El Carnaval 2025 dejó con mal sabor de boca a Alimentos Centenario. Uno de los conjuntos a los que daba apoyo comercial, La Gran Muñeca, incluyó unos versos sobre el genocidio en la Franja de Gaza que irritaron a la empresa: «Tantas son las personas/ Entre el mar y desierto/ Hoy en la Franja de Gaza/ Cárcel a cielo abierto/ En Palestina sufre un pueblo acorralado/ Los quieren borrar del mapa/ Pero la siguen peleando».
Los versos provocaron primero el rechazo de la B’nai B’rith, que acusó a la murga de un acto de antisemitismo, y luego que Alimentos Centenario retirara su apoyo al conjunto: «Ante los hechos ocurridos recientemente en las presentaciones de murga La Gran Muñeca, que han generado una controversia vinculada a expresiones de antisemitismo, hemos decidido poner fin a nuestro vínculo de patrocinio con dicho conjunto», decía el texto enviado a la murga por Alimentos Centenario, firmado por Alejandro Goldwasser, su director general. Luego, intimaba al conjunto a resarcir la mercadería que había retirado: el apoyo era un canje por chorizos y hamburguesas que se vendieron en los festivales que hizo la murga para juntar fondos.
De cara a un nuevo Carnaval, Centenario prefirió curarse en salud y preparó un comunicado para todos los conjuntos que se acercaran a pedir apoyo. Allí solicitaban «conocer los ejes temáticos o el enfoque general del guion [sic] que presentarán este año. Nuestro interés es asegurar que los contenidos que apoyemos promuevan valores de inclusión y respeto, evitando mensajes que puedan ser interpretados como discriminatorios hacia cualquier comunidad», sostenían, poniendo especial atención en «expresiones que puedan vincularse con el antisemitismo, con la demonización del Estado de Israel y el conflicto con Gaza».
En declaraciones a MVD Noticias, Myriam Bertolini, del Sindicato Único de Carnavaleras y Carnavaleros del Uruguay, rechazó «absolutamente cualquier tipo de censura», y agregó: «Me remonto a los años de la dictadura, cuando había que decir las cosas con otras palabras porque si no, se los bajaba del escenario y terminaban todos detenidos».
Las redes explotaron en el mismo sentido e incluso Mocchi, cantante uruguayo actualmente radicado en Argentina, posteó un video en su Instagram con la leyenda «Se llama GENOCIDIO y la empresa no nos interesa». «Yo, que no soy una empresa y lejos estoy de poder hacer un aporte gigante, decido darle 1.000 dólares al conjunto, a los conjuntos que nombren con conciencia, humildad y respeto a la Franja de Gaza. Porque no somos indiferentes y no está bueno que esta pulseada de la guita logre sacar algunos temas que son importantes», aseguró mirando a cámara. Luego daba un correo electrónico e invitaba a los conjuntos a escribirle contando de qué forma Palestina estaría presente en el espectáculo.
Es momento de separar el papel picado de las serpentinas. Ninguna empresa tiene obligación de colaborar con el Carnaval. Ninguna marca tiene por qué asociar su imagen con discursos que no comparte. Tampoco ninguna persona: un hincha de Waston no va a pasear con la camiseta de Las Bóvedas por la Ciudad Vieja. Pero establecer como condición para dar apoyo económico que se excluya cualquier tema y hacerlo público y explícito se parece mucho más a un acto de presión que a una negociación de buena fe.
Visto desde ese lugar, la actitud de Centenario huele rancia, pero aun así no constituye un acto de censura: de ninguna manera impide, ni podrá hacerlo, que los conjuntos canten lo que tengan ganas de cantar. Emparentarlo con los episodios de detenciones y mordazas de la dictadura es, cuando menos, disparatado. Aquellos arriesgaban mucho para intentar decir algo, y la consecuencia no era tener el mediotanque vacío.
Luego está la propuesta de Mocchi. Surge de una buena intención: si amedrentan a los conjuntos por esta vía, da su apoyo para que la presión no surta efecto. Pero, al final del día, se parece demasiado a lo que busca combatir: unos ofrecen dinero y lo condicionan a que no se hable, otros lo condicionan a que sí.
Para graficarlo desde el absurdo: Centenario dice que no da dinero, Mocchi que sí, entonces Centenario ofrece el doble para los que no hablen, Mocchi el triple, y vengo yo y ofrezco cuatro veces más para que se incluyan unas cuartetas de elegía a Jair Bolsonaro. Para cada uno, su causa es la más noble y los equivocados son los otros, pero todos hacemos lo mismo. Y todos permeados por la misma lógica de mercado, en la que el dinero compra el silencio o la libertad de decir porque el billete manda.
En teoría, el espíritu del Carnaval pasa por la subversión del orden: el pobre burlándose del rico, el débil del poderoso, el canillita del político; se ríe de las viejas que están de plantón mientras una pareja calienta silla, de la comisión que pide una moneda y del que mira la fiesta de garrón, aunque no puso un peso. Se trata de divertirse aunque moleste, o incluso buscando irritar. Pero de un tiempo a esta parte eso ha cambiado. Distintos colectivos, actores sociales y políticos les exigen a los conjuntos un humor que no incomode, que no sea guarro, que no sea degenerado, que no ofenda, so pena de cancelarlos, de excluirlos de la fiesta. Eso, también nacido de las más nobles intenciones, sí se parece mucho a la censura.
En su video, Mocchi deja planteado un debate muy interesante: «Después tendremos que discutir por qué dependemos de empresas para llevar un espectáculo». Guillermo Lamolle, director de la murga La Gran Siete, escribió un posteo en Facebook en el que aseguró que los carnavaleros tienen algo de culpa en todo esto: «¿En qué? En haber generado un Carnaval en que los conjuntos necesitan, sí o sí, numerosos y cuantiosos apoyos para existir. Un Carnaval caro, donde las figuras cobran muy bien, los trajes salen decenas de miles de dólares, etcétera, y el “nivel” de los conjuntos es muchas veces juzgado por cuánto gastaron».
Tal vez, mientras se sacan el maquillaje, los carnavaleros puedan empezar a pensar en una fiesta en la que un vestuario pueda ser más ingenioso que costoso, plantear un reglamento que privilegie el espíritu de un espectáculo por sobre la perfección de su ejecución, en el que desafinar una nota no pese más que una cuarteta que haga reír a todo un tablado. En definitiva, discutir si el dinero y las opiniones remilgadas deben mantener su poder o si es mejor recuperar la libertad de divertir e incomodar, aunque se queden sin chorizos.



