Es que emerge un mensaje icónico codificado, siguiendo el análisis semiológico de Ronald Barthes, que no clama por la vida o por la paz sino que coquetea con la muerte. Un adolescente encapuchado carga un fierro en su hombro, al igual que la Muerte cadavérica carga su guadaña. No tiene un rostro nítido, pero su mirada ensombrecida intimida al espectador. No llega a lanzar una risa siniestra (un “buajaaaa”), ni a portar una máscara blanca de boca alargada como el asesino de la saga de Scream, pero al emerger desde un fondo negro queda reforzada la peligrosidad que connota la imagen.
A primera vista la significación se presenta naturalizada, pero como lo advirtió Barthes, los signos son culturales y enmascaran convenciones sociales. Y aunque no sabemos quién es este peligroso adolescente, a través de un mensaje lingüístico se introduce una amenaza irritante para una sociedad que premia el afán de lucro pero sólo si está mediado por el esfuerzo individual y enmarcado en el orden legal vigente. “Es más fácil asaltar un local de pagos que un ómnibus, y la ganancia es mayor”, compara sin pudor, como en un gozo de impunidad, este macabro joven desprovisto de humanidad y cargado de muerte.
Los promotores de la campaña aseguran que esta confesión fue arrancada por la justicia a un menor infractor (como otras que se pueden leer en el sitio web testimonios.paravivirenpaz.uy), pero por si quedaran dudas se introduce un segundo mensaje lacónico con pretensiones de generalidad y verosimilitud: “Testimonios de menores”. Para advertir la estratagema no hace falta reparar en lo descontextualizado, fragmentario y estigmatizante de unos testimonios –compilados y elegidos por el fiscal Zubía– que se atribuyen por extensión a cualquier menor en conflicto con la ley.
Alcanza con algo más simple. Anotar cómo este montaje propagandístico conecta muy bien con la representación del enemigo urbano y del sujeto sospechoso por excelencia de los uruguayos: el joven, pobre y varón, según las tres marcas que analiza la socióloga Verónica Filardo. En la distribución de culpas, la campaña (que gira en torno a la dicotomía víctima-victimario) construye al espectador como una víctima potencial, por lo que a nivel retórico pone en juego argumentos emotivos antes que racionales. Esta utilización política del miedo, en tanto control social, retroalimenta una agenda conservadora insaciable: cuanto más miedo tenga la población más aceptables se volverán el control policial y la privatización de la seguridad.
Pero más allá de análisis semióticos, retóricos o sociolingüísticos, al desmontar o descascarar el discurso que está detrás de esta campaña publicitaria (la deconstrucción de la que habla Jacques Derrida), emergen dos pilares muy enraizados en la sociedad. Por un lado, una noción de inseguridad restringida a la libertad individual y a la defensa de la propiedad privada, que no deja casi ningún espacio para debatir otras violencias institucionales o estructurales (el propio sistema ha producido a los menores que la campaña aborrece). Al contrario, todo el edificio conceptual está revestido con las tonalidades de un liberalismo conservador que acusa al orden jurídico de permisividad y benignidad hacia los jóvenes. Por otro lado, el discurso se asienta en nociones deshistorizadas de “orden”, “paz social” y “seguridad”, montadas en la idea de que la delincuencia es una anomalía que nada tiene que ver con la distribución o apropiación de la riqueza ni con la estructura de clases. Por eso aunque la campaña del terror no prospere y la reforma constitucional fracase, quedará pendiente reinsertar el debate sobre la inseguridad en línea con el actual modelo de desarrollo