Entrar al taller de Octavio “Toto” Podestá tiene algo del hundimiento en un arco iris. Sonidos, formas y colores, junto al decir del artista, a la cadencia de su relato y su forma de ver el arte, conforman el sitio. Con sus ochenta y largos años y sus ojos de niño sorprendido, el escultor maravilla a quien lo trata.
—¿Cuándo empezó a hacer algo con las manos?
—Desde chico siempre estaba haciendo cosas en el fondo de mi casa, desde ranchitos hasta pequeños braseros con los que jugaban mis hermanas. Cuando estaba en la escuela, apareció un profesor de manualidades y nos pidió a los varones una lata de aceite o de duraznos. Con eso nos enseñó a hacer una regadera. Para mí era como haber ido a La Sorbona. Fue algo elemental de diez o quince días, pero son de esos toques que te despiertan algo adentro. Hasta el día de hoy, cuando agarro una lata, es como una deformación: la agarro desde arriba y la pestañeo.
Además, en el barrio había zapateros, herreros, carpinteros, y estaban la fábrica de corchos y la de pinceles. Mi abuelo tenía barraca y yo lo acompañaba en el reparto en jardinera; entonces, al pasar por el barrio, veía al herrero forjando, al talabartero armando los aperos para los caballos, y todo ese trabajo manual me fue marcando desde chico.
—¿Y cuando salió de la escuela?
—Fui al liceo nocturno porque trabajaba ocho horas. A mí me gustaba la arquitectura pero los profesores vieron que más bien agarraba para el lado de Bellas Artes. Un profesor me lo sugirió, lo pensé durante un año y al final dejé el liceo y fui. Allí me sentí como un pez en el agua. Hay que tener en cuenta que no es como ahora, que hay quinientos o seiscientos alumnos; en Escultura éramos ocho. Entablábamos un mano a mano con el profesor que a veces terminaba en el boliche. A veces el boliche era más lindo que las clases, porque los profesores comenzaban a contar sus viajes o sus experiencias en Europa.
—¿Qué profesor lo marcó durante su pasaje por Bellas Artes?
—Eduardo Yepes. Nos abrió un panorama muy grande. La Escuela se caracterizaba por hacer figuras. No salíamos de los desnudos y las cabezas. Cuando llegó él, todo cambió. Ya no había modelos y teníamos que imaginar las cosas.
—¿Conserva alguna obra de aquella época?
—No. Una vez Yepes dijo que las obras de las épocas de estudiante hay que hacerlas desaparecer. Cortar con eso. Conservo alguna de aquellas primeras obras como una referencia o porque para alguna de ellas posó un amigo.
—¿Cuándo se enfrentó a su primera obra?
—Mi primera obra, digamos, la emprendí cuando puse el taller. Cuando salís de la Escuela de Bellas Artes, en realidad no salís. Yo empecé a trabajar en mi taller y para algún trabajo en particular llamaba al profesor Juan Martín. Él me decía: “Yo ya te enseñé todo lo que te tenía que enseñar, así que ahora a tu taller vengo a tomar un vino contigo y nada más. Para lo otro, arreglate como puedas”. Y así empecé mis primeras obras; siempre con influencias de algo o de alguien.
—¿Cómo es el proceso de creación de una obra? ¿Primero está la idea, o a partir de los materiales aparece el concepto y se desarrolla?
—El material siempre me lleva a la obra. Claro que también está el caso de cuando disponés de un lugar determinado y tenés que dibujar primero la estructura. Por lo general dibujo primero. Se puede partir de la cosa más insólita para llegar a la obra, o para no llegar. Mirá, una vez hice una Virgen (fue durante la época de Yepes, cuando hice muchas vírgenes) en bronce. Vino una familia de mucho dinero y muy católica. La compraron y me pidieron si no la podía hacer más grande porque la querían poner en el jardín. Yo estaba muy contento con el encargo. Cuando la había hecho en barro, llamé al hombre para que viera cómo iba quedando en el proceso. Empecé a ver que la miraba y la miraba. Me dijo: “Podestá, le voy a decir una cosa, no se ofenda, pero no me da la sensación de virgen, me parece una geisha”.
—¿Y cómo se llega a los temas, los motivos?
—Eso va apareciendo. Yo considero que la obra es antes que nada una escultura y que cada uno la puede ver a su manera, no con los ojos que yo la vi. Me interesa que la obra sea vista por el lenguaje de la escultura y no por la anécdota. Si bien todas las esculturas tienen título, ahora, cuando hago una exposición no les pongo el nombre, sólo un número para identificarlas. Es que el nombre condiciona mucho la contemplación, y lo que yo veo como un calabozo, otro lo ve como una caja de música.
—Hábleme de su escultura que está en el frente del Banco Central, sobre la calle Uruguay.
—Yo había ganado el premio Figari con esa obra, y un director del banco la colocó en un depósito. Cuando asumió otro director, me llamó medio de apuro para instalarla en el frente. La obra había que ubicarla en un canterito de mierda, donde había unos pensamientos plantados. Estaban el ingeniero, el arquitecto, el contador, el gerente general y ocho obreros para participar en el trabajo. Lo curioso fue que para no dañar los pensamientos cortaron dos tablones de pino Brasil, altísimos, que valían cuarenta veces más que los pensamientos, para ubicar la obra sobre ellos.
—¿Qué pasa con la obra cuando queda instalada en un espacio público, como ese del Banco Central? ¿Alguien le hace algún tipo de mantenimiento?
—En el caso de esa escultura se hizo todo mal. Les propuse que le pidieran al herrero que le hiciera una base para protegerla de la humedad pero me dijeron que no, que se encarecía. Además, el color iba a ser metalizado y le dieron una mano de pintura cualquiera. Ahora abajo se está picando toda.
—Hace poco el edificio del Seccional 20 del Partido Comunista fue declarado patrimonio histórico. La puerta la hizo usted.
—Sí. La puerta esa era de color hierro oxidado. Un día una ex alumna me trajo una foto de la puerta pintada de color amarillo. Resulta que la había pintado el portero porque le había sobrado pintura de la claraboya.
—Su puerta tuvo varias intervenciones. Recuerdo haberla visto en rojo y en verde, también. Se ve que cada encargado de mantenimiento que venía le hacía alguna intervención, la pintaba del color que quería.
—Eso pasa, lamentablemente. Mirá, en el Crandon había como diez esculturas mías, prestadas, que estuvieron allí durante años. Un día viene mi hijo y me pregunta: “¿Vos hiciste pintar una escultura que está allí? Porque le pusieron un color rojo que se ve desde el Palacio Legislativo”. Fui a ver y resulta que como habían pintado todas las papeleras, aprovecharon y de paso pintaron mi obra. En la Universidad Católica, donde también hay obras mías, las cuidan, pero de repente tienen un color verde que les sobra, y aunque la obra sea azul, le encajan verde. O las corren de lugar. Por ejemplo, la que está en el sodre fue ubicada al frente. Ahora la corrieron y está debajo de una escalera.
—¿Todas esas obras que menciona están en carácter de préstamo?
—Sí. Nadie te compra nada, ni siquiera te lo insinúan. Mirá, me pasó que hace poco presté unas obras para la ort, que hace años me venían pidiendo. Al poco tiempo me mandaron una bolsa con algunas botellas y sardinas en conserva.
—Insisto con el tema del préstamo de las obras. ¿Se hace un acuerdo escrito entre el artista y la institución? ¿Qué pasa si alguien se roba una obra?
—Nada. Ellos se lavan las manos. Una vez, en el Comedor Estudiantil, frente al Estadio, un lugar muy lindo, un muchacho me invitó a hacer una exposición. Mis obras estuvieron expuestas durante un mes, y entonces me llama el director para pedirme si podía dejarlas un tiempo más. Estuvieron como seis meses más, y un día paso por el lugar, miro, y veo que de la mitad para abajo estaban todas oxidadas. El tema es que baldeaban el piso. Me calenté y ese mismo día llamé a un camión. Cuando fuimos a cargar las obras, veo que a una le faltaba un pedazo (eran tres troncos unidos por un eje). Le pregunté al portero si sabía algo, y me dijo: “Ahí, donde están los casilleros de Coca-Cola, hay un tronco. Yo qué sé”. Fuimos y allí estaba la parte de la obra que faltaba.
—Es como el dominio de los brutos…
—No sé si son brutos, mirá. Con Nancy Bacelo me pasó lo mismo y era una exquisita persona. Me pidió varias obras para la feria, y un día voy y las veo metidas en la fuente, sumergidas en el agua. Le digo: “Poneles cuatro bloques abajo, aunque sea”. Cuando terminó la feria me las trajeron en un camión de Coca-Cola, atadas, porque aprovechaban el flete que era gratis. Otra vez le presté unas obras al Hospital de Clínicas. Había una que era toda negra, que yo había quemado, con unos clavos metidos a lo largo. Cuando me la mandaron de vuelta me la trajeron en una camilla, porque no tenían camión para transportarla.
—Una vez fui al Centro Pedro Visca, de la Facultad de Economía, donde había varias esculturas suyas. Empecé a mirarlas hasta que llegué a la última, que estaba entre la fotocopiadora y la cantina. Su escultura tenía un montón de sacos colgados y varios vasitos de café apoyados encima.
—Sí. Un día que fui a retirar una obra de allí, me encontré con que le habían atado una bicicleta con un candado. Fui a decirle al portero que hiciera algo, que yo estaba con el camión y los peones que había contratado, esperando. Y el hombre me dice: “¿Qué quiere que haga? Son cinco mil alumnos…”.
—A Walter Tournier le pasó algo parecido el año pasado en Canelones. Hizo una exposición sobre Selkirk, que incluía el barco original de la película. Como es muy amigo del intendente Marcos Carámbula, le pidió un espacio en un galpón municipal para guardar el barco. Y un artesano local cortó una de las partes del barco para hacer un carro alegórico.
—Lamentable. A mi escultura que está detrás de la Intendencia, por la calle Soriano, le pusieron un juego de niños al lado. Le pregunté a la arquitecta si no se podía llevar para otro lado…
—¿Quién decide esas cosas? ¿No debería tener alguna mínima noción estética?
—Mirá, la Intendencia llamó a concurso para hacer una escultura de Zitarrosa y otra de Gardel, que quieren poner en la Peatonal Sarandí para que la gente se saque fotos. Las bases dicen que Gardel debe estar agarrado a un farol y Zitarrosa debe estar de cuerpo entero, tocando la guitarra y con el pie sobre un banquito mientras toca.
—Y si algo no hacía Zitarrosa, salvo en el inicio de su carrera, era tocar la guitarra. Habría que ver cómo van a hacer su escultura cuando lo homenajee la Intendencia en el futuro…
—Seguramente con una soldadora eléctrica al lado y mirando un electrodo.
—¿Cómo convive la creación artística con la cuestión más material, digamos: las ventas de obras, el traslado, la coordinación de exposiciones y pagar las cuentas?
—Mi esposa y yo nunca fuimos de acumular dinero ni de preocuparnos por eso. Tuve una camioneta Willis como por cuarenta años. Cuando mi suegro edificó acá, mi suegra se preocupó por dónde iba a poner el taller.
—¿Tu suegra?
—Sí. Es que yo he tenido tres mujeres en mi vida: mi madre, mi esposa y mi suegra. Pero volviendo a tu pregunta, se puede decir que siempre estuve alrededor del arte, nunca tuve un empleo en otro ámbito. Fui empleado de Bellas Artes y con eso ayudé a hacer esta casa. Mi esposa trabajaba cosiendo. Así que del arte nunca pude vivir. Nunca.
—¿Por qué?
—No porque no hubiera querido, es que no tenía las condiciones para andar vendiendo mis obras. Si aparecía algo, genial, con esa plata arreglaba el calefón o una pared.
—Digamos, entonces, que nunca integró ese circuito que gira en torno a los pintores y escultores. El circuito de los museos, las instituciones, los marchantes…
—Sí, lo integré pero tarde. Ya era bastante mayor cuando entré en ese mundo de las galerías, de los reconocimientos. Aunque ante ese mundo tiendo a pensar como mi amigo el Flaco (Walter) Tournier, que puso todos los reconocimientos en las paredes del baño de la casa.
—¿Y cómo define el precio de una obra?
—Lo defino por el cariño que le tengo a la obra, más allá de que influya el valor de los materiales que empleé. Un amigo me decía que tenía que pedir por una obra un porcentaje por arriba del precio y que, en el momento de rebajar, debía mantener el precio original. No sé, nunca pude hacer eso. Cuando cerré un trato por una escultura para el frente de una casa, el cliente me dejó en el Centro y llamé por teléfono a mi esposa. “Hacé la valija que nos hacemos un viaje”, le dije.
—¿Así que vender una obra de arte es como vender un terreno o un auto?
—Sí, tiene algo de eso. Por eso a mí no me gusta vender acá, en mi taller. Además, la figura del marchante no existe en la escultura. Eso está más relacionado con la pintura, porque es lo que se compra más. El color está más cerca de la gente; se ve más que la forma.