Es uno de los grandes maestros de la animación actual, además de ser un cineasta que abrió caminos y logró llamar la atención internacional sobre la animación francesa, gracias a su gran éxito Kirikou y la hechicera (1998). De paso por Uruguay para presentar su último largometraje, tuvo una agradable charla con Brecha,* en la que se explayó sobre su pasión por el género.
La entrevista fue retrasándose. Agendada originalmente para la noche del domingo a las 20 horas, tuvo que demorarse un par de horas más, porque el taller que Ocelot tuvo en la Casa de la Cultura de Maldonado, en el que animó pájaros de papel sobre las ventanas junto a los niños del lugar, se había retrasado. El temor de este cronista era que el maestro (de 70 años) llegara demasiado cansado al hotel, sin ánimos de conversar o dar entrevistas. Pero la idea era infundada. Sonriente y entusiasta, el hombre traía consigo energía para rato y muchas ganas de charlar sobre su trabajo, de cine en general, y sobre las obstinadas luchas a brazo partido que debió dar para conservar ante productores y distribuidores su independencia creativa.
Además de ser un animador de primer nivel, Ocelot ha desarrollado un estilo propio reconocible y personal, la animación artesanal de figuras recortadas sobre fondos luminosos, que utilizó para varias de sus películas. Además de Kirikou…, la película que lo dio a conocer, entre sus mejores obras se cuentan la fantástica Azur y Asmar (2006), y los cautivantes compilados de cuentos Príncipes y princesas (2000), Dragones y princesas (2010) y Les contes de la nuit (2011), que lo delatan como gran amante de los cuentos exóticos y clásicos.
—Pasaste tu infancia en Guinea, ¿que hacían tus padres allí?
—Fueron como educadores, les gustaba descubrir otros lugares y otras culturas, y viajaban por el mundo.
—¿Se fueron con el cambio de gobierno?
—No, cuando los hijos crecimos y tuvimos que empezar el secundario volvimos para Francia para que pudiésemos seguir con los estudios. No había liceos en Guinea. Fueron los últimos años de la colonia francesa, los años cincuenta; existía una escuela de la República Francesa, y los blancos mandaban a sus hijos a esa escuela religiosa y no a la escuela pública. Pero mis padres decidieron que nosotros, mi hermano y yo, teníamos que ir a la escuela normal, como todo el mundo.
—¿Eran los únicos blancos en esa escuela?
—Al principio sí. Pero de a poco empezaron a ir llegando otros.
—¿Nunca fueron discriminados precisamente por ser los únicos niños blancos?
—Esas cosas no existían. No había problema alguno, nunca tuvimos ni la menor sospecha de que pudiera haber discriminación. Años después, cuando supe del apartheid, de la segregación en Estados Unidos con ómnibus para negros y blancos, de los baños separados, no daba crédito a esos temas, me parecían una cosa surrealista.
—Después de que ustedes se volvieron a Francia, en Guinea hubo una dictadura terrible. ¿Volviste a saber de tus compañeros de clase?
—No volví a saber nada de ellos, pero probablemente hayan sido secuestrados, torturados y asesinados. Ahmed Sékou Touré, el dictador que se instaló con la independencia, eliminó a todas las personas que tenían cierta educación. Nunca más quise volver a ese país.
—¿Fue en África que conociste el cine?
—Sí, en la casa de un amigo de mis padres hubo una pequeña reunión nocturna, pusieron una sábana en la pared, y trajeron un proyector de 16 mm. Me acuerdo clarísimo de esa noche agradable en un jardín abierto, de la luz muy intensa que se proyectaba, y ese traqueteo tan particular. Proyectaron una película que yo nunca olvidé, una animación checoslovaca, dirigida por una brillante mujer que hoy nadie recuerda, Hermina Tyrlova; ella había trabajado junto a Karel Zeman, gran animador, pero sé que Zeman en determinado momento dejó de quererla a su lado. El corto se llamaba La rebelión de los juguetes.
—Puede verse en Youtube ese corto…
—¡Ah! ¿Lo viste?
—Sí, es sobre un oficial nazi que irrumpe en una casa y los juguetes empiezan a atacarlo…
—¡Es el primer Toy Story! Pero mucho mejor, porque en Toy Story se ve que no son juguetes de verdad, sino una imagen digital. Pero en este corto, ¡los juguetes se veían como los míos! Era absolutamente mágico, los avioncitos hacían girar sus hélices y volaban por la habitación…
—Qué curioso que la primera película que viste haya sido justamente una animación…
—Sí, creo que sí. Me contaron mis padres que en esa época también me llevaron a ver Pinocho, en Francia, y me dijeron que me había puesto a llorar en la sala. En realidad no sé si fue antes o después de esa experiencia en el jardín, pero cuando me preguntan cuál fue la primera película que me gustó me niego a decir que fue una de Disney (risas). Lo que me gustó mucho de Pinocho son los pequeños detalles, las pequeñas cosas que aún hoy me seducen, como que Pepe Grillo se acostara a dormir en una cajita de fósforos y se tapara cerrándola como si fuera una frazada.
—Las sombras recortadas son tu marca característica, podemos decir un rasgo autoral que es reconocido de inmediato. ¿Cuándo te definiste por este estilo?
—Lo que la gente cree que es mi estilo es algo que simplemente desarrollé por carencias económicas. Los papeles cortados, las figuras articuladas son el medio más barato de todos para hacer animación. Durante mucho tiempo estuve sin trabajo y tuve que hacer talleres para niños. En un momento me fui a Dinamarca, a Odense, la ciudad natal de Hans Christian Andersen, y di un taller allí; utilicé con los niños diferentes técnicas, y encontré que las siluetas eran muy buenas para ellos. Yo había estudiado el estilo de la animadora alemana Lotte Rainiger, sus películas tienen un encanto arcaico que me interesó especialmente. Cambiando de técnicas en esos talleres descubrí que las siluetas eran lo más accesible para todo el mundo, en una semana los niños hicieron trabajos increíbles. Con las otras técnicas salieron cosas bastante desastrosas, pero lo que surgió con las siluetas fue sorprendente, parecía un trabajo definido, realmente profesional. Cuando tuve que mostrar los resultados finales, esos fragmentos me salvaron el taller. Y gracias a “los niños de Andersen” yo encontré una forma para desarrollar mi trabajo artístico.
—La constante en todas tus películas es recoger historias ancestrales de diversas proveniencias (África principalmente, pero también de Oriente Medio, América, el Caribe, el Tibet, Egipto, Japón), ¿qué es lo que te tiene que interesar para que te fijes en una de estas historias?
—Siempre hay un costado moral, yo creo en la moral y además todo el mundo cree en la moral. A los mentirosos no les gusta la mentira, a los asesinos no les gusta el asesinato, los ladrones no quieren ser ladrones. Esas personas tienen principios morales muy próximos a los nuestros; la moral está siempre a la moda, y un hombre que lucha contra la moral es en el fondo un tipo profundamente moral, porque en definitiva lucha contra la hipocresía. Yo no tengo miedo de mostrar la gente honesta que no come nunca, gente generosa como Kirikou. Además me gustan las historias positivas, pero no pretendo plantear una ayuda ética o moral. En mis cuentos busco siempre que haya una idea que me sorprenda pero no que justifique mi vida y mi accionar. Necesito que haya una sorpresa, y que por detrás de esa sorpresa exista una lógica, un mecanismo que haga pensar.
—En la preparación previa a uno de los cuentos en Les contes de la nuit, uno de los personajes que está orquestando la historia dice: “¡Pero este cuento es muy inmoral, vamos a tener que cambiarle el final!”. ¿Qué había en la historia original que te disgustara?
—Ah, era la historia de la serpiente de Ouagadougou; en una antigua civilización le dan de comer las mujeres más hermosas del poblado a un monstruo, y el monstruo a cambio les provee inmensas cantidades de oro. Viven en una ciudad construida con oro. En el cuento clásico el muchacho mata al monstruo y salva a la muchacha, pero finalmente la profecía se cumple, y la ciudad se derrumba. Me gustaba el cuento pero me parecía que el final era muy desagradable, la moral iba por el lado de sacrificar a la chica y quedarse con el oro, entonces yo opté por agregarle una reflexión final, y una revuelta contra el dictador que sustentaba esas ideas.
—En Príncipes y princesas y en Les contes de la nuit presenciamos la preparación de los cuentos, con personajes que discuten qué características tendrían que tener antes de que los veamos. ¿Querías plantear una aproximación a lo que es el proceso creativo?
—Hubo dos razones para hacer esos prólogos. La primera es que traté de ganarme la vida: antes de empezar con Les contes de la nuit hacía cortometrajes y no había mercado para ellos, sabía que había sí un mercado en la televisión, pero yo lo detestaba. Entonces decidí hacer cortometrajes de autor, pero les hice un formato que me permitiera hacerlos pasar como series de televisión, con estos prólogos que tenían los requisitos de una serie televisiva: eran personajes reconocibles que, en un mismo fondo, se repetían cortometraje a cortometraje y lo comentaban adelantando la historia que iban a contar. El otro aspecto es que me gusta compartir el proceso productivo, planteando cómo es que se va haciendo cine. La investigación previa, el diseño de personajes y escenas. Creo que es una forma de incentivar la creación, acercar a los jóvenes a este proceso maravilloso. Es más interesante hacer una película que mirarla, y me gusta mostrar las cosas que me interesan e inspirar a las nuevas generaciones para que hagan cosas.
—Alguna vez dijiste que hacer una película de animación es como dirigir un sueño. ¿Pensás a tus películas como sueños?
—¿Yo dije eso? Suena bien, pero dudo que sea mío… En realidad no, para nada. Yo sé soñar pero me gusta la realidad, la actividad, la creación. El sueño solo no me interesa, quiero blandir la realidad. Puedo inventar historias pero no soy un soñador, tengo una esencia crítica y necesito crear para bien. La materia de los sueños no me interesa.
—¿Fue muy complicado dar el salto al largometraje?
—Cuando yo empecé a hacer mi película nadie creía que un filme de animación francés pudiera ser un éxito. Me costó mucho encontrar financiación y conseguir un distribuidor, y cuando finalmente lo obtuve fue un suceso casi milagroso. Me decían que a nadie le interesaba ver una animación francesa, que a nadie le interesaba el África, y que la película no se iba a exhibir porque se veían senos. Pero se pudo dar la lucha y después de Kirikou y la hechicera empezaron a salir muchos otros largometrajes de animación.
—Fuiste el primero en hacer una animación con héroes negros, y puede decirse que tu cine va bastante a contramano de lo que suele verse frecuentemente en las pantallas. ¿Obtuviste grandes resistencias culturales a tu estilo?
—Cuando estaba filmando la primera de las Kirikou al principio no tuve problemas, pero a medida que la película avanzaba los productores empezaron a manifestar cierto miedo por la desnudez de los personajes. Fue un combate difícil durante mucho tiempo, y básicamente luché contra los calzoncillos y los sutienes. Fue una lucha absurda, porque yo sabía que mi filme era puro y que no había ninguna razón lógica para vestir a mis personajes; sabía que a la gente le iba a gustar así como era. África no siente vergüenza de tener un cuerpo. Ese es un gran mensaje que tiene para darnos el continente y sus historias. Si yo les ponía calzoncillos a Kirikou y sutienes a la madre y a la hechicera Karabá, la película se iba a convertir en una porquería televisiva. Estaba ambientando mi película en una pequeña villa africana del siglo II, y no iba a cambiar las reglas…
—Debo admitir que vi hace poco tu última película, Kirikou y los hombres y las mujeres, y la verdad es que me resultó un poquito chocante que los personajes estén desnudos todo el tiempo. Quiero preguntarte cómo es posible que aún hoy nos sorprenda algo tan simple como la desnudez.
—De parte de los niños yo no veo ningún rechazo a la desnudez, lo toman como lo más natural del mundo. El problema son los adultos, en la civilización occidental el cuerpo es pecado, y hay que taparlo.
—Tuviste mucha resistencia en Estados Unidos.
—Sí, ¡los anglófonos le tienen miedo a los senos! Cuando Kirikou empezó a distribuirse hablaban muchísimo de los senos de las mujeres y prácticamente nada del pito del protagonista, que también puede verse. Llama la atención, porque el pene es el sexo, pero los senos no. En Estados Unidos prácticamente no se dio Kirikou, sólo en pequeñas comunidades culturales. Cuando presenté Azur y Asmar en Cannes tuve una reunión con un par de periodistas estadounidenses por separado y los dos me preguntaban si aceptaría suprimirle la primera escena a la película para poder distribuir la película en Estados Unidos. Yo no entendía nada, pensé que la película se podría pasar perfectamente en Estados Unidos, porque todos los personajes están muy vestidos. Pero uno de los periodistas incluso llegó a decirme que Azur y Asmar era prácticamente un desafío de Francia a Estados Unidos. La escena en cuestión es simplemente una nodriza dándole el pecho a dos bebés. En fin, que se veían un poquito los senos. Y esa fue la razón de tanto escándalo.
—¿Te gusta la animación mainstream actual?
—No. Soy muy exigente y como espectador de animación mi gran pasión es, cuando voy a un festival, buscar los cortometrajes, que son lo que normalmente me gusta más. La animación americana está bien hecha, pero no me conmueve. Veo esas películas como una fabricación para homogeneizar y algo concebido como medio para hacer mucho dinero. Me gustan las películas personales, en las que hay un artista detrás, y no un mercader. Estas películas norteamericanas se me hacen tan mecánicas que no siento el ser humano detrás, no les encuentro el corazón.
—¿En el cine de animación actual dónde dirías que hay corazón?
—Una película que me gustó muchísimo es Persepolis de la iraní Marjane Satrapi; está excelentemente concebida, y me cautivó la honestidad de su técnica. Simple, sin color, y dice sólo lo que hay que decir, ni más ni menos. Mi tipo de animación es bastante diferente del de Satrapi, y ella tiene mucho mejor humor que yo. Y quizá la gran diferencia entre ella y yo es que yo le escapé a cosas terribles que ella vivió en persona.
—¿Te gusta Hayao Miyazaki?
—Sí, por supuesto. Me gustan Miyazaki e Isao Takahata, los dos son grandes autores. Son hombres honestos y hacen lo que quieren hacer, sin nunca haber tenido el éxito asegurado. Hicieron la mayoría de sus películas en una época en que estaba de moda la animación norteamericana pero no la japonesa, y ellos comenzaron una actividad extraordinaria que cambió para siempre a la animación de su país. El camino que yo abrí en Francia a partir de Kirikou ellos lograron hacerlo con mayor éxito. Takahata tiene un perfil más bajo, pero yo creo que es de los clásicos que van a durar, y me siento más cerca de él que de Miyazaki. Takahata tiene una película que se vio muy poco que es increíble, y que es lo más anticomercial que pueda imaginarse. Se llama Goshu, el violonchelista, y se centra en una anécdota impensable: la historia de un tipo que es un músico mediocre, y que a lo largo de la película va aprendiendo a tocar mejor; los animales cada tanto se le acercan y le dan consejos.
* Se agradece particularmente la colaboración de Ricardo Casas, quien ofició como traductor del francés para que esta entrevista pudiera tener lugar.