Estas palabras refieren a Marcelo Viñar forzando lo imposible, ya que no es Marcelo, es Marcelo y Maren, imposibles de separar. Me cuesta escribirlas porque son más de 30 años de convivencia-coexistencia, de intercambio, de presencia y por mi falta de capacidad para traducir sentimientos a palabras.
Lo contrario también se da: hay palabras difíciles de traducir porque sintetizan sentimientos. Mborayú es una ellas. Aprendí de Marcelo que Pierre Clastres la definió como «solidaridad tribal» (distinguiéndola de «amor al prójimo», como la entendían los misioneros de los guaraníes). Su tribu era la humanidad.
Mborayú fue el nombre que dio a su primer refugio, propio, luego de salir de prisión, y fue objeto de sueños y anhelos durante el exilio en Francia. Allí plantó con Maren muchos árboles. Verlos enraizar y crecer fue uno de sus placeres. Como lo eran ver la puesta de sol o la luna llena, o las constelaciones; esos momentos en que, sintiéndonos absolutamente solos frente al infinito, se refuerza la pertenencia a la tribu. (Siempre sabía la fase lunar del momento.) En alguna conversación emparentamos el mborayú guaraní al ubuntu zulú, «el ser persona a través de otras personas». Ambos conceptos representan para mí lo más profundo de su sentir y pensar.
Su producción intelectual y su práctica como psicoanalista estuvieron fuertemente ligadas a su vivencia de cárcel, tortura y exilio. No podemos ignorar que esto se debió a un acto de solidaridad y humanismo: atender profesionalmente a un militante clandestino, sin tener ningún compromiso con organización o partido alguno.
Quizá fuese por formación profesional, pero más bien creo que llegó al psicoanálisis por su gran capacidad de escuchar. Era un buen escuchador, y por su manera de ser, sus interlocutores se sentían comprendidos, incluidos. Al escribir escuchador –que busqué en el DRAE para asegurarme de que existía– recordé al hablador del libro de Mario Vargas Llosa; era un miembro de una tribu amazónica cuyo cometido era dar continuidad al relato común entre quienes vivían dispersos en la selva. Marcelo dio particular énfasis a esa continuidad dedicando gran parte de sus escritos al tema de recuperación de la memoria de los años de opresión en nuestro país.
El libro Fracturas de memoria, que fue el primero de Marcelo y Maren que publicamos en Ediciones Trilce (1993), fue eje de esa preocupación. Esa obra marcó un hito en el contexto de la lucha por la recuperación de la memoria al dar sustento, tanto a la lucha de familiares de desaparecidos como a todos quienes combaten el «no mirar para atrás» que implica la impunidad. «Aún vivimos el tiempo de inscribir-significar el espanto y el terror de la década del horror en la memoria, para que el olvido –indispensable y necesario– sea normal y fecundo y no cómplice de la impunidad», afirmaban los autores.
El libro integró la colección Desafíos, que en aquel momento incluía La crisis del socialismo de Estado y más allá, de Rodrigo Arocena; Identidad uruguaya: ¿mito, crisis o afirmación?, compilado por Hugo Achugar y Gerardo Caetano (en el que se incluye un trabajo de Marcelo); Signos reales del Uruguay imaginario, de Fernando Andacht, y La balsa de la Medusa, de Hugo Achugar, entre otros. No está demás decir que Marcelo y estos autores –así como Daniel Gil, José Pedro Barrán o Luis Pérez Aguirre, entre otros– fueron aliados nuestros en el desarrollo de la colección, con sus aportes, propuestas y acertadas críticas.
Las obras editadas de Marcelo eran casi siempre tejidos de manuscritos elaborados en distintas oportunidades, concernientes al tema central de la obra. Como editores significaba un trabajo difícil, ya que ese entramado quedaba en nuestras manos (en las mías, el manuscrito; en las de Soledad Menéndez o Martha Ulfe, la corrección, en las de Brenda Bogliaccini, Leticia Hornos o Rosario Peyrou, la lectura final). Luego volvía a las manos de Marcelo, quien siempre aceptaba todo (se aburría de volver a leer lo mismo) y escribía el prólogo. «El desorden de mis anotaciones pudo lograr cierta coherencia gracias a la lectura minuciosa y a la paciencia tesonera…», apuntaba.
Para nuestra sorpresa, el segundo manuscrito llegó impecable. Por suerte para nosotros, ya que el tema era sumamente técnico: Psicoanalizar hoy. Problemas de articulación teórico clínica (2002). En el prólogo, Marcelo se confiesa: «Escribí, sintiéndolo imprescindible; pero ¿publicar? Ansiedades más locas subyacen a un sentimiento de inquietud al publicar; ser autor… viene de auctoritas, lo cual me sumerge en el pánico y el ridículo, en el miedo a perder la capacidad de reírme de mí mismo, esa arista de humor y de violencia que hoy suscita no solo el clown, sino la autoridad patriarcal. Tengo con mis textos una relación bulímica de alternancia entre devoración y hartazgo, relación ávida y luego fóbica. Nunca pude volver sobre ellos para leerlos, tocarlos, corregirlos. Quedaron, muchos de ellos, traspapelados, casi olvidados. Por eso Maren, Mecha [Espínola] y Daniel [Gil] fueron imprescindibles para un trabajo de recuperación y puesta en un cierto orden. La confesión me sirve para ilustrar un rasgo de la experiencia freudiana. Yo, como cualquier autor, quisiera que mi libro fuera inmortal, como La interpretación de los sueños, o la Divina comedia, o el Quijote. Con seguridad, un analista sagaz me diría que esta megalomanía es reactiva al miedo al anonimato y la nadificación. Pero el autor es ajeno al destino de su creación; es un tercero, distinto y distante, el que le asigna su valor y trascendencia, o ninguna. El que hacer freudiano puede curar la inhibición, es decir, desmontar el bloqueo y promover el movimiento creativo, pero nada dice del valor del resultado. Pasados los dolores de parto, este libro ya no es mío, es de ustedes, Maren, Daniel y Mecha, y de quien tenga a bien acunarlo un rato, sin demasiado fastidio».
Luego vendrían otros trabajos suyos y de Maren en varias obras colectivas. En muchos de ellos, pensar la tribu como un problema de futuro, por ejemplo, implicaba necesariamente para Marcelo enfocar su reflexión en niños y en adolescentes. Su aporte en las obras colectivas que precedieron muchos de estos libros da fe de ello. En Mundos adolescentes y vértigo civilizatorio (2009), dedicado a su gran amigo José Pedro Barrán y con una ilustración de su otro gran amigo, Rembrandt, Marcelo Viñar afirmaba: «Entre el polo de la intimidad de un sujeto y el espacio societario macro, hay una franja intermedia de humanización en la que cada humano construye sus pertenencias y lealtades. Cuando este espacio –donde se tejen amores, conflictos y rencores– se deteriora, se avería o se destruye y desertifica, las consecuencias son tremendas. Nadie puede vivir sin el reconocimiento de los otros, dijo Hegel hace mucho tiempo. Todos necesitamos una trama de raigambres donde negociar nuestros amores y nuestros odios».