no supone un cargo público. Laura Alonsopérez no cobra un sueldo y no le debe nada al pueblo uruguayo. De hecho, la propia Lorena Ponce de León se permitió tener una conducta contraria a su supuesto deber ser y se divorció del presidente en pleno mandato, sentando un precedente que debería dar orgullo a toda la ciudadanía. Pero Alonsopérez, por más que tenga una procedencia que cumple con lo esperado, es esposa de un presidente sin apellido burgués, que es docente de Historia y miembro de un partido que representa a los sectores populares. Tiene la piel y el cabello oscuros, y se atrevió a levantar su mano para arengar a la multitud que festejaba la victoria de su marido y a cantar que «el pueblo unido jamás será vencido». Eso alcanzó para que cayeran sobre ella la violencia y el escarnio, lo que demuestra que para las mujeres que se atreven a salirse un ápice de los mandatos de género y clase no hay manera de zafar del castigo social. Aunque la manera de vestir de Pepe Mujica, primero muy criticada, terminó siendo un jocoso motivo de simpatía al hablar del mandatario, el ejemplo de Cristina Fernández de Kirchner es contundente: en sus dos períodos como presidenta de Argentina le cuestionaron y le cobraron, hasta el último segundo, su vestuario, su gestualidad, las marcas de su edad, el tono de su voz. Eso, justamente eso, es el orden cultural patriarcal burgués, ese que intersecciona género, clase, raza y edad para despreciar y debilitar a todas las personas que osan salirse del molde.
Pero en algo tiene razón Graciela Bianchi, miembro de un partido que, cuando asumió la presidencia, hizo un tedeum, una ceremonia cristiana que dejó afuera la representatividad de la mayoría de los uruguayos: «los protocolos existen», dijo. En 2007, Tabaré Vázquez aprobó un nuevo Manual de Ceremonial de Estado y Diplomático (decreto 435/2007), en el que se puede leer varias veces lo siguiente: «[…] el traje y la corbata para los civiles será oscuro, para las damas vestimenta formal, para los militares y policías el uniforme correspondiente». La estafa de la formalidad da cuenta de un Estado que, en manos de cualquier gobierno, es incapaz de abandonar su profundo sesgo colonialista y machista. Aun cuando la contingencia del momento político nos impone la necesidad de defender al Estado, deberíamos ser capaces de registrar lo que este tipo de consensos no explícitos supone para la construcción de nuestros sentidos comunes. Durante el mandato de Orsi, Laura Alonsopérez pagará esos costos, como los pagamos, cada día, todas las mujeres y las disidencias. Por fortuna, en vísperas del 8 de marzo, somos capaces de decirle que, incluso en los peores momentos, no la vamos a dejar sola.
- La estafa de la feminidad, de Lala Pasquinelli. Planeta, Buenos Aires, 2024. ↩︎