—Hay dos aspectos que sorprenden en la investigación. Uno es la idea de unas “derechas”, así, en plural; el otro es el período: se va una década hacia atrás para empezar a mirar la violencia política en Uruguay, generalmente asociada con el 68.
—Son como dos puntos de partida de la investigación y del libro. Voy a empezar por el segundo: la periodización. El libro, si bien hace una especie de filiación histórica y va para atrás, y trata de identificar familias políticas, ideológicas, de pensamiento, de acción, en realidad nace por una preocupación que tiene que ver con la crisis de los sesenta, la crisis de la violencia política y social de los sesenta. En el campo que yo integro, que estudia el pasado reciente en Uruguay, estamos muy acostumbrados a ver la crisis desde el 68, que es la dimensión política de la crisis, la última capa. Pero la crisis económica ya tenía diez años, y hay una crisis social que se hace sentir en la primera mitad de los sesenta, con la fuerza del movimiento sindical, el movimiento estudiantil, las izquierdas partidarias, las izquierdas armadas. Y en el 68 tenemos el pachequismo, y viene esta dimensión de crisis política; una especie de camino cada vez más fuerte de violencia política, institucional y social.
Estábamos muy acostumbrados a ver la crisis del 60 desde el 68, y sobre todo desde la violencia del Estado, que empieza a tener conductas represivas que trascienden lo que venía siendo su tradicional monopolio de la fuerza. Entonces una de las apuestas de la investigación era ampliar la periodización. Porque no cerraba. Por un lado tenemos una idea de unos años cincuenta muy poco estudiados, muy idealizados, tanto por la historiografía, el ensayo, como por el sentido común; esta idea del neobatllismo, de los altos índices de empleo, los altos índices de vida, que no es tan así, y después saltamos al 68. Y en el medio sabíamos que había unos colegiados con mayoría del Partido Nacional, pero me parece que la historiografía uruguaya, con excepciones, no se había detenido a pensar qué cosas se gestaron en este período, como para entender un poco ese corte abrupto. Por un lado la apuesta era atrasar la mirada y tratar de establecer un nexo entre eso y lo que vino después. Y por otro, prestarle atención a un actor político, un actor social, que estaba escasamente atendido, como eran estas derechas. La historiografía, el ensayo, la literatura testimonial, se han volcado más y se han centrado más en las izquierdas.
Y esto del plural, “derechas”…, uno de los objetivos era mapearlas, identificar quiénes eran, dónde estaban, a quiénes ponemos en estos casilleros de las derechas que abarcan un espectro muy amplio. Yo ahí planteo una gran división entre una derecha moderada o conservadora, que si se quiere arrastra la tradición del liberalismo conservador, en un contexto de Guerra Fría que es clave, y otra que es una extrema derecha, una derecha radical, violentista, insurreccional, que también es rastreable históricamente y también tiene un parangón a nivel internacional.
—Uno de los logros de la investigación es que usted prueba la existencia de un vínculo entre esas dos derechas.
—Hay una hipótesis, que se da en muchos contextos históricos, en distintos momentos, que plantea que cuando hay crisis esas derechas se juntan. Cuando hay una percepción de crisis que va en aumento y se transforma en una percepción de amenaza, estas derechas, que usualmente caminan por caminos paralelos, se convierten en aliadas. Y esto sucede aun cuando la derecha conservadora, que en general ha mantenido su hegemonía y ha gobernado, mira con bastante recelo a la extrema derecha, porque es violenta, es radical, es antisistema.
—Entre esas cosas que unen a estas derechas está el anticomunismo.
—Exactamente. El anticomunismo es un punto de unión. Para la derecha conservadora, representante del statu quo, metida en el Estado, con representantes en los partidos (Herrerismo, la lista 14, la Ubd), los “comunistas” son los estudiantes organizados, el movimiento sindical organizado, las izquierdas partidarias y las izquierdas armadas, que empiezan a ser vistas así, aunque quede claro que no lo son. Esta idea de que eso es el comunismo, que tiene que ver con desestabilizar el orden social, encuentra un punto de contacto con la extrema derecha. En realidad esta última es tan anticomunista como antiliberal; el comunismo es uno de sus enemigos. Pero es la que puede hacer ciertas acciones violentas. Y acá lo difícil de este período es que tampoco encontramos tantos actores tan puramente definidos. Porque, por ejemplo, se meten las agencias de seguridad del gobierno estadounidense, y algunos de los personajes que hacen acciones violentas son simples sicarios a sueldo y otros son de estas organizaciones; algunos están metidos en la Policía y otros no. Es como que cada uno aprovecha las ventajas que le da la situación. Como todos tienen algo que ganar, está esta complementariedad de los actores, que en momentos que no son de crisis caminan por carriles separados. Me parece que es lo rico de este tema y lo que explica las violencias de estas derechas.
—El contexto internacional es determinante en muchas de las acciones de estas derechas radicales.
—Muchas se explican por lo que está pasando en el contexto regional e internacional. No tiene tanto que ver con la realidad local. Estos grupos, como el Frente Estudiantil de Acción Nacionalista (Fedan), Montonera, terminan apareciendo en la investigación –yo un poco lo veo así– como el brazo uruguayo de Tacuara.1 El vínculo es muy estrecho: el juramento es el mismo, las acciones están coordinadas…, para mí fue un hallazgo de la investigación. Tienen toda esta dimensión internacional; las dos ramas de las derechas la tienen. Una con la dimensión capitalista de la Guerra Fría, la del alineamiento con Estados Unidos, donde las fronteras no son geográficas sino ideológicas, culturales. Y la otra está en un paralelo que también tiene un proyecto americanista que desconoce al Estado-nación uruguayo como tal. Son grupos que añoran un pasado utópico y postulan, en teoría, el regreso a un orden cristiano, autoritario e hispano. Interpretan el proceso histórico como un proceso trunco, en el que los estados liberales, los estados-nación del siglo XIX, rompen con un desarrollo supuestamente natural de una nación hispana. Esa lectura de la historia justifica los vínculos con movimientos políticos de Argentina y de toda América, como el Movimiento Joven América, que tienen en común la defensa del nacional-sindicalismo como doctrina.
Por eso me parece que una de las apuestas fuertes de la investigación es mostrar cómo influye este clima trasnacional, dejar en evidencia que por el contexto de la Guerra Fría, y por las características que tienen los actores involucrados, no podemos tener sólo una mirada de lo que está pasando en Uruguay concretamente, porque nos perdemos parte de la riqueza.
Son muy importantes los grandes programas culturales de la Guerra Fría; toda esa propaganda cultural que explica otras cosas a largo plazo, o por lo menos ayuda a entender por qué cuando llega el golpe la gente ya tiene la idea de que cualquiera puede ser un enemigo, los consensos silenciosos, las mayorías silenciosas; todo eso que circula, que se machaca, no dos, ni tres, sino 15 años antes. Sobre todo en localidades del Interior, tiene que haber ido entrando, permeando sectores desmovilizados, despolitizados. Todos aquellos editoriales de El País, La Mañana, El Plata, El Diario y de las publicaciones que salían en el Interior, y los actos de los “demócratas”. Si vos no tenés una cultura política, si pertenecés a sectores sin mucho capital cultural, todas estas cosas van generando temor, lugares comunes, y me parece que eso también explica por qué después los totalitarismos se meten con tanta fuerza. Porque es un sedimento de muy larga data. No me gusta dar saltos tan abruptos, pero sin duda si mirás los elencos políticos en el golpe del 73, o algunas iniciativas que salen entonces, como la de filiación democrática, ves una continuidad.2 Son asuntos que se intentaron en otros contextos, pero aún no estaba maduro el terreno.
Por eso a mí me gusta decir que esta es una época de apuestas, donde los horizontes son muchos, porque ya después hay un montón de caminos que están obturados, para las izquierdas y para las derechas.
—El golpe de Estado aparece como posibilidad ya desde principios de los sesenta. Se hablaba de buscar “soluciones no convencionales”, de darle “un descanso a la democracia”.
—Sí. Y en el 64 es muy fuerte el peso de Estados Unidos para que el golpe no se dé. Hay sectores dentro del Ruralismo, del Herrerismo y dentro del Ejército absolutamente afines a dar un golpe, desmantelar el colegiado, instalar un gobierno provisorio y ver qué se hace. Y Estados Unidos claramente dice: “no hay golpistas aceptables a la vista”. A Estados Unidos le servía mucho más un Uruguay democrático, tranquilo, que fuera una buena puerta de entrada para la Alianza para el Progreso, que una dictadura. Después en el 73 la coyuntura va a ser muy otra. Pero en el 64 teníamos golpe en Brasil, que Estados Unidos mira con terror, porque eran militares nacionalistas, que no le simpatizan ni le convienen, y una fortaleza del nacionalismo también en Argentina. Entonces a Uruguay se lo estaba mirando, de vuelta, en un mapa geopolítico más amplio, y no interesaba un golpe de Estado. Lo que no quiere decir que no hubiese sectores claramente golpistas para este período, que habrían estado a favor.
—Hay un discurso que presenta a las Fuerzas Armadas como la única solución posible, y que se va a repetir cuando el golpe del 73.
—Va de la mano con una cosa que tienen las dos derechas, que es la idea de la crisis de valores, de la decadencia moral. Entonces, ¿cuál es el único sector puro?, ¿el único que queda por encima de los partidos? Las Fuerzas Armadas. Empieza a haber una apelación a las Fuerzas Armadas, que no es en absoluto novedosa ni original; es la incorporación de la doctrina de la seguridad nacional a nivel de la sociedad, a nivel de los sectores políticos. Empieza a aparecer la idea de un nuevo rol, una idea “salvacionista” de las Fuerzas Armadas, que por supuesto es anterior al 68 y que no es privativa de Uruguay. Y en esto tiene un rol muy importante el Ruralismo. Es un actor bien importante, con muchos hombres, ideas, propuestas, que deberíamos estudiar mucho más, porque no son un simple dato en la historia uruguaya; tuvieron mucho más peso del que le hemos dado. Es un movimiento que desafía al bipartidismo, que trata de ponerse por encima de los partidos, que es conservador desde el punto de vista social pero liberal en lo económico; tiene puntos de contacto con la extrema derecha porque es pragmático, sumamente violento, y tiene un desprecio muy fuerte por la democracia.
—Usted cita un documento de un diplomático estadounidense que identifica a Juan María Bordaberry como alguien poco afecto a la democracia.
—Bordaberry es el interlocutor, casi que privilegiado, de cabecera, de James Cunningham, primer secretario de la embajada estadounidense. Y esto sí fue un hallazgo de la investigación. Ver que la figura de Bordaberry en el 63 ya tenía esa relevancia para un actor tan importante como era Estados Unidos.
El 62 es un año extremadamente violento. Yo planteo en el libro que lo que pasa es que después vinieron tiempos peores, pero uno habla con gente que vivió en el 62, que lee esto y te dice: “Sí, es cierto, fue terrible, no nos acordábamos”. Fue de una violencia brutal a nivel callejero, hubo atentados… Fue un año muy violento y que terminó mal. Y Estados Unidos cambió al embajador, cambió a quien estaba al frente de la estación montevideana de la Cia y cambió la estrategia. Lo dice en todos los documentos, textualmente: “queremos un acercamiento calmo, discreto, de bajo perfil”.
—También entra a cambiar el discurso. Se empieza a hablar de “sediciosos”, “subversivos”, “asonadas”.
—Eso también es un hallazgo de la investigación. Aparece esta criminalización de la protesta social, esta terminología estigmatizante que tenemos muy asociada a períodos posteriores. Y aparece en boca de los gobernantes. Ahí sí tenemos un argumento fuerte para decir que acá había un autoritarismo en ascenso, una pérdida de tolerancia. Y además estaba esa idea de la decadencia moral, que es una cosa a la que le hemos dado poco corte y es muy importante, porque después estará presente en el discurso de las Fuerzas Armadas. También el planteo de recortar la dimensión política, de tratar a los disidentes como delincuentes comunes.
—Antes decía que las investigaciones sobre historia reciente se han enfocado en las izquierdas. Que los testimonios, las memorias han generando como una idea de los hechos que ha quedado prendida en la gente, y que no siempre se condice con lo que realmente pasó.
—Eso es cierto. Puede que la literatura testimonial sea más atractiva para la gente, porque está narrada en primera persona, con una carga de emotividad muy fuerte; tiene otros tiempos, que no son los de los historiadores, a los que el proceso de investigación nos lleva mucho tiempo y que somos muy cautos para afirmar cosas. También el gran público puede no sentirse tan atraído por explicaciones que no siempre se mueven en la dicotomía blanco/negro.
Pero esas miradas generan una idea del pasado que no necesariamente es la síntesis que proviene de las investigaciones de corte histórico, que muchas veces compiten con esos relatos, y en general pierden. Pero hay trabajos más periodísticos, o vinculados a las ciencias políticas –lo menciono en la introducción–, que sin ser testimonios se acoplan un poco a estos discursos más hegemónicos. ¿Por qué? Porque se hacen basados en entrevistas, o porque éstas son su punto de partida. Si me preguntás cuál quería que fuera una de las virtudes de la investigación, diría que ir un poco a contrapelo de eso que tenemos como dado y que no nos estaba ayudando a explicar lo que pasó. Para mí la pregunta no es qué fue primero, si la guerrilla o la represión, porque no termina de explicar la virulencia que tienen el autoritarismo y las derechas. Y porque no todo fue guerrilla.
* Montevideo, Ebo, 2014.
1. Movimiento Nacionalista Tacuara, grupo de extrema derecha argentino, creado en 1957.
2. La autora recorre en su libro el trayecto de un proyecto de decreto impulsado por los ruralistas que exigía convicciones democráticas para ingresar a la administración pública, nítido antecesor de la normativa aplicada por la dictadura
Los mil y un demonios
Por Gabriel Quirici
El aporte historiográfico de Broquetas permite correr una década hacia atrás el punto que muchas veces ubica el comienzo de la violencia política en 1968, analizando cómo diferentes sectores de la derecha militante fueron “peleando” la calle y los ámbitos de enseñanza, con creciente receptividad en buena parte del segundo colegiado blanco y en la lista 14 del Partido Colorado.
La autora rastrea el discurso y las acciones de una veintena de organizaciones político-sociales, entre las que destacan el Ruralismo, el Medl, la Orpade, Vanguardia Tricolor, la Legión Artiguista, Alerta y sociedades de defensa “democrática” de Hungría y Cuba, mostrando que éstas tuvieron la capacidad de poner en la agenda política de aquel tiempo, de forma violenta (discursiva y materialmente), la cuestión de la amenaza comunista y la crisis del sistema como justificación de una mayor demanda de orden y represión.
La trama analítica permite reconstruir cómo tradiciones de los años treinta de la derecha (el falangismo, el nazismo y el fascismo) se resignificaron y se mezclaron con la nueva vertiente aportada por la Guerra Fría en un movimiento ascendente de radicalización y acceso a instancias de poder inversamente proporcional al estancamiento de la economía y la profundización de las demandas sociales y sindicales.
La trama no es lineal, ni sencilla, pero permite comprender la sensibilidad y los sentidos de las derechas, así como sus objetivos y sus contradicciones. Por ejemplo el contencioso establecido entre “independientes” y “serviles” (a Estados Unidos) que las atravesó y que fue ganado por los segundos en virtud de los recursos que brindaba la embajada. Es interesante también descubrir la motivación emocional que muchos de los militantes de derecha tenían para participar en las bandas callejeras, más allá de su formación política, y cómo por ejemplo la muerte de Serafín Billoto en un enfrentamiento con comunistas significó un punto de reforzamiento identitario para radicalizar las acciones.
El capítulo final propone anudar la trama y estudia los puntos de encuentro donde algunos grupos de derecha popular y de zonas suburbanas entraban en contacto con agentes de la Cia y algunos políticos conservadores (que reclamaban salidas golpistas desde el mismo gobierno) para organizar acciones de denuncia y combate contra “el comunismo”, y ver que en esos grupos había tanto exiliados cubanos como algunos nazis pro Tacuara, o profesionales radicalizados de derecha que conseguían fondos y lograban que desde el Ateneo se elaboraran propuestas legislativas para presentar ante los políticos afines del gobierno. Gobierno que, al mismo tiempo, aceleraba la utilización de las medidas prontas de seguridad y coqueteaba con el golpismo.
El recorrido presentado por Broquetas evita la narración cronológica demostrativa, y evita también la utilización de calificativos de izquierda u opositores, respetando cómo se identificaban a sí mismos aquellos grupos. De esta forma, la propuesta contribuye al análisis y la comprensión de un fenómeno complejo y poco estudiado sin reproducir la secuencia dominante sobre la memoria reciente. Dicho de otro modo, la investigación y la propuesta de la obra escapan a la posibilidad de “tirar” la teoría de los dos demonios hacia atrás, y nos devuelven una reconstrucción de cómo diferentes grupos de derecha vivían una crisis política nacional e internacional y cómo fueron enredándose en la radicalización autoritaria. [/notice]