
1. Esa obra, primero, comprende dos centenares largos de poemas en verso y en prosa, desde la plaqueta Bien mirada (1978) hasta muchos inéditos que esperan editor; ocho nouvelles, desde Íntima (1993) hasta Apuntes (2024); decenas de artículos de crítica literaria y cinematográfica dispersos en diarios, semanarios, un blog y en revistas como Maldoror y Poética, esta última fundada y dirigida con Álvaro Miranda a mediados de los años ochenta. Pero la obra de Roberto Appratto no se agota en la escritura. La oralidad ocupa un lugar preeminente; por más de cuatro décadas, el ejercicio de la mayéutica coadyuvó a una escritura que burla la distinción tajante entre géneros discursivos. El cruce permanente entre palabra escrita y palabra dicha sobre lo escrito no podía pasar sin consecuencias. Appratto enseñó Literatura en el ciclo medio (con la exclusión sufrida durante el régimen dictatorial), dictó Teoría Literaria en el Instituto de Profesores Artigas, más tarde Semiótica, Redacción y Guion en la Universidad Católica y en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de la República. Sin pausa, orientó talleres de creación y de lectura, dictó cursillos en librerías u otros espacios (el último, sobre el Ulises, de Joyce); acerca de sus especialidades, su voz se escuchó en la radio, una voz metálica y algo estentórea («Soy napolitano», decía, con su curioso humor, cuando se le hacía notar el estruendo). Su manera de leer, que vivía con casi infantil delectación, era única. Sus maneras de concebir el signo y la expresión también lo fueron en un entorno literario que empezó a ralear a comienzos de los años setenta. Entonces, por mediación o impulso de su siempre venerado maestro Jorge Medina Vidal (a quien dedicó dos poemas) y, sobre todo, en complicidad con su amigo el poeta Eduardo Milán –quien pronto se radicó en México–, Appratto se apartó de la lectura sociológica, aún en boga por estas latitudes, y, casi en paralelo, se alejó de una poesía que reclamaba cualquier identificación entre palabra y mostración sentimental o en la defensa explícita de cualquier causa.
Muy pronto, trató de experimentar con una perspectiva capaz de yuxtaponer crítica y poesía, lo que lo llevaría a atender la obra de Ezra Pound, pero también el sonido y el despojamiento cruel de lo coloquial en Nicanor Parra, la estilizada música de los calculados versos de Ida Vitale (los de Jardín de sílice, 1977), el tono y los recursos de la poesía de Enrique Fierro. En el campo de la teoría, se acercó a los formalistas rusos, los escritos de Roland Barthes, las polémicas en los Cahiers du Cinéma. Cerca, no podía dejar de inquietarlo el concretismo de los hermanos De Campos y de Décio Pignatari,
a tal punto que, carentes de cualquier apoyo, él y Milán se subieron a un ómnibus que los dejó en San Pablo, donde a nadie conocían, para tratar de obtener bibliografía sobre este fenómeno que solo desde otro ángulo –diferente al suyo– había abordado Clemente Padín, quien también acaba de morir.
2. El primer empeño dejó su marca más que su aroma. Se concentró en la exploración de la palabra, la imagen, el sonido y las posibilidades de conexión con un mundo cada vez más impenetrable. Esa concepción de la poesía y el lenguaje crítico no estaba hecha solo de letras; el cine lo acompañó siempre, obsesivamente, con entusiasmos que lo desbordaban, desde las películas de Michelangelo Antonioni hasta las recientes de Béla Tarr, como Sátántangó, basada en la novela de László Krasznahorkai, a quien Appratto promovía desde hacía mucho tiempo, y por eso recibió con alegría la noticia del Nobel, como si lo hubiera recibido alguien muy próximo. En rigor, lo era.
Roberto Appratto vivía lo artístico con pasión, fuera de cualquier obligatoriedad. Esa es, por lo menos, una de las lecciones que vienen desde siempre, más bien olvidadas, que su ejemplo renueva y desafía. De esa doble vertiente surgió una investigación única en el país y que, como de costumbre, pasó un poco inadvertida aquí y muchísimo más fuera de aquí: La ficcionalidad en la literatura y en el cine. Los modos de ser del arte, publicado en Montevideo en 2014 y reeditado con ajustes al año siguiente en una editorial a demanda. Que sepamos, hasta ahora, solo se ha discutido este libro en un lejano seminario de doctorado, en 2016, en la Facultad de Humanidades, con el autor presente.
3. Al verlo tan elegante y serio, tan con una sonrisa congelada, que llamaba más a la distancia que a la proximidad, quizá no se adivinara que Appratto era, además de un profesional estricto, un escritor incansable y disciplinado, alguien capaz de entregarse sin aspavientos a sus convicciones y a sus amigos. Por unas y por otros podía discutir sin claudicar, a veces con un estilo cortante, sentencioso, que fugaba de los matices, que podía rozar la rigidez. Y, aun así, pocos como él capaces de rectificarse, por una cabal naturaleza autocrítica antes que por temor a la siempre acechante soledad; pocos, como él, sabían reconocer sus errores y hasta sus prejuicios, y alzarse sobre ellos. Hasta que en 1993 publicó Íntima, era difícil sospechar que este poeta se iba a soltar en una narrativa que, a despecho de algunos antecedentes –como la novela Muchachos (1950),
de su nada familiar Juan José Morosoli–, empezaría a ocupar diferentes territorios, ya no solo el local, línea que se vigorizaría –de otro modo– con La novela luminosa (2005), de Mario Levrero. Su vida, o la interrogación sobre su vida, pasó a ser el núcleo de la escritura desde el que pudo revisar eso que estaba fuera de sí. Claramente, expuso su proyecto y su duda de fondo en El origen de todo (2020), la novela también corta (una pieza más en un poliedro narrativo) que dedicó a recordar/recrear a su madre, como en la primera lo había hecho con su padre: «Cuando se escribe sobre la realidad, el peso de lo real hace imposible todo intento, de modo que no se puede hacer nada, sino confiar en impulsos que se fijan en imágenes y encierran en sí mismas su descripción».
«Todo tras sí lo lleva el año breve», como para siempre lo dijo Quevedo en un sabio endecasílabo, que Appratto gustaba citar, y que hasta intercaló en el primer poema de Lugar perfecto (2011). Todos, todo, y no. Queda su recuerdo para los próximos, su voz e imagen reproducidas; quedará su literatura, que puede sortear lo pasajero, como lo vio con aguda conciencia en unos versos de Levemente ondulado (2005): «Yo soy el testimonio de lo que se perdió/ Yo soy el que sabe lo que había,/ de lo que dejó de estar/ justo en ese momento».



