
Abogados críticos que piden operativos policiales; abolicionistas escandalizados por el auge del narcotráfico; políticos conservadores que reivindican la necesidad de trabajar en las «causas del delito»; técnicos que reclaman una mirada rigurosa y con base en evidencias, pero hace cinco años sostenían que la aprobación de la Ley de Urgente Consideración había hecho descender los homicidios; orfebres de las clasificaciones que subestiman el papel del narcotráfico en el volumen de la violencia letal; sociólogos de enfoques ambiciosos que hoy relativizan el papel de las políticas sociales y buscan medidas para el corto plazo. Hace mucho tiempo que navegamos en la confusión, sin saber cómo pararnos y cómo identificar posturas nítidas para la acción. Con la intención de obtener algo de claridad, muchas veces se apela a la necesidad de diálogos y acuerdos, o a la idea de las políticas de Estado. Los más arriesgados llegan a defender la noción de un «enfoque dual» que combine prevención y represión en dosis justas, garantizándose conexión con un arco amplio de sensibilidades.
Sin embargo, aquí como en casi todas partes, la confusión nos impide ver que este enfoque dual es el que se ha venido aplicando hasta ahora: las estrategias adaptativas (respuestas situacionales, videovigilancia, prevención, ajustes de rutinas, privatización de la seguridad, etcétera) han convivido con las estrategias del «Estado soberano» a través de la intensificación de los controles policiales y la extensión del castigo y el encierro. Los cambios de larga duración en la estructura social no solo han impactado en las manifestaciones del delito, sino además en las formas de adaptarse a él. En países como el nuestro, el delito más violento se ha expandido, pero al mismo tiempo se han normalizado tanto las respuestas adaptativas como las reacciones más emotivas.
En medio de la confusión, hay un consenso que se construye en torno a la necesidad de atacar las consecuencias del delito y en proponer barreras más eficaces de contención, pero desligadas de proyectos políticos sustantivos. Entre tecnócratas y agitadores, la confusión termina escondiendo una realidad cada vez más convergente. Esta convergencia puede denominarse, según la expresión de Didier Fassin, «momento punitivo».
Hay un conjunto de discursos, prácticas y dispositivos que está consolidado y que es muy difícil de revertir. Cualquier intención de revisión desata unas fuerzas dominantes que impiden toda transformación. Es casi imposible salirse de los límites del momento punitivo: políticamente no hay condiciones, las desigualdades sociales determinan la profundidad del fenómeno y las formas de reaccionar a él, una sensibilidad cultural predominante marca las fronteras de lo que se puede pensar y hacer. La polarización política, el mandato de «lo que la gente quiere» y la evidencia de una derechización de la sociedad son las claves para ubicar las posibilidades reales de un proyecto. El momento punitivo es el resultado más contundente de las fuerzas de esta época y, por lo tanto, lo que queda para sobrevivir es una adaptación mimetista, con algún margen acotado para que alquimistas trabajen en instrumentos y en soluciones que «sí funcionan».
Uno puede creer que estamos ante un problema de voluntad política y que el escenario de confusión se puede dejar atrás a través de la construcción de un discurso que conecte con las necesidades reales de la gente. ¿Cómo lograr esa conexión sin conocer con precisión la espesura moral de estos tiempos? Uno puede pensar que los problemas estructurales tienen que abordarse con mayores esfuerzos de redistribución y con una nueva matriz de protección social. ¿Qué condiciones de legitimidad existen hoy en día para poder avanzar con principios de justicia social y políticas de reconocimiento? Es posible que todavía nos falten miradas más certeras sobre los fundamentos morales que sostienen este momento punitivo.
Si todo parece repetirse, si solo hay un camino posible y marcado, si las soluciones más irracionales son las que siguen predominando, entonces hay dimensiones de la realidad que no estamos comprendiendo a cabalidad. Si las instituciones policiales, militares y religiosas ostentan mayores niveles de confianza que las instituciones políticas, sindicales o deliberativas, si las cárceles cumplen funciones de incapacitación y de retribución discreta –aunque sigan reproduciendo el delito–, entonces hay que colocar la mirada en aquellas condiciones de posibilidad para que los procesos ocurran de una determinada manera. Y eso exige otras lecturas de lo social, otras formas de entender las dimensiones de la desigualdad y otras maneras de decodificar experiencias y tramas emotivas. El momento punitivo actual se sostiene en una institucionalidad del castigo que depende, a su vez, de una infinidad de variables, entre otras, de una dimensión cultural (sensitiva y emotiva). El momento punitivo tiene, al decir de Émile Durkheim, un «teatro moral» por el que desfilan representaciones simbólicas de pautas culturales más amplias.
Tomarse en serio el universo de las emociones que condicionan y asimilan los discursos penales es una opción importante para entender las nuevas normalizaciones que distinguen entre ellos y nosotros. Además, también sabemos que en sociedades fragmentadas es mucho más difícil construir consensos morales y políticos, razón por la cual, lejos de reforzar el momento punitivo, de lo que se trata es de problematizarlo desde la propia complejidad de las bases morales existentes. También hay reglas de conducta, emociones, creencias y formas de autoridad que son propias de grupos específicos y que se comportan según el lugar que ocupan dentro de los campos sociales. En definitiva, más allá de la solidez del momento punitivo, no necesariamente hay homogeneidad normativa, y las disputas por la hegemonía tienen que poder conocer esa geografía para condicionar y encauzar nuevos rituales sociales y prácticas culturales.
Todo eso supone explorar y conocer las experiencias del desprecio, el sufrimiento y el castigo. El racismo, el machismo, la violencia estatal en sus distintas manifestaciones, la estigmatización son poderosas fuerzas sociales que deben ser estudiadas en sus cruces reales. A eso hay que agregarle la indagación de las variadas formas de victimización y las complejas tramas de las subjetividades de las víctimas, sin dejar de lado las tramitaciones de los duelos. Estas bases de experiencias tienen que servir para ubicar los sustentos del odio y la venganza, la indignación y la rabia, los miedos y las inseguridades. Ninguna de estas emociones negativas funciona aislada, ni nace del aire o del acaso, pero es cierto que cada una tiene su especificidad. Como corolario, es clave también explorar las raíces de la desconfianza y el distanciamiento institucional.
Por contraste, y en medio de arraigados procesos de privatización de la vida, los cambios sociales en curso no deben impedir una ponderación más atenta de las fortalezas y los puntos de apoyo. La solidaridad, el reconocimiento, el respeto, la empatía y la simpatía son fuerzas igualmente gravitantes para aquilatar los límites y las resistencias de las esperanzas colectivas. Conocer cómo es la dinámica conflictiva de la ecuación emocional de las sociedades actuales ayudará a entender los desplazamientos y las legitimidades de los nuevos dispositivos de gobierno de los individuos.
En plena confusión, en donde los avances son retrocesos y viceversa, sumergirse en las tramas morales y en las subjetividades sociales de época puede aportar algo de claridad. La llamada crítica genealógica, como la que funda una buena parte de los trabajos de Michel Foucault y que señala cómo los ideales normativos devienen en prácticas que aseguran la dominación, tiene que poder combinarse con una crítica de carácter reconstructivo, es decir, que sea capaz de encontrar en las instituciones, las personas y las prácticas los propios ideales normativos que asienten nuevos proyectos. No solo estamos ante una inquietud intelectual, o ante un mero programa académico interdisciplinar, sino más bien ante una auténtica necesidad política.





