En Terror y miserias del Tercer Reich el dramaturgo Bertolt Brecht propone un puñado de relatos destinados a brindar una imagen contundente de lo que paso a paso iba sucediendo en la Alemania de Hitler antes de desencadenarse la Segunda Guerra Mundial. Detalles acerca de la carestía de vida que sufría buena parte de la población, más allá de las pregonadas ayudas invernales que algunos recibían, el culto a la personalidad de un gobernante que ponía en aprietos a todo el que osase emitir alguna crítica sobre el régimen, el temor de los ciudadanos a ser malinterpretados y luego delatados por quien escuchase comentarios que podrían interpretarse como disonantes con respecto a las directivas estatales, el sentimiento de peligro que crecía en los judíos, cuyas actividades y posesiones se volvían objetos de discusión a extremos que ya nadie parecía contener, y el creciente número de ingresos a la milicia de los muy jóvenes, atraídos por los coreográficos despliegues del ejército nazi, se reflejan y crecen hasta dar a entender que, en el propio ascenso y el pleno apogeo del Tercer Reich se encontraban ya los síntomas indiscutibles de todos los males que lo conducirían a las fases finales de caída y destrucción. Tales los textos a los que acude el argentino Rubén Szuchmacher para llevar a escena estas “historias abominables” llamadas a revivir un proceso cuya puesta incorpora, además de las casi infaltables pausas musicales del teatro brechtiano, fotos y material filmado encargados también de comentar lo que se desarrolla ante el espectador.
Un nutrido elenco en el que asoma gente de la solvencia de Myriam Gleijer, Walter Rey, Till Silva, Anael Bazterrica, Alicia Alfonso, Bernardo Trías, Elizabeth Vignoli y Pablo Robles, entre otros, un trío de músicos en escena y los despliegues de vestuario y escenografía que justifiquen la utilización de una gran sala, se dan cita en el espectáculo. Sin embargo, a pesar de todo lo que involucra en fondo y forma, éste pierde fuerza a poco de comenzado, se desdibuja hasta caer en una monotonía y cierta confusión que el autor, habida cuenta de su apego a los dictados del distanciamiento que imponía para que la platea no olvidase que asistía a una representación, no aprobaría. No impresiona entonces como inspirada la decisión de Szuchmacher de reducir las dimensiones del amplio escenario, al que hubiera podido dividir para dar lugar a las respectivas historias sin necesidad de hacer que los actores entrasen y saliesen todo el tiempo con innecesario número de sillas y mesas que al final contribuyen a que cueste reconocer cuál es el relato que prosigue en una mezcla donde las mismas canciones –al ser interpretadas en alemán– interrumpen un desarrollo que parecería exigir se las escuchase solamente como elementos de una banda sonora no protagónica. Las escasas oportunidades que tienen los componentes del elenco para matizar los tonos de los personajes que les tocan en suerte añaden asimismo un peso en contra de un trabajo en medio del cual aciertos como el ruido de la lluvia producido por el golpeteo que los actores hacen con sus manos sobre las piernas o el par de secuencias ilustrativas en las que asoma todo el mundo pronto se diluyen frente a la –¿inexplicable?, ¿injustificada?– arremetida de recursos que no funcionan.
El Galpón, sala César Campodónico, sábado 23.