María Inés, mi tía Necha, nos contaba que un hijo bastardo de Jorge Hannover se embarcó hacia el Río de la Plata «en tiempos de las invasiones inglesas y tiró al mar cierto anillo que había sido un recuerdo romántico para su madre». Ya nada acreditaba su origen. Desembarcó en otro mundo y otra historia.
Miguel Hines no se consideraba unido a los ingleses por ningún lazo. Creó otros. Fundó una familia casándose con una criolla, María González. Era cordial y alegre, dado a la amistad. En su hogar se hablaba castellano, no se probaba el té. Solo un recuerdo aceptó de Inglaterra: «En su casa se encendió el primer árbol de Navidad en el Río de la Plata».
Se instaló en Colonia del Sacramento. Vecino bien querido, fue elegido alcalde. Conoció las calles que bajan hasta el río, sus lentas puestas de sol. El mayor de sus siete hijos fue ciego y fue pianista. Una de sus hijas se casó con el poeta Carlos Guido y Spano (el de «llora, llora urutaú…»).
Otra, con Norberto Larravide, muchacho emprendedor, buen jugador de pelota vasca.
Hines cruzaba con frecuencia a Buenos Aires. Una vez, por 1830, lo reconoció allí un amigo de su juventud, que lo saludó llamándolo Highness. Le contó la delicada situación política de Inglaterra. Mencionó derechos, responsabilidades. Miguel rogó olvido y silencio. Pero el destino de un hombre viaja en los mismos barcos en que pretende esquivarlo.
Al morir Jorge IV ya había muerto antes Carlota, única hija de su desamorado matrimonio con Carolina de Brunswick. Su línea sucesoria serpenteó entre hermanos y sobrinos. Dicen –decía Necha– que una fragata fondeó frente a Colonia. Miguel Hines recibió extrañas visitas. Cuando amaneció, la fragata no estaba.
¿La muerte llama en el lenguaje del que un hombre quiere olvidarse? ¿En el que elige vivir? ¿En el que sueña? Hines vivió muchas vidas. Concluyeron todas con una sola bala, en una mínima ciudad del sur.
Norberto Larravide demandó verdad. «Mucho le debía Oribe como para desatenderlo –decía Necha–: Norberto fue un puntal en La Unión.» El Restaurador le aseguró: «Están en capilla». Y ordenó un pelotón para el amanecer.
María González, contradiciendo al marido de su hija, prefirió escribir:
Colonia del Sacramento, 22 de agosto, 1842
A don Manuel Oribe / en propias manos
No le agradezco, Oribe, su orden. No calma mi pena por la muerte de Miguel. La aumenta el sentimiento de causar más dolor. Tal vez, a fuerza de batallas, usted le da a la muerte valor de intercambio. Las mujeres, que siempre sentimos a los hombres como hijos o como novios o como hermanos, vemos a cada uno tan valioso que no puede trocarse por nada. Ni por una victoria más ni por un enemigo menos.
Miguel privado está de la vida y yo privada de él. Era querido, bueno. Tengo que aprender a vivir sin su presencia. Las venganzas de nada resarcen. A todos en casa nos ha dado miedo su asesinato. Miedo, como dan los misterios. No se nos pasará el miedo ni el dolor porque mande fusilar a dos de sus soldados. Tal vez, ni siquiera lo asesinaron ellos. La noche del crimen, me han dicho, se vio una fragata inglesa en el puerto. Al amanecer ya no estaba. Eso es parte también del misterio y del miedo. Sé que usted interviene en esta aflicción de mi familia a instancias de mi yerno. Conozco su amistad. No se deje obligar por ese afecto. Él pide justicia. Yo lo excuso, general, de pretenderla. Matar es solo un miedo hacia algo que pretendemos suprimir; pero la justicia no acompaña a la muerte ni hay justicia que la repare. Muertos, sus hombres quedarían signados como criminales. Vivos podrán hacer algo que los redima, si lo fueron. Que no lo sé. Me basta perdonarlos. Deles esa oportunidad, don Manuel. No los fusile.
María Hines
Al rayar el sol, se escucharon los disparos del pelotón de fusilamiento.