Hace algunas semanas, el novel rector de la Universidad de la República estrenó su primer celular. Héctor Cancela no pudo seguir prescindiendo del aparato, como lo había hecho hasta entonces, porque al llegar al rectorado se le proporcionó un teléfono institucional.
—Todavía no hemos llegado al último uruguayo sin celular. Somos unos cuantos –advertía días antes de asumir la nueva tarea.
El rector no reniega de la tecnología, más bien lo contrario: es doctor en Informática. Buena parte del día se sirve de su computadora portátil para escribir artículos académicos o comunicarse con colegas. Además, su caso es algo distinto al de la mayoría de quienes optan por no tener móvil, porque durante años ha recibido mensajes de texto y utilizado aplicaciones como WhatsApp en su computadora, con un software que emula un dispositivo Android; es decir, simula un sistema operativo diseñado para smartphones y otras tecnologías.
«Hoy el celular no es un teléfono, es una pequeña computadora. Yo digo un poco en chiste que mi laptop es mi celular, con pantalla grande y teclado para usar con los diez dedos a la vez y la ventaja de que cuando la cierro, no suena, nadie puede llamar ni esperar respuesta inmediata», dice.
Cancela sostiene que la decisión de no tener móvil supone «cortar un poquito con la presunción de que uno debería estar disponible las 24 horas para cualquier contacto, que es muy estresante, implica mucha fragmentación de los tiempos y, por otro lado, no es real, porque tenemos cosas que hacer y no podemos atender todas las demandas al instante».
«Creo que el no estar disponible es algo que se busca preservar», afirma. Y agrega: «En varios países se está hablando de la desconexión como un derecho laboral, y también hay toda una discusión sobre el uso de celulares en las aulas, por la interferencia en el proceso educativo y en la concentración».
La preocupación planteada por el rector también aterrizó en Uruguay. Actualmente, el Parlamento estudia un proyecto de ley para prohibir el uso de dispositivos electrónicos personales con fines recreativos en educación inicial, primaria y media. Aún no hay resolución al respecto.
Para el informático, en la actualidad hay una reflexión más profunda para hacer sobre las formas de utilizar los dispositivos: «Es natural, la tecnología llegó y nos enamoró, pero de a poco se observa que algunos usos son inadecuados», dice. «Hay un efecto rebote –agrega– porque se está buscando separar un poco más la vida real de la hiperconexión. Aunque existe una tensión, estas tecnologías son nuevas aún y las personas todavía estamos aprendiendo qué recaudos tenemos que tener.»
RESISTENCIAS Y ALGORITMOS
Para hablar con Sylvia Warren hay que llamar al teléfono de línea. Y hacer la señal: marcar, dejar sonar solo una vez, cortar y volver a llamar. Cuando atiende, dice que dispone de todo el tiempo
del mundo para conversar sobre por qué no usa celular, pero lo resume en una frase:
—Es mi manera de resistir.
A sus 75 años, se ve a sí misma como una sobreviviente de otra época: «Nosotros soñábamos con otro mundo. Hoy se responde dócilmente al sistema», afirma. Y sentencia: «Los aparatos tecnológicos son los modernos espejitos de colores con los que se trata de distraer a la gente».
Sylvia nota que en el ómnibus ya nadie mira por la ventana; todos están alienados, absortos en sus pantallas deslizando imágenes frenéticamente con el pulgar. «Antes el celular se utilizaba para emergencias, ahora para avisar que “te dejé la pascualina en la heladera”. La gente no puede esperar a llegar a su casa para hablar», apunta. Y reivindica el teléfono fijo, aunque cada vez hay menos personas al otro lado del tubo: «La alergia que me provoca el celular es parecida a la que ha desarrollado el resto del mundo al teléfono de línea», dice.
Los datos de la Unidad Reguladora de Servicios de Comunicaciones parecen darle la razón. De acuerdo con el organismo, el número de cómputos de telefonía fija a nivel nacional se redujo más de la mitad en los últimos tres años. «Todos están eliminando el teléfono de sus casas, no puedo entender por qué», lamenta Sylvia al otro lado de la línea, y se despide con gratitud: «Para mí es un placer poder hablar con alguien».
UNA ALEGRÍA
No es sencillo toparse con personas menores de 40 años que hayan decidido no utilizar celular. Marcelo, de 37, que elige aparecer solo con su nombre de pila, es la persona más joven que pudimos encontrar con esa característica. Perdió su teléfono hace algunos años y se dio cuenta de que estaba mejor sin él.
«No soy un activista, simplemente prefiero disfrutar del día a día, mucho más después de que nacieron mis hijos», aclara. Se conoce, dice, y sabe que si tuviera un celular, se pasaría con el aparato todo el día, o pensando todo el tiempo quién pudo haberle escrito. La adicción a la pantalla o la propensión a caer en excesos es una de las razones más invocadas entre quienes deciden alejarse de este vicio.
Hay incluso un término para referirse a la dependencia del móvil: nomofobia, un trastorno de ansiedad derivado del miedo a no poder utilizar el teléfono durante un lapso de tiempo –seguramente más de un lector se sentirá nomofóbico después de conocer los síntomas.
Marcelo, por lo pronto, considera «una alegría» perderse de cosas que no le interesan. También hay un nombre para eso: JOMO1, joy of missing out, que en español significa algo así como «la alegría de estar por fuera». Por fuera de, por ejemplo, los comentarios que surgen en los grupos virtuales de trabajo. Marcelo asegura que quedar al margen mejora el vínculo con sus compañeros.
Pero no todos son puntos a favor. La tecnología cada vez conquista más espacios y cada vez se hace más difícil escapar. «Hacer pagos, mostrar un ticket para entrar al teatro… Todo va para el lado de que tengas tu vida en un celular», lamenta el treintañero, que, a diferencia de Sylvia, no se siente más libre de control por prescindir del teléfono: «Cuando uso mi computadora me doy cuenta de que el algoritmo me conoce. No me siento por fuera de ningún sistema», agrega.
«Las nuevas generaciones están casi obligadas a usar teléfono móvil, no puedo imaginar a mis estudiantes sin uno, quedarían al margen. Lo primero que hacen cuando comienzan un curso es crear un grupo de WhatsApp. Eso explica que sea más bien una franja etaria mayor la que opta por no tener celular», entiende Marcel Achkar, docente e investigador de la Facultad de Ciencias.
Achkar, de 62 años, no utiliza móvil porque no le parece «algo tan indispensable». La comunicación por correo electrónico le resulta más acotada a las cosas importantes: «Con el celular me estarían llamando para resolver problemas tontos; la gente quiere respuestas inmediatas a problemas no urgentes. No es un tema ideológico o de valores, veo a mi alrededor que hay cosas sin importancia que consumen un tiempo tremendo».
El investigador se enorgullece de no haber sucumbido al pedido de sus allegados: «Por mi trabajo salgo con frecuencia a hacer relevamientos del agua, del suelo o de la vegetación, y todos permanentemente me están presionando para que tenga celular por si se me rompe el vehículo o me pasa algo en el medio del campo», explica. Pero eso ya ha sucedido: se ha quedado varado en la ruta, ha hecho señas para parar un vehículo y simplemente pidió auxilio con un teléfono prestado.
Considera que, en un futuro próximo, el celular se utilizará en menor medida, dada la evidente pérdida en el terreno del relacionamiento interpersonal «a costa de estar continuamente revisando y enviando mensajes triviales». En línea con el rector, sostiene, con paciencia académica: «Todavía estamos en la curva creciente. Supongo que se va a estabilizar. Ya ha pasado a lo largo de la historia con otras cosas».
SE SOBREVIVE
Ariel Palleiro atiende el teléfono de su casa en Chamizo, Florida, y conversa, como buen paisano, alargando las vocales, sobre las ventajas de no estar atado al móvil. Prefiere no usar el aparato para tener «el cerebro tensionado, que no se oxide». Y opina: «Veo que hay gente que ha perdido un poco las coordenadas, que se le dificulta un razonamiento, y eso debe tener algo que ver con el abuso del celular».
Tampoco tiene internet ni computadora. Se informa por la radio y para aludir a algún personaje no acude a Google ni a ChatGPT, sino a su memoria. En el pueblo, de 500 y pocos habitantes, lo conoce todo el mundo, y su escaso contacto con las tecnologías actuales no le ha impedido ser representante en la Junta Departamental floridense durante 15 años en los que –destaca– no ha faltado ni una sola vez.
Sin teléfono en el bolsillo se siente más libre: «La gente anda circulando y la están llamando, anda manejando y la están llamando, anda en la feria y la están llamando, donde quiera que esté. Y cuando no, es el ruido de un mensaje. Eso te hace más dependiente y [te lleva] a no poner atención en lo que hacés». Como contrapartida, reconoce, «de repente, alguna cosa se le pasa a uno y, a veces, hasta pueden estar hablando de vos y no te enterás… que lo hagan tranquilos». Y confía:
—Espero morir con las botas puestas, como dice el refrán. Pero sin celular se puede vivir, de hecho, yo voy viviendo, o sobreviviendo.
OTRO CAMINO
Hasta hace algunos años, a Diego Jaume, director técnico y exjugador de fútbol, se le consultaba en cada entrevista sobre la decisión de vivir sin teléfono. Pasó toda su etapa como futbolista profesional sin usar móvil, pero en 2009, para mejorar la tarea de coordinación en este deporte, tuvo que hacerse de uno. «No creo que haya ayudado en mi vida, todo lo contrario», reflexiona ahora. Por eso intenta utilizar el aparato de forma más consciente o, al menos, con moderación.
Jaume convive con tres de sus hijos, una adolescente y dos adultos jóvenes. Con ellos acordó que a la hora del almuerzo y de la cena los teléfonos se dejen en la habitación. Cuenta: «Tenemos claro que en los momentos que compartimos es importante la comunicación entre nosotros, y que hay muchas horas restantes para poder estar con el celular. Intentamos que no invada esos momentos, porque, si no, no hay momentos nuestros».
Pero a veces el trato tambalea. «Siempre tenés que estar marcándolo porque les cuesta sostener. La vida de ellos pasa absolutamente por el celular. Es increíble como el teléfono ha sido un incomunicador humano, lo contrario a lo que parece; ellos mismos lo reconocen», dice.
Lo mismo aplica para las vacaciones: «Una vez por año vamos con mis hijos a acampar sobre el Río de la Plata. Armamos tolderías, todos llevan amigos, van primos, somos una banda. Entre todos acordamos prohibir el celular en la zona de la cocina, al comer juntos o jugar a las cartas».
Además, ahora que vive en el campo, cuando va en el tractor se impone el ejercicio de pasar media hora sin mirar la pequeña pantalla, para escapar al hábito de agarrar el teléfono cada 30 segundos, aunque no suene. Y sus antiguas historias de deportista vienen a cuento: «En mi época de futbolista hablé mucho del PlayStation y los juegos de computadora; de la importancia de interactuar y de no perder la naturalidad; de que los gurises desarrollen inventiva. Ahora todo está muy estudiado, hay evidencia de cómo la pantalla afecta el desarrollo cognitivo y de cómo influye en los trastornos psicológicos, del sueño, en la ansiedad», señala.
Hay evidencia. La Organización Mundial de la Salud recomienda no exponer a pantallas a menores de 2 años y limitar el tiempo de uso en niños mayores, aunque en algunos países las recomendaciones médicas son más estrictas. En Uruguay, según la última Encuesta de Nutrición, Desarrollo Infantil y Salud (2023), el 64 por ciento de los niños uruguayos de entre 0 y 4 años no cumple con estas recomendaciones.
«Cuando no tenía celular –recuerda Jaume–, era visto como un bicho raro. Hoy en día es distinto, la gente te transmite que lo del teléfono es un deterioro total. Todo el mundo entiende que en exceso hace mal; a veces no lo puede resolver, pero lo entiende. Ya no tengo que dar esa lucha que antes daba. Aparte, tengo celular también, más allá de que ponga ciertos límites, soy “un normal”.»
CUESTIÓN DE VÍNCULOS
En su ensayo ¿Hola? Un réquiem para el teléfono(Ediciones Godot, 2023), el escritor argentino Martín Kohan sostiene que el teléfono prácticamente ha dejado de cumplir la función para la que fue creado: hablar con otro. En cambio, se utiliza actualmente para hablarle a otro, mediante audios.
Hablar con y hablar a son cosas distintas, coincide Carolina Porley, periodista de esta casa, que hasta hace pocos años solo usaba un Nokia básico, sin acceso a internet, solo para hablar y recibir mensajes de texto. Es una táctica común entre quienes intentan no pasar tanto tiempo pendientes del aparato (los uruguayos se conectan en promedio casi siete horas diarias a internet, según el Perfil del Internauta Uruguayo 2024, de Grupo Radar).
Actualmente utiliza un smartphone, con contadas aplicaciones. Y se explica: «Nunca mandé ni recibí un audio de WhatsApp, ni emojis, tampoco puse un “me gusta” en nada. Prefiero el cara a cara, el correo electrónico, o llamar cuando me comunico con alguien, aunque la gente cada vez sostiene menos una llamada telefónica convencional». Su decisión, dice, responde a querer preservar la calidad de la comunicación y a evitar inmediatismos propiciados por tecnologías que «no dan tiempo a pensar».
Kohan destaca que la supresión de la espera y la falta de decantación determinan que la elaboración de lo vivido sea más pobre a la hora de compartir una experiencia. Las fotos de un viaje –por ejemplo– ya no se miran al regreso, sino en tiempo real.
Porley, que es docente de Historia, profundiza en la idea del escritor: «A mis alumnos les hablo de la revolución que implicó el ferrocarril en el siglo XIX. Antes, ir de París a Moscú llevaba tres semanas, con el tren supuso menos de un día. Eso generaba que la gente no estuviera preparada para llegar. La mediación temporal hace que te familiarices con las cosas, que vayas midiendo el nivel de involucramiento o de exposición. Cuando eliminás el tiempo, esos procesos se ven deteriorados».
Piensa asimismo que la proximidad física también ejerce su rol en el cuidado de la comunicación. «Si estoy hablando contigo personalmente y veo que mirás por la ventana, me callo, porque entiendo que perdiste el interés. Con un audio puedo hablar y hablar sin autorregularme, sin medirme con relación a otro», ejemplifica.
Para ella, la decisión de prescindir de ciertas aplicaciones o dispositivos implica algo del orden fundamental, una «cuestión de vida»: «No es una resistencia a la tecnología, sino a un tipo de dinámica en los vínculos», dice. «Se pierde practicidad», asume. «Pero tiene sentido», dice. «Tiene sentido», repite.
- El concepto opuesto es FOMO, acrónimo de fear of missing out, y refiere al temor continuo a perderse experiencias sociales o quedar al margen de ellas. ↩︎