El estallado mundo del libro - Semanario Brecha
Con el escritor argentino Edgardo Scott

El estallado mundo del libro

En el mes de febrero, el escritor, psicoanalista y traductor argentino Edgardo Scott pasó por Montevideo 1 y reflexionó sobre algunos de sus ensayos –Caminantes, Escritor profesional, Contacto– y sobre las formas de leer y de validar la literatura, que está en la base de parte de lo que los ocupa. En conversación con Brecha, Scott habló de las tretas de las editoriales, pero también de la pereza y los tics de los lectores, de los problemas que hoy aquejan a la traducción literaria y a la crítica, y de la industria del libro y los nuevos canales de circulación.

magdalena gutiérrez

—Tradujiste nada menos que a James Joyce.

—Sí, traduje Dublineses para Ediciones Godot. Traduzco, no soy traductor; es decir, soy otras cosas y entre ellas traductor, entre ellas escritor. Soy un escritor que traduce. Generalmente, las cosas que he traducido las defino yo y las propongo, simplemente porque tengo ganas. Muy pocas veces me las han pedido o han sido por encargo. Por algún motivo sentía que estaba bueno traducir o retraducir. Nunca lo agarré como trabajo, ni como oficio, ni nada.

—¿Lo de Joyce fue una idea tuya?

—Sí. Sería 2015, por ahí. Les ofrecí la traducción de Dublineses porque hacía como 50 años que no había una traducción castellana de referencia. La última había sido de Cabrera Infante y esa era del 73. Había una edición, una traducción española (pero muy muy española) del 90 y nada más. Todo lo otro eran refritos. Quería que existiera una traducción del Río de la Plata y que se notara que era del Río de la Plata, y de un Río de la Plata del 2020.

—En tu trabajo, el tema de la traducción, más allá de que te consideres un escritor que traduce y no del todo un traductor, es omnipresente. Por ejemplo, en Caminantes, en el fragmento sobre Anne Carson, cuando reflexionás sobre la traducción como tema familiar. También lo noté en Escritor profesional: «¿Por qué un escritor aceptaría una pésima traducción de su libro, donde ya desde el título se adapta al sentido alterado e infame?».

—Sí, soy sensible al tema. Creo que a cualquier escritor más o menos presentable siempre le importa la traducción, le importa en la lectura, no es algo que pueda dar lo mismo. Me fui dando cuenta de que es muy relevante la traducción –cómo está traducido y cómo está corregida, editada, actualizada, y quién es el traductor–, porque finalmente la traducción es siempre recepción de una obra, y es determinante porque también implica cómo va a circular esa obra después: no es lo mismo el Poe que traduce [Julio] Cortázar que cualquier otro Poe. Cómo se arman los puentes de las tradiciones literarias, todo ese asunto. Es importante que el libro circule, que sea recibido en esa otra cultura, en ese otro país, en esa otra lengua; no es meramente que sea traducido.

Yo vivo en Francia. Hay un montón de libros que son traducidos y pasan sin pena ni gloria. En Europa, el mercado editorial es aún más feroz que acá; los libros, las novedades, duran nada (es decir, duran solo si venden mucho rápidamente). Muchas veces, una traducción simplemente sirve al narcisismo del autor; un escritor está siempre traduciendo de alguna forma, porque escribir es, también, una tarea de traducción: cuando hacés literatura, digamos que no es que estás confeccionando la lista para el supermercado. Estás también poniendo en juego un montón de capas lingüísticas. No escapo a la lógica de que, generalmente, a los escritores nos interesa la traducción, porque la traducción, al final, es también una forma superior de lectura. El traductor es el que mejor lee, el que lee más intensamente un libro, un lector realmente privilegiado de un libro.

—Pensaba en lo que decías sobre el narcisismo de los escritores en relación con la traducción, algo que aparece mucho en Escritor profesional.

—Sí, son cosas como para poner en el muro de Instagram. Hay una suerte de clisé al que recurren a veces escritores y editores, algo así como: «Traducido a veinte lenguas». Así, de esa forma genérica, en donde finalmente tampoco importa mucho a qué lenguas ni bajo qué circunstancias. Es como si hablaran de literatura al por mayor y en términos de quilos.

—En todo ese juego que plantea tu ensayo Escritor profesional, se trata de demarcar los aparatos que estructuran el mercado editorial actual.

—Sí, el mercado, la industria, la industria literaria, la industria cultural. Hay que pensar que la industria literaria es un efecto también de la industria cultural en sí. Y también hay que pensar que siempre el momento cultural de una comunidad tiene que ver con su momento político. Cuando yo entré a la literatura, había algunas instituciones que validaban los libros y que los ponían a circular. La prensa era una institución, y la universidad, otra. Luego, en otro andarivel, estaba el mercado. Hoy, todo eso está estallado. Solamente se trata del mercado y de un mercado que ha cambiado por completo: ahora, que un libro tenga una reseña en lo que antes eran los grandes medios no significa nada. No significa nada para la venta. En cambio, la sola mención de un libro en un club de lectura o por parte de un bookstagramer con un montón de seguidores ya lo hace venderse un montón.

LEER MAL

—En el libro hay consejos para los periodistas culturales, para los académicos, para los libreros. Consejos para luchar contra ese enemigo que es «el escritor profesional», suerte de monstruo que crea el mercado y contra el que hay que pelear.

—Sí, es un poco el chiste. Yo también me incluyo ahí. No porque me sienta un escritor profesional: trato de no serlo en todo lo que puedo; no quiero serlo, no quise serlo, pero sí es cierto que también participo de un montón de esas políticas –no todo el tiempo uno puede estar siempre rechazándolas, negándolas–. Podemos, sí, tener distintos niveles de consciencia y de complicidad con ellas. Me parece que es injusto pedirle a alguien que se inmole, que se sacrifique tan radicalmente. El humor, en ese libro, sirve para armar algún tipo de guiño, de complicidad, con la que intento decir: «Bueno, si pensás como yo, fijate, capaz podemos cambiarlo, y eso lo cambiamos todos juntos: no compres ese libro de mierda, por favor». ¿Lo estás comprando solamente porque es el último Nobel? ¿Por qué tenés que leer el último Nobel? Para los grandes escritores, el Nobel no implica gran cosa: quiero decir, Peter Handke iba a ser Peter Handke, con o sin el Nobel, y luego hay otros que decís: «Bien, a este se lo va a tragar la historia por más Nobel que tenga». Hay un problema ahora y es el del boom editorial constante: todo el tiempo están editando cosas y publicándolas con un sentido de la novedad que es muy avasallante. Un amigo mío dice que lo que pasa es que ahora ser editor es cool: no sé cómo será en Uruguay, pero en Argentina, por lo menos, se armó todo un fenómeno –lleva ya muchos años– con las editoriales independientes. Habría que ver qué significa bien esa independencia. Yo prefiero pensarlas, sencillamente, como editoriales argentinas. Argentina siempre ha tenido una gran tradición en ese sentido, grandes editoriales propias, y siempre se ha reparado en la solidez de los catálogos, en las lógicas de circulación y de legitimación; es decir, si van a hacer circular buena literatura y en qué medida van a diferenciarse de lo que proponen las editoriales transnacionales. Hoy me parece que no hay ningún prestigio ni ninguna institución que te asegure nada, en el sentido de que, si seguís a tal o cual editorial, te asegurás una literatura exquisita porque ahí todos los autores son buenos. No hay nada que garantice eso. Me parece que más que nunca el lector tiene que estar avisado de todo esto. Algo del libro tiene que ver con esa idea: leer desde tu propia idea de biblioteca, desde tu curiosidad, desde tu gusto, y estar atento a esas cosas que sentís que te están queriendo enchufar. Es una época reideologizada, y entonces la literatura se tiene que plegar o subordinar a las ideologías. A ciertas ideologías, reproducirlas, venderlas, militarlas: los autores se vuelven como militantes de esas ideologías y escriben sus ficciones amoldándose a ellas. Finalmente terminamos por entregar una literatura un poco panfletaria –o algo peor que panfletaria, porque antes el panfleto era sinónimo de artefacto político, y ahora, además de eso, tiene que necesariamente implicar ventas, sobre todo ventas–. Es todo un poco ruin en ese sentido, ¿no? Si nosotros leyéramos de otra manera, todos estos escritores no tendrían lugar o tendrían otro lugar –pero de ningún modo este, el de la sobrevaloración y el éxito inmerecido–, pero eso requiere, justamente, lectores un poco más atentos, un poco más entrenados, que no se coman todos estos amagues. Ahora estoy escribiendo un libro –por ahora se llama «Leer mal»– que trata de pensar un poco estas cuestiones, la idea de cómo estamos leyendo, de reparar en ciertos tics de lectura. Creo que debido a ellos, en parte, tenemos la literatura que tenemos.

—El tema de la lectura aparece también en Caminantes y en Contacto. Te permitís pequeños gestos retóricos para introducir a autores y libros, y eso le otorga un teñido muy personal a la escritura, que habla también del amor por la lectura.

—Al no provenir de la academia no tengo los tics de alguien que escribió una tesis de 500 páginas y cuya preocupación central le exige ser lo más exhaustivo posible con sus notas al pie. Yo no tengo eso, carezco de ese imperativo –algo parecido me pasa en el plano de la traducción– y, además, hay una enorme tradición de escritores que escribieron ensayos y críticas además de ficción: yo entro claramente ahí. Hay un asunto con la academia, ahora que murió [Beatriz] Sarlo –y mirá que yo tenía mis diferencias con ella– lo veo claramente: esa lógica de la universidad empezó a escamotear el juicio de valor en la crítica, algo que luego se extendió a la prensa. Y entonces hablar de un libro tenía que ver con abrirlo para el lector, digamos, pero sin juzgarlo: no decir si el libro es bueno o malo, es decir, darle largas a eso o ni siquiera entrar ahí. Y para mí, eso es lo primero: quiero saber si está bueno el libro, si está bien escrito; después, si es africano, danés, o si es feminista o machista, a mí me da todo lo mismo. Mientras el libro, en tanto objeto estético, sea bueno, no pierdo el interés. Yo creo que la crítica empezó a sabotear el juicio de valor para cuidar distintos intereses: sobre todo la posible ofensa del autor o el editor. Y creo que eso es algo que hay que reponer. Me parece que está bueno dar un juicio, justificándolo, claro, pero exponerse, jugársela.

CAMINANTES

—En tu tarea ensayística, los distintos autores analizados terminan por intervenir los textos. Por ejemplo, en Caminantes, cuando se menta el walkman y entonces el análisis se dispara y vas tras el análisis de varias canciones.

—Sí, en general el ensayo siempre coquetea con la crítica, con la autobiografía, con la poesía. Yo trato de no dejarme caer completamente en esos géneros, pero tampoco me pongo obsesivo de que nada se filtre, porque me parecen lindas esas filtraciones. Yo crecí, como toda mi generación, escuchando casetes en walkmans: somos la primera generación que empezó a escuchar música moviéndose por la ciudad, en tren, en colectivo, en lo que sea, escuchando música. Eso modifica tu percepción. Para mí eso tenía que estar en el libro, entre otras cosas porque en Caminantes busqué las palabras que hablan de ese acto mismo, el de marchar, el de deambular: flâneur, la palabra, ya tiene un siglo y pico arriba. Cuando agregué la palabra walkman pensé: «Bueno, ahora sí estamos llegando a la contemporaneidad». Hoy ya es una manera consagrada de caminar la ciudad: escuchando pódcasts, audiolibros, mensajes de tu novia o de tu novio. Me parece que el ensayo requiere esas actualizaciones, periódicamente.

—Pensaba ahora –y es otra forma de la ensayística– en El negocio del deseo de [Néstor] Perlongher, donde camina por San Pablo en busca de michés. La caminata como búsqueda.

—Bueno, algo muy parecido a lo que hacía Néstor es lo que hace Correas. Hay una cita de Carlos Correas –un autor que admiro mucho, argentino, que en los cincuenta hacía lo que él llamaba el yiródromo–: agarraba de Santa Fe hasta El Bajo, de El Bajo hasta Corrientes, de Corrientes hasta Callao. Era un circuito donde iba buscando gente para coger. Era homosexual e iba buscando a ver qué tipo encontraba. Era un circuito, uno diría del deseo, y también uno ligado a la caminata clásica del escritor, algo que también implica recorrer el circuito cultural de su época. A su vez, en Caminantes están las caminatas que hacían [Jorge Luis] Borges con Estela Canto por las noches. Borges, con aquella inhibición sexual suya, en la caminata consagraba un cierto gesto erótico: lo único que podía hacer Borges con Estela era salir a caminar, pasear por la ciudad de noche, acompañarla hasta su casa y se acabó.

—La caminata es también –literariamente– ir creando mapas, hacer saltar paisajes en el territorio, también delimitar.

—Sí, tal cual, supongo que efectivamente hay algo del territorio que es sobre todo simbólico y que siempre aparece de un modo u otro en todo lo que escribe un escritor. Obvio que hay veces que eso está, imaginariamente, mucho más materializado; hay escritores que trabajan con una zona –caso de la Santa María de Onetti o la Comala de Rulfo– que guarda una relación más tangible con la realidad material. Pero armar un territorio y apegarse a él no funciona para todos los escritores: a veces puede ser una obligación, un limitarse, hay que tener cuidado con eso también.

—En Imaginario, tu libro de cuentos, hay uno dedicado a Elvio Gandolfo, «Remate», que cuenta la historia de una escritora profesional que se encuentra con una poeta consagrada.

—Sí. Después de que escribí ese cuento me di cuenta de que esa historia, pero ficcionalizada –como se dice espantosamente hoy–, ya estaba de alguna manera contenida en el ensayo Escritor profesional. La ficción siempre permite contradicciones y ambivalencias que en un ensayo no siempre funcionan. Y también caprichos, que son tan necesarios. Además, me permití cierta metaliteratura en Imaginario: es un libro de cuentos que reflexiona, directa o indirectamente, sobre la forma del cuento.

—Caso de «Hemingway».

—En «Hemingway» está eso, sí. Y en «Remate» se da toda esa discusión sobre si el cuento sin remate puede seguir funcionando. Y eso es lo que genera finalmente la controversia entre los dos personajes. Me parecía que a través del chiste también podía estar eso en juego: a mí me gustan mucho los cuentos con remate, lo que pasa es que –un poco como sucede con la poesía rimada– es más difícil de hacer hoy. Un buen poema rimado y métrico es más difícil de conseguir que un buen poema en verso libre. Y hacer un buen cuento con remate hoy es dificilísimo. Creo que el cuento sigue siendo un mecanismo de revelación de verdad: hay algo que no ves, que no quisiste ver y de pronto te golpea, te noquea. Y por eso es que se lo dediqué a Elvio, en mi opinión uno de los últimos grandes cuentistas –y un gran renovador del género– en el Río de la Plata. 

1. Edgardo Scott estuvo en Montevideo invitado por Escaramuza durante febrero y fue presentado por el escritor Martín Bentancor.

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