Escribe: José Pablo Feinmann
Sería ingenuo no creer que el 11 de setiembre que el mundo recordará sea el de las Torres Gemelas, antes que el de Chile. El de las Torres tuvo una audiencia en simultáneo, un público atónito que asistía, en vivo y en directo, a uno de los acontecimientos más poderosos de la historia humana. No menos poderoso fue el de Chile, pero nos tenía más acostumbrados. Ignoro si se ha reflexionado sobre un punto: el acontecimiento de las Torres y el de Chile no sólo comparten la fecha, sino mucho más. El país de las Torres (el imperio) fue el causante directo del setiembre chileno. Chile nada tuvo que ver con la caída de las Torres. Pero Estados Unidos hizo el golpe de Pinochet, lo inventó a Pinochet y asesinó a Allende. Era parte de la política que se había permitido para manejar las cosas en eso que llaman su “patio trasero”.
Desde que llegó a la presidencia, Kennedy, que era un furioso anticomunista, advirtió que –durante el llamado período de la Guerra Fría– las acciones bélicas directas no tendrían lugar entre los dos bloques hegemónicos. El exceso de poderío bélico lo impedía. El terror nuclear recomendaba una cautela que los dos colosos observaron con prudencia. Las luchas, entonces, se dieron en otras latitudes. Kennedy concluyó que los soviéticos instrumentarían las guerras nacionalistas, las guerras de descolonización, para hacer de ellas guerras revolucionarias. Estaban ahí los ejemplos de Indochina y Argelia. En América Latina habían puesto su garra en Cuba, con esos barbudos que habían seducido y engañado a la cia diciéndose democráticos, y a los que la cia les creyó que apenas venían a voltear a ese sargento Fulgencio Batista. Decidieron aprender la lección: nunca más un Castro en América Latina. Porque Estados Unidos decía que no pretendía apropiarse del mundo como los soviéticos, pero en verdad ya casi lo dominaba, o esa era su meta. Por ejemplo: “Los países latinoamericanos tenían libertad para elegir sus gobiernos mientras no fuesen comunistas o nacionalistas y no amenazasen los intereses económicos, políticos y estratégicos de Estados Unidos. Con justa razón, el profesor Chalmers Johnson consideró que había más simetría entre las políticas de la Unión Soviética y de Estados Unidos de lo que los estadounidenses deseaban reconocer. Si en el transcurso de la Guerra Fría la Unión Soviética intervino manu militari en Alemania Oriental (1953), Hungría (1957) y Checoslovaquia (1968), Estados Unidos articuló el golpe en Irán (1953), la invasión de Guatemala (1954) y de Cuba (1961), ocupó militarmente la República Dominicana (1965) e intervino en Corea (1950) y en Vietnam (donde sustentó dictaduras y mató a un número más grande de personas que la Unión Soviética en sus exitosas intervenciones” (Chalmers Johnson citado por Luis Alberto Moniz Bandera en su notable ensayo La formación del imperio americano).
En una comparación inevitablemente odiosa y desagradable, posiblemente la cia sea y haya sido una organización más cruel, más asesina y, sobre todo, más responsable de la llegada de regímenes genocidas al poder que el kgb soviético. Medio mundo o más no diría esto, por la prepotencia, la supremacía que tienen los medios en la formación de la subjetividad de las personas. El cine, por ejemplo (gran herramienta de propaganda de Estados Unidos), siempre ha mostrado a un agente del kgb como alguien más siniestro que uno de la cia, que, con frecuencia, es el héroe de la película. Jack Ryan, sin ir más lejos, tuvo la pinta y el carisma de Harrison Ford. ¿Quién, en el kgb, podía competir con él?
En 1970 el socialista Salvador Allende gana de modo inobjetable las elecciones en Chile. Pese a que propone una “vía pacífica” –o una “vía democrática”– al socialismo, Richard Nixon lo odia desde el primer día. Y desde ese día se propone echarlo del gobierno. Aquí es necesario mencionar dos documentales formidables que deberían ser consultados: uno es casi una autobiografía de Robert McNamara y se titula La niebla de la guerra; el otro es una pequeña obra maestra de Christopher Hitchens, Los juicios de Henry Kissinger. En éste, Hitchens nos muestra la pasión que pone Kissinger en dejar contento a su jefe, Nixon, y demostrarle que se puede hacer con un país lo que Estados Unidos desee. No aún con Chile, porque Allende acaba de ganar muy limpiamente “y nosotros respetamos la democracia”. Nixon acepta este dogma, pero tiene claro que –en caso de llegar a imponer una dictadura– siempre es mejor una dictadura no-comunista que una comunista.
Seguramente compartían este criterio las empresas que le hicieron saber acerca de la gravedad del asunto: la itt, la Pepsi Cola y el Chase Manhattan Bank. Todas se comunicaron con el director de la cia, Richard Helms. También lo hizo Nixon, en una reunión relámpago: se sentó, tomó un vaso de agua, dijo un par de cosas y se fue. Destinó 10 millones de dólares para la tarea de desestabilizar al “hijo de puta” –así le decía–, pidió acción inmediata, dejar de lado al embajador, poner los mejores hombres en la tarea y en 48 horas deteriorar la economía.
Kissinger empezó la tarea. Ya, cierta vez, había dicho que no se le debía permitir a un país hacerse marxista sólo por “la irresponsabilidad de su gente”. Todo lo que sigue es más o menos conocido. Kissinger le encarga a la cia matar al comandante en jefe del Ejército chileno, el general René Schneider. Lo acribillan dentro de su auto. Luego se hace todo lo necesario para llegar al golpe de Pinochet, el 11 de setiembre de 1973. La economía ha sido devastada, la clase obrera ha perdido su cohesión, las conchetas chilenas hace días que salen a cacerolear y a pedir la caída de Allende. Pinochet, por fin, bombardea La Moneda. Allende muere resistiendo. Precisamente ese día el Senado confirma a Kissinger como secretario de Estado. Kissinger declara que Estados Unidos nada tiene que ver con el golpe de Chile.
Se cumplen 41 años del golpe contra Allende, el 11 de setiembre. Se cumplen trece años de la caída de las Torres, un 11 de setiembre. Se ha buscado de muchas maneras enjuiciar y arrestar a Kissinger, considerado por muchos “el más grande criminal de guerra vivo”. McNamara murió en julio de este año a los 93 años, en su cama, sereno. Hace un tiempo se consiguió llevar a juicio al verdugo de Allende. Por fin. Era, simbolismo que fue buscado, un 11 de setiembre. Pero era el 11 de setiembre de 2001. La audiencia se anuló. Sigue libre.
(Tomado de Página 12, por convenio. Brecha reproduce fragmentos.)