César Aira es parte de esa raza de literatos que tiene demasiadas ideas. Es raro decirlo como si fuera algo malo, quiero decir, lo de «demasiadas», como si la desmesura fuera en desmedro de la calidad. No es el caso. En esa raza o, mejor, en ese bando, estarían, por ejemplo, Kurt Vonnegut, Stanisław Lem o el uruguayo Leandro Delgado. Solo que, en el caso de Aira, a las demasiadas ideas se les suma o bien una notoria ausencia de pereza o bien una grafomanía fatal, que se traduce en una producción inmensa en letra impresa.
No pasaba lo mismo con Vonnegut, que, en lugar de escribir una novela o un cuento con cada ocurrencia que tenía, directamente se las endilgaba a su alter ego, Kilgore Trout. Esto ha dado pie a innumerables párrafos que empezaban más o menos así: «Una vez Kilgore Trout escribió un cuento…», que seguía con la glosa sucinta del argumento, que no era otra cosa que el esbozo de una idea ingeniosa que había tenido el bueno de Kurt y que, por pereza o cortedad, no había llegado a desarrollar.
Estas ideas tenían casi siempre un fondo humorístico y filosófico, como, por ejemplo, la de aquellos dos trozos de levadura que conversaban sobre el sentido de la vida o de su falta, considerando que lo único que hacían todo el día era comer azúcar y excretar alcohol hasta ahogarse en su excremento. «Dada su limitada inteligencia, nunca se enteraban de que estaban produciendo champán», apuntaba el narrador de Desayuno de campeones, lo que sería quizás una especie de versión de la pregunta borgiana «¿qué dios detrás de Dios la trama empieza?», del poema «Ajedrez».
Cabría señalar la paradoja de que, en realidad, la levadura Saccharomyces cerevisiae tiene, incluso, un monumento propio en la ciudad de Hustopeče, en República Checa, pero eso ya es irnos demasiado de tema. De todos modos, ya que trajimos a Jorge Luis Borges a la mesa, digamos que la profusión de ideas, tanto del argentino como del polaco Lem, dio como resultado o bien la glosa de libros inexistentes o bien la invención de sus prólogos, mientras que el uruguayo Delgado se dio más bien a inventar al escritor José Herrera y Hobbes y discutir con él mientras arreciaba una tormenta.
Para el caso que nos convoca, solo con mirar la tapa del libro el lector sabrá que está ante un Aira típico. El título es como un chiste circular solo en apariencia del tipo «Quien está en primera base» de Abbott y Costello, pero Aira se aprovecha de él de una manera que no se vale, digamos, del malentendido. Y es que su literatura está hecha de curiosidad por los mecanismos narrativos, por el gusto por resolver problemas relacionados con el lenguaje y los textos, y por un total desinterés por lo que puedan opinar los demás de su literatura. Esto hace que a veces simplemente abandone los libros cuando ya ha resuelto lo que le interesaba, invente un «final» como modo de cortesía con el lector (finales que pueden ir de geniales a ridículos) y ya se dirija a la siguiente novelita y al nudo que quiere desatar.
Ese desinterés por la suerte ulterior de sus textos y por su estatus como autor abre una enorme posibilidad de experimentación y disparate del que este libro, titulado En El Pensamiento, no escapa. Tal vez lo más curioso de la literatura de Aira es que conjugue de manera eficiente un relato en el que los personajes son concebidos como actantes greimasianos y carguen a la vez muchos elementos autoficcionales. Pero, a lo mejor, a mí me parece raro y no tiene nada de raro y me estoy dejando llevar por esa idea de que lo autoficcional carga una verdad que no es únicamente la del texto.
En El Pensamiento es una narración breve en primera persona en la que, desde un presente muy remoto respecto a los hechos que van a relatarse, el narrador cuenta un fragmento hasta entonces olvidado de su primera infancia, cuando vivía en un pequeño pueblo llamado El Pensamiento, nacido alrededor de la estación de tren. El narrador no se explica cómo puede haber olvidado que no siempre vivió en Pringles y que sus primeros siete años transcurrieron en un pueblo de 20 casas. La narración va a terminar con una explicación falsa de las razones de dicho olvido, mientras las páginas que quedan en medio de alguna manera narran el funcionamiento del pensamiento. Para ello, Aira se vale de dos misterios: la presencia de la figura de un maestro particular o preceptor en un pueblo como El Pensamiento y la desaparición de una locomotora.
Las novelas de Aira parecen refractarias a cualquier psicologismo, pero, aun así, es imposible reducir esta novelita a un juego tan mecánico como la locomotora desaparecida. Allí está el padre, enorme y voraz, allá el maestro que viene de Pringles, anodino y propiciatorio. En medio, el niño. Y están el pueblo y sus habitantes, fantásticos y mágicos, como provenientes de esa machacona tradición latinoamericana, pero de un gris rioplatense. Todos ellos forman parte de eso olvidado que se recupera. «Hace poco, empecé a ver en la memoria imágenes nuevas, distintas de las que el recuerdo me había venido trayendo desde mi pasado lejano. Al principio eran figuras discontinuas, no se precisaban y no podía ubicarlas. Se empezaron a fundir unas con otras, a transparentarse unas sobre otras, a borrarse en el momento justo en que estaba por reconocerlas, como si quisieran burlarme, aun cuando era yo mismo el que las proyectaba. ¿Yo había estado ahí?»
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Como decíamos al principio, Aira es un mago en el arte de sembrar el texto con ideas y provocaciones. En El Pensamiento es un texto que invita a pensar sobre líneas paralelas y puntos impropios, pero también sobre el progreso, representado por la mudanza a la ciudad, por el tren, por el padre emprendedor. Es, como no podía no serlo, un relato sobre las palabras, la lectura, sobre lo que se enseña y se aprende, sobre lo que cambia y lo que queda, sobre la realidad. Y es, claro, un relato sobre el pensamiento como si fuera un lugar.
También es un texto en el que es frecuente toparse con frases paradójicas, cómicas, esas frases que quedan girando después de que la lectura termina: «Con toda mi credulidad infantil, dudé» o «Con el avance de la estación, el mundo de El Pensamiento se nos volvía una idea». Aira podría decir que como esta novela refiere al pensamiento, es decir, a la realidad, es que extiende su mirada a la especulación (la capitalista, pero también la del razonamiento, ya que el libro también transita alrededor de las palabras iguales que se aplican a cosas distintas): «En cambio, para la alarma general, veían la manipulación agresiva del capital que hacía el inmigrante emprendedor, y lo interpretaban como la introducción de una cuña entre dos moléculas de realidad. Los elementos que antes, siempre, estaban unidos por un lazo cordial, por ejemplo, entre la hora y el día, entre el año y la estación del año, quedaban incomunicados, su única unión un principio abstracto numerario. Era un principio de destrucción que no los dejaba dormir tranquilos. […] Si este hombre estaba intercalando algo entre dos eslabones de realidad, ese algo tenía que ser distinto de la realidad, ¿y era posible que hubiera algo distinto de la realidad, en el mundo real?».
Como muchas anteriormente, esta nueva novelita de César Aira se lee en un par de horas, pero se disfruta muchas más porque queda dando vueltas un rato largo en, bueno, en aquel pueblo.