—Ivonne, vos estuviste presa en Punta de Rieles entre 1973 y 1985. ¿Allí te enterabas de cosas sobre Cabildo?
Ivonne Trías —Al principio no, la información de afuera era muy poca. Cuando empezaron a trasladar compañeras de Cabildo a Punta de Rieles sí.
—¿Y ustedes recuerdan haberse conocido cuando Edith fue trasladada a Punta de Rieles?
I. T. —Fuimos compañeras de celda. Así que podría decirse que ahí empezó este libro.
Edith Moraes —Mi salida fue un poco rápida de Cabildo. Era marzo del 76 y estábamos escuchando en la radio sobre el golpe de Estado en Argentina. Resulta que viene una de las funcionarias del Ministerio del Interior que nos cuidaba y me dice: «Edith, abrigate que tenés que salir». Y yo: «¿Cómo? No tengo juzgado, no tengo nada». Y me dice: «No, no, tenés que salir». Le digo: «¿Qué pasó en mi casa?». «No, nada», dice. Y bueno, ahí fui a la celda y pasé por el pasillo. Estaba el encargado. Le digo: «Encargado, ¿usted puede llamar a mi abogado?». «No, no me permiten», responde. Me sacaron. Pasé por el cuartel 14 de Florida y llegué a Punta de Rieles. Todavía no estaban los calabozos, había una pieza grande. En ese momento ya había trabajo forzado para las compañeras. Le decían ir a tepes, palabra que yo no conocía. «¿Qué será esto?», decía. Y era hacer el jardín. Y ahí fui a la celda 7 y me encontré con Ivonne, a quien no conocía.
—¿Cuál es el origen del libro y cómo se fue construyendo?
I. T. —Es el resultado de un trabajo de muchísimo tiempo. Empieza con un grupo de mujeres que tienen en común haber compartido, entre 1968 y 1977, celdas en la excárcel de Cabildo, la primera para presas políticas en Uruguay. Después salieron, en distintos momentos de la historia del país, algunas durante la dictadura, otras tuvieron que exiliarse, otras no. Y luego de muchos años, terminada la dictadura, se reencuentran, un poco casualmente. Pasan un tiempo reuniéndose en forma social, para compartir lo que habían vivido en la cárcel, hasta que en determinado momento deciden que quieren comunicar las experiencias. Lo intentan a través de la elaboración de un hilo entre sus vivencias en reclusión, la salida, los problemas que te plantea la libertad, el exilio, la vuelta, el reencuentro, todos esos problemas. Ese es el hilo que quieren contar, algo que las une a ellas como protagonistas, a sus mayores y a sus hijos, que también vivieron y sufrieron las consecuencias. En definitiva, ese es el centro de este trabajo: una conversación entre tres generaciones, a lo largo de más de 50 años de la historia del país y de cada una de estas mujeres.
E. M. —Queríamos un hilo que expresara la esencia del ser humano en ese momento, con la situación política del país, que contara cómo habíamos podido sobrevivir durante todos esos años y que contara que éramos un conjunto de mujeres en un lugar físico bastante hostil. Quisimos que no fuera algo individual, sino colectivo. Allí surgieron diferentes temas: empezamos por ver cómo llegamos a la cárcel, qué éramos antes, cómo había sido nuestra niñez, qué habíamos definido sobre la situación política, cómo nos fue luego de la cárcel. A su vez, somos personas grandes, yo tengo 84 años. Pretendíamos contar todo eso, así que pensamos en Ivonne, escritora, para que nos ayudara a ordenar toda la información.
—¿Dónde encontraste, Ivonne, las mayores dificultades para reconstruir la historia? Se trata de contar sobre personas que han estado siempre muy cerca de vos…
I. T. —Antes un comentario sobre lo que dijo Edith. Ellas reconstruyeron cómo había sido su compromiso político, y eso es muy interesante, porque te muestra cómo era el Uruguay de ese momento. Lo pusimos en el libro, con tres capítulos en los que hay pequeñas biografías de ellas, y es notable la similitud; cuando algunas empiezan a decir qué se hacía en su casa, cómo estaba compuesta su familia, de qué se discutía. Y ahí ves otra cosa que dice Elenita Vasilkis: «Teníamos un gran entusiasmo con la revolución», dice, y todas asienten. Te están mostrando el espíritu de la época.
En cuanto a las dificultades para el libro, había una superabundancia de material. En determinado momento, deciden grabar sus reuniones, hacen entrevistas entre ellas, entrevistas a sus padres, sobre todo a sus madres, a sus hijos. Y solo la desgrabación de las reuniones es un material infinito, muy rico para cualquier investigación. Ahí ves cómo manejaban los disensos, los acuerdos, las emociones, los temas delicados. En todas las reuniones iba sacando temas y se repetían. Por ejemplo, la maternidad. Desde antes de caer presas, una de las discusiones era si podía ser compatible militar y tener hijos. Y después vinieron las consecuencias de la militancia, una de ellas fue la cárcel. Y los niños que estaban ahí adentro, que nacían ahí. El tema de los niños era recurrente y solo en la cárcel de mujeres pasaba. Eran una fortaleza para ellas; alegría y vulnerabilidad también. Porque ellas no podían tomar muchas decisiones, o las pensaban 20 mil veces, porque las consecuencias caían también sobre ellos.
—Edith, ¿cómo fue tu historia en cuanto al sentido y la práctica de ser madre?
E. M. —Cuando me detuvieron, pertenecía al Movimiento de Liberación Nacional [MLN], o sea que estaba en la clandestinidad. El tema de la maternidad en el MLN había sido muy discutido, con distintas apreciaciones. Con mi compañero, también militante, decidimos no tener hijos en la clandestinidad. Cuando salí de la cárcel, ya tenía 40 años. No quise intentar quedar embarazada, pero sabíamos las necesidades que había en el Consejo del Niño y ahí nos dirigimos y adoptamos. Nuestros hijos no son biológicos, pero son hijos que fueron muy pensados durante muchos años en diferentes situaciones. En estos tiempos, cuando la compañera que entrevistaba a los hijos me preguntó si quería que los entrevistara, le dije que no, porque creo que ellos sufrieron tanto más que nosotras…

—Pero los niños de Cabildo eran un poco hijos y sobrinos de todas.
E. M. —Así fue. En el 70 nacieron tres niños, y desde allí siempre hubo niños en Cabildo. En la celda 11 hicieron un taller y ahí los niños tenían una parte de diversión, se hacían cuentos, se dibujaba. O sea, hay recuerdos de los niños de toda esa etapa y fue muy lindo.
I. T. —Es muy curioso, porque en ellos el recuerdo es unánime en cuanto a venir o a vivir en Cabildo. Para ellos era un lugar grato, y eso es obra de las mujeres. Se los escuchaba, les festejaban los cumpleaños, cosas especiales que a veces afuera no las tenían. Obviamente, ellos sentían tensiones y temores. Por ejemplo, había algunos niños que venían y tenían que esconderse un poco, porque no era muy legal aquello. Entonces uno de ellos se paraba arriba del wáter y corría la cortina. ¿Y quién aparecía ahí? El personaje extraordinario de Élida Valdomir, que para quitarle el miedo le decía: «No te preocupes, si llegan a venir de recorrida, ¿sabés lo que hacemos? Nos tiramos un pedo. ¡¿Sabés cómo se van corriendo?!». El chiquilín se moría de risa y se le iba el susto.
—Ustedes podrían haber hecho un libro de anclaje netamente histórico sobre lo ocurrido en Cabildo entre 1968 y 1977, con los recuerdos de las protagonistas. Sin embargo, la historia es mucho más integral, en tiempo y testimonios…
I. T. —Por eso te digo que es una conversación en la que están al mismo tiempo las tres voces. Además, para no extendernos demasiado en el contexto histórico, que también era fundamental para entender lo que iba pasando, agregamos las cronologías al libro, que las hizo Magela Fein. Te ahorra mucho espacio, pero a la vez te permite ir relacionando los hechos.
Este libro no es la historia de la cárcel política de Cabildo, porque por ahí pasaron más de 200 mujeres. Es un grupo que trabajó la memoria, la vida personal, la vida cognitiva, las relaciones con los hijos, con los padres. Venían de distintas organizaciones políticas y sobre eso también discutieron, porque la cárcel era como un paréntesis: acá entramos y de acá nos vamos. Pero eso de repente empezó a cambiar. Entonces hubo que hacerse a la idea de que la cárcel iba a ser larga y el futuro, incierto, y ahí es cuando empiezan a ver cuáles son las herramientas que tienen. Porque, por ejemplo, ellas no tenían prácticamente asistencia en salud. No había médico, no había dentista, no había nada. Empiezan a ver que hay una inteligencia colectiva y a sacarle punta a eso, cada una extrema al máximo lo que sabe. En general eran estudiantes. Edith, que era estudiante de Odontología, pasó a ser la dentista de Cabildo e inventaba herramientas con lo que había a mano. Ana María, que era nurse, pasó a ser la médica, pero a su vez la fisioterapeuta, la psicóloga. Y, así, no sé cuántas otras que sabían hacer cosas atendían. Entonces ahí van afianzando un poco ese vínculo que es importante y lo siguen a lo largo del libro, porque no es solamente que eran militantes políticas. No es solamente que tuvieron una práctica común de muchos años, tampoco que mantienen su compromiso social actual. ¿Qué es ese algo más que tenían? Cuando se reencuentran, lo piensan y dicen «no sabemos qué es». Pero ahora sienten: «Bueno, nos reencontramos, tenemos las mismas diferencias que antes, nos peleamos como antes, nos amigamos como antes, pero tenemos capacidad de hacer proyectos y de actuar juntas».
E. M. —En 2017, durante el gobierno del Frente Amplio, se reconoció a Cabildo como lugar de memoria y se colocó una placa. Nosotras veníamos trabajando desde hacía unos años y empezamos a conversar con los vecinos del barrio para saber cómo habían vivido ellos aquellos tiempos. Contaban, por ejemplo, que en determinado momento no podían pasar por la manzana de Cabildo sin mostrar los documentos, aunque vivieran allí. En algún sentido, de acuerdo con lo que dijo una vecina, el barrio se sentía también un poco preso, hasta tenían problemas cuando paraba una ambulancia en la puerta de la casa. Ese tipo de anécdota nos hizo entender que, para poder contar la historia completa y trabajar hoy con el sitio de memoria, teníamos que sumar la voz de los vecinos. Por ello algunos integran la comisión del sitio.
—Es un gran diferencial con Punta de Rieles: las vivencias de los vecinos. En aquel 2017, Edith, vos hablabas sobre lo importante del después de la cárcel y el ahora. ¿A qué te referías?
E. M. —Con Coco, mi compañero, tuvimos la suerte –o se dio la casualidad– de que salimos de la cárcel el mismo día, el 28 de febrero de 1985. Yo salí de madrugada y nos fuimos a la casa de mis padres, un pequeño apartamento. Ahí empezó otra vida. Conseguir trabajo era esencial. Y ahí estuvo la solidaridad de los funcionarios y estudiantes de la Facultad de Odontología, donde yo había estudiado hasta cuarto año. El consejo de la facultad aceptó que trabajaran ex presos políticos. Estuve poquito. Luego me presenté a un llamado en Facultad de Medicina, para el Departamento de Fisiología, y allí estuve 30 años.

Venían docentes que habían estado exiliados, otros que habían estado toda la dictadura aguantando y ayudando a la universidad. Fue muy importante esa experiencia, porque nuestro temor, el de todos los presos, era cómo insertarse en una sociedad que había cambiado. En el libro hablamos mucho de la parte humana y nos hacemos una autocrítica de cómo éramos muy rígidas en nuestro día a día, cómo muchas veces poníamos primero la conciencia política y mucho más atrás la parte humana, el cariño. Cuando salí de la cárcel, me llamaron mucho la atención dos cosas: que se tomara mate en las plazas y que los hombres y las mujeres se besaran sin conocerse. Me pareció un cambio radical. Y nos hacemos una autocrítica como grupo (sobre todo por los primeros años de la cárcel, hasta el 74 más o menos), acerca de que teníamos muchos esquemas de cómo debía de ser un militante político.
I. T. —Si fuera una película, sería maravilloso. Tenés un grupo de mujeres viejas, hablando en ronda, sobre la reinserción política o sobre estas cosas que cuenta ella. La flaca Élida Valdomir y Martha Avella discutían: «Entonces fuimos, nos subieron en un auto y nos llevaron…». «No, Martha, no era un auto: era una chanchita.» «Bueno, a vos te habrá llevado una chanchita; a mí, un auto.» Y así, ratos, en el detalle… Esas discusiones también están, o sea, desde las cosas más importantes, más tremendas y difíciles de sintetizar hasta la dinámica de las relaciones. «Yo te mataría», dice una, «pero te quiero».
—¿Desde qué ángulo se narran las dos fugas que sucedieron en Cabildo? Parece resultar difícil correrse del sentido heroico.
I. T. —Si bien hay mucha información sobre las fugas, porque se han hecho documentales, libros y más, para este trabajo se pudo problematizar sobre el tema a partir de las voces de las protagonistas. ¿Cómo se organizaron las fugas? ¿Qué discusiones hubo? ¿Qué mezquindades también hubo? En el procedimiento, por ejemplo, la discusión de la legalidad y la ilegalidad es muy interesante, es una discusión política. Si iban a salir todas, ¿a qué? ¿A engrosar la fila de los clandestinos, cuando de repente tenían una pena corta por cumplir, podían salir y reinsertarse legalmente? Esas discusiones están en este libro. Y después, claro, la prensa ponía el acento en otros lugares. Hubo también una asonada que fue reprimida muy violentamente. Y el gran tema de las salidas en libertad, en las distintas etapas. Los problemas que se planteaban cuando salías en dictadura; un silencio, un ambiente de miedo. Las salidas y un mecanismo perverso que hubo, que era que les firmaban la libertad a las personas, pero era una mentira: o te vas del país o entrás a un régimen de medidas prontas de seguridad que no tenía un fin previsible. Más allá de que salieras temprano, tenías que ir a firmar, vos y toda tu familia. En ese sentido, el libro también aporta sobre qué pasó con los familiares, no solamente en el apoyo, sino en cómo se empezaron a juntar, a reunir, cómo los empezaron a reprimir, hasta que se forma el comité de familiares. Es parte de la historia que merece atención y que merece seguir contándose.