Nepal, la pequeña nación asiática ubicada entre India y China, vive un verdadero torbellino social y político tras un levantamiento juvenil que provocó la caída del gobierno en 24 horas, con la renuncia del primer ministro, Khadga Prasad Sharma Oli, en medio de una ola de protestas que dejaron al menos 30 muertos y el incendio del Parlamento. De fondo hay un debate profundo que involucra gobernanza, redes sociales y libertad de expresión.
Para entender lo que ocurrió este martes 9 en Nepal, hay que remontarse unos pocos días atrás. El jueves 4 el gobierno anunció el bloqueo de una veintena de redes sociales. Su argumento era que estas big tech no se registraron ante su administración conforme a la ley de regulación del sector, que buscaba imponer parámetros mínimos para permitirles operar en el país. A las gestoras de redes sociales se les había dado un plazo de siete días para registrar sus servicios, designar un representante local y una persona encargada de gestionar los posibles litigios derivados de su uso.
La decisión se tomó en aplicación de un fallo emitido en 2023 por la Corte Suprema, máxima instancia judicial del país. El gobierno tuvo que salir a aclarar que, «si una red social quiere operar en Nepal, debe obedecer las normas que regulan las actividades ilegales y los contenidos prohibidos».
Las protestas de los ciudadanos, sobre todo de los más jóvenes, no se hicieron esperar frente al bloqueo de las redes que no cumplieron con los estándares. Así, la generación Z (nacidos entre 1997 y 2012) salió masivamente a las calles de Katmandú y de otras ciudades a reclamar por la apertura de las redes ante lo que consideraba una avanzada sobre la libertad de expresión.
Las autoridades justificaron la medida argumentando la necesidad de que las plataformas internacionales se alineen con las leyes internas, y expresaron preocupación por «la desinformación, la incitación al odio y la armonía social». Pero los más jóvenes leyeron la imposición como una herramienta de censura que buscaba castigar a los opositores que expresan sus reclamos en línea y acusan a las autoridades de corrupción. Las protestas acogieron cada vez más adeptos en un país con 29,6 millones de habitantes donde el 20 por ciento de la población vive por debajo del umbral de pobreza, según datos oficiales. A pesar de que registró avances en la última década y media, es uno de los cuatro más pobres del continente asiático.
El impacto fue inmediato. En Nepal, las redes sociales acaparan casi el 80 por ciento del tráfico de internet. En enero de 2024 había 13,5 millones de usuarios activos de Facebook, 10,8 millones en Messenger, 3,6 millones en Instagram, 1,5 millones en LinkedIn y 466 mil en X (ex-Twitter).
El summum de las manifestaciones fue el martes, cuando un grupo incendió el Parlamento y la residencia oficial del máximo mandatario tras la renuncia del primer ministro, luego de que la represión del lunes dejara al menos 19 muertos. El jefe de gobierno, perteneciente al Partido Comunista, anunció su dimisión «con el fin de dar nuevos pasos hacia una solución política», según declaró en una carta dirigida al presidente. De esta manera, el partido formará una coalición de gobierno con el Congreso Nepalí, partido de centroizquierda.
La historia comenzó un par de semanas atrás, cuando en TikTok y en foros como Reddit se hizo viral el término Nepo kid, como una crítica social a los hijos de políticos y empresarios que en sus redes sociales presumen una vida de lujo, alejada de la que pueden tener millones de personas. El término proviene del nepotismo y resume de forma contundente la frustración juvenil hacia la clase dirigente, a la que cuestionan por acceder al poder por sus vínculos familiares y no por los méritos.
LAS REDES Y EL ESPEJO DE BRASIL
Lo ocurrido en Nepal quizás traiga a la memoria el caso de Brasil, cuando en 2024 el juez Alexandre de Moraes ordenó a la red social X suspender sus actividades ante el «reiterado incumplimiento de órdenes judiciales», ya que su dueño, Elon Musk, se negaba a bloquear seis perfiles de usuarios de la órbita del bolsonarismo asociadas con el ataque al Congreso Nacional, el Supremo Tribunal Federal y el palacio presidencial de Planalto en 2023. Semanas más tarde, la Justicia brasileña levantó el bloqueo, tras cumplir X demandas que incluyeron el pago de una multa de 5,2 millones de dólares, la designación de un representante legal en el país y la eliminación de cuentas consideradas antidemocráticas.
Pero el de Brasil no es el único caso que sirve a modo de espejo: en 2012 India bloqueó hasta 250 sitios web y redes sociales, y las acusó de incitar a la violencia religiosa y en respuesta al maltrato de musulmanes en el estado de Assam, en el noreste del país. Algo parecido a lo que pasó en Birmania, donde Facebook se estaba usando como una plataforma de difusión de desinformación para fomentar crímenes de odio desde las mayorías budistas a las minorías musulmanas. El punto más caliente fue cuando en 2014 Ashin Wirathu, un monje muy popular en las redes, acusó falsamente a dos jóvenes musulmanes de Mandalay de haber violado a una mujer budista, tras lo que muchos usuarios indignados se unieron y comenzaron a aniquilar a sus vecinos musulmanes.
Al extenderse los disturbios, cuenta el periodista Max Fisher en su libro Las redes del caos, el gobierno intentó sin éxito ponerse en contacto con Facebook. Luego, desesperado, bloqueó el acceso a Facebook en Mandalay. Instantáneamente los disturbios se enfriaron. Al día siguiente, empleados de Facebook respondieron por fin, pero no para interesarse por los episodios violentos, sino para pedirle explicaciones por el bloqueo de la plataforma.
¿QUIÉN DECIDE QUIÉN DECIDE?
Al abordar este tema subyace una serie de preguntas que se hace la socióloga estadounidense Shoshana Zuboff, quien estudió a fondo el rol de estas plataformas y su influencia en el «capitalismo de vigilancia»: ¿quién sabe?, ¿quién decide?, ¿quién decide quién decide? En su libro ¿Capitalismo de la vigilancia o democracia? Una lucha a todo o nada en la era de la información, Zuboff se plantea esta incógnita, y explica cómo las plataformas de vigilancia –entre las que están las redes sociales– fueron cooptando cada vez más las atribuciones de los gobiernos a través de un circuito de apropiación de excedente conductual, de conocimiento científico y con un fuerte discurso libertario para justificar su accionar. Ante la pregunta sobre cómo se permitió que estas empresas desarrollaran tanto poder sobre aspectos centrales de la sociedad, Zuboff dijo en una entrevista: «La respuesta es que la democracia no hizo nada. La democracia no intervino. En esencia, la democracia estaba alimentando su propia necesidad de datos generados por humanos, que no podía recopilar según la Constitución y las leyes públicas, por lo que dependía de estas empresas para que los recopilaran. […] Nuestros legisladores permitieron que este poder creciera de forma inexplicable y totalitaria, antes de darse cuenta de la amenaza que representaba para su propio poder, porque la estrategia a largo plazo del capitalismo de vigilancia es sustituir la gobernanza democrática por la gobernanza computacional, la gobernanza mediante algoritmos que controlan para sus objetivos comerciales».
(Tomado de Página 12, por convenio.)