Es imposible pensar el desarrollo del arte textil en Uruguay sin mencionar la figura de Ernesto Aroztegui (Melo, 1930-Montevideo, 1994). Tal vez sea imposible también entender la década del 60 en las artes visuales uruguayas –y períodos posteriores, como el retorno a la democracia–, sin estudiar su evolución como creador y docente. Por vez primera se realiza una muy completa exposición retrospectiva a la que seguirá un libro y varios videos. “El revés de la trama” es una muestra que no podemos darnos el lujo de pasar por alto.1
La fama de su magisterio y la fuerte personalidad de Aroztegui preceden y hasta a veces ocultan, increíblemente, su obra. A 20 años de su muerte, es la primera vez que contamos con la oportunidad de dar una mirada global o unitaria a su producción artística. Es, vale la pena aclararlo, una muestra compleja, porque Aroztegui lo fue en tanto artista, pero de una complejidad que no nos confunde sino que nos enriquece, nos obliga a desentrañar el hilo interior de sus búsquedas. La posibilidad de ver los tapices por el reverso (kelim alto lizo es la técnica que desarrolló) es uno de los detalles que el visitante agradece, así como la exhibición de bocetos y objetos personales, que nos aproximan “a la cocina” del creador.
Apenas traspasado el umbral nos recibe el “Autorretrato con algunos recuerdos del pasado” (1985). Allí ya están dadas las claves para comprender y disfrutar su obra: un tapiz de gran formato que no abusa del ornamento, que impacta por la hondura psicológica y la meditada resolución formal del motivo.
Cultivó una retratística (“Retrato de José Cuneo” , “Remordimientos. Retrato de Jorge Luis Borges”) en ciertos puntos emparentada con los “Retratos psicológicos” del fotógrafo Alfredo Testoni, quien mediante exposición múltiple generaba ciertas atmósferas en torno a los retratados, incorporándoles atributos y elementos externos a su fisonomía pero en consonancia con sus obras artísticas o intelectuales. En Aroztegui ese acercamiento al “clima” del retrato tiene por momentos un desbordante vuelo imaginativo, fantástico, y se expande hacia otros géneros y registros. “Maternidad” (1975) es una obra “bisagra” en su producción, con intenso cromatismo y relieves o abultamientos que siguen un orden más bien surrealista. “Signos y significados” (1983), con la reproducción de una cabeza de Gandhi con forma de huevo, da cuenta también de esa impronta surrealizante, de fuerte iconicidad. La lista de personalidades que Aroztegui retrata y la manera parabólica de aproximarse a su rol simbólico, forma parte de un homenaje que es a la vez ideológico y formal. Admira a sus retratados y denota la importancia de su compromiso intelectual, aun cuando éste conlleve una carga ominosa. El “Doble retrato de Sigmund Freud con cáncer en el maxilar inferior izquierdo” (1980) es un notable ejemplo de hasta dónde puede llevarlo esta preocupación. Lo mismo sucede con el estupendo “Retrato anamorfoseado de Ernesto Sábato casi ciego” (1987).
Aroztegui se propuso una ruptura con el lenguaje tradicional del tapiz. Aun dentro de la figuración desechó la función paisajística y la percepción del gobelino como “ventana”, en todas sus posibles variantes decorativas. Se ha dicho con razón que en tanto autodidacta debió reinventar la técnica del tapiz. Pero ello supuso también reinventarse como artista, opción que lo aleja finalmente de otras grandes vocaciones, como el teatro, pero que lo lleva a profundizar en la docencia. Condujo el arte textil a un terreno conceptual, lo casó con la tradición pictórica respetando la autonomía del medio, es decir, valiéndose de los recursos que sólo la trama y la urdimbre podían proporcionarle. No escatimó trabajo, pero siempre al servicio de la idea. La investigación de técnicas y materiales, que se ve por ejemplo en la introducción del nailon y del cardo en “San José y el burrito” (1979) no cesó nunca. No se trataba de una mera inquietud teórica o formativa, sino de resolver problemas concretos, de los que se enfrentan a diario. En “La gran oreja” (1988), el retrato de Manuel Espínola Gómez que se centra en ese aspecto de su fisonomía, destaca metafóricamente la gran “antena” velluda del artista. Claro que dicho así suena banal. Lo interesante es el desarrollo estructural de la obra, no el comentario verbal que podamos hacer de ella. Tal vez el punto más débil en una producción por demás consistente, fuera el manejo del color, no siempre entonado ni claramente expresivo (“La guerra continúa”, 1984). La idea primaba en sus proyectos y el color cedía protagonismo a la solidez de forma. Por eso los encares “monocromáticos”, si se puede llamar así al juego de grises, blancos y negros, en los retratos de Freud y Sábato, por ejemplo, consiguen un tan contundente resultado. n
1. El revés de la trama. Retrospectiva de Ernesto Aroztegui. Subte Municipal.
[notice]Con Jorge Soto. Curador de “El revés de la Trama”El compromiso de la creación
—¿Cómo conociste a Aroztegui?
—Comencé a tomar clases con Ernesto a los diez años. Su hijo mayor es de mi edad, vecino y amigo del barrio. Por mi cuenta mandé fabricar un bastidor y fui a su casa, toqué timbre y le dije “yo quiero aprender eso que usted hace”. A los 14 años, a propuesta suya, me pidió que hiciera formalmente lo que se llamaba la franja, los ejercicios de aprendizaje. Para los niños él empleaba un método de improvisación, donde nosotros íbamos tejiendo al lado suyo y cuando precisábamos un conocimiento técnico él nos enseñaba. Eso fue por 1970. A los 14 años empecé a ser su asistente en las clases, y lo fui por muchos años.
—Él ya había hecho carrera en el teatro.
—Cuando lo conocí estaba ensayando la que fuera su última participación en el teatro independiente, Las reglas del juego, de Pirandello, dirigida por Mario Morgan en el Teatro del Centro. No lo pude ver actuar porque la obra era prohibida para menores de 15, creo, pero cuando yo iba todas las tardes a trabajar, él ponía el libreto en el telar, lo leía y después yo le tomaba la letra.
—Nunca abandonó totalmente el teatro.
—La actuación sí. Pero fue muy fuerte, porque el teatro fue lo primero que hizo desde que se instala en Montevideo en los años 1954 y 55. Se vincula al teatro universitario y después lo invitan en El Galpón a las puestas en escena de las obras de (Bertolt) Brecht que hizo (Atahualpa) Del Cioppo, y trabajó muchísimo en otras obras también.
—¿Conociste su actividad docente posterior en la Escuela de Bellas Artes?
—No como alumno. Conocía los cuentos que hacía Ernesto. Tenía una forma de trabajar en la que todo aquello que se veía en cine o se leía en libros, se comentaba. Siempre estaba buscando cómo aplicarlo a la docencia. Era muy experimental. Ya había desarrollado ese sistema en Montevideo en sus clases de creatividad, como las llamaba, y en Porto Alegre, en los años ochenta. Para Ernesto la Escuela de Bellas Artes significó una liberación, porque en los talleres privados no podía ir totalmente a fondo en lo que quería, interfería el vínculo comercial. Allí se sintió libre, por eso fue tan particular y comentado.
—Tenía una impronta “psicologista” en su método de enseñanza.
—Tenía una influencia muy grande de (Juan Pedro) Severino, el introductor del psicodrama en Montevideo, quien sostenía la teoría de que un actor podía ser más fermental en el rol de asistencia del psicodrama, lo que se llama el “yo auxiliar”. Además, en la casa de Ernesto había libros de Freud y de Jung hasta en los baños. Esa cuestión psicológica le atraía mucho. Pero él hacía mucho énfasis en el compromiso que significaba la creación artística. Era una generación formada por la del 45 y tenían esa concepción casi religiosa de la cultura. Algo que prácticamente ha desaparecido en nuestro país. Si no cómo te explicas las cosas que hacían, todo lo que lograron. Porque veías puestas en escena y exposiciones impresionantes con gente que se había prácticamente autoformado.
—¿La faceta docente se refleja en la muestra o en el libro?
—Más en el libro. Para toda la parte docente y la teatral –que está en el video– hubiera precisado varios subtes. También hay un tema económico. Decidí concentrarme en la obra con la intención de que se viera casi por primera vez. Porque siempre se mostró fraccionada en los diferentes encuentros (de tapicería) y predominó una tendencia a no ver la obra en sí, sino el tema de la técnica o del movimiento textil.
—Su obra quedaba en segundo plano…
—Frente a lo colectivo. Que fue uno de sus desvelos. Porque en vez de encerrarse en su taller decidió formar a una gran cantidad de gente.
—¿Conocías la actual ubicación de las obras?
—En muchos casos sí y en otros no, y tuvimos que hacer un trabajo de investigación. Había obras vendidas hace 40 años y no se sabía su paradero o no había datos para localizar a sus propietarios. Se localizó una que vi hacer, “Maternidad”. Siempre me pareció impresionante pero verla 40 años después dialogando con la obra posterior es algo muy fuerte. Y ese tapiz estaba en Buenos Aires. La persona que la había comprado falleció y dimos casi por casualidad con la hija. Hay obras que vinieron de Brasil, otras que se ubicaron a último momento. Lo más difícil fue encontrar piezas anteriores al período que la crítica y el mercado consagró como el “mejor Aroztegui” . Había que dejar en claro que Ernesto fue autodidacta y en sala se exhibe el libro con el que aprende a tejer, que es el de Harranía, y la primera obra que hace después de conocer ese libro, una pieza chiquita que se titula “Los pavos reales de Miriam Hermida” de 1965. Y después tenés esta “Maternidad” de 1975 y ves el abismo técnico y el desarrollo impresionante que tiene como artista. Empezó experimentando y deja el teatro, abandona otras opciones y dedica su vida al tapiz y a formar gente. Yo hice una lista de alumnos basada en quiénes habían expuesto al menos una vez en los catálogos del movimiento textil y llegué a 150 personas.
—¿Sobre qué ejes está estructurado el guión curatorial?
—La idea era basarnos en tres facetas. Ernesto como docente, no sólo creador del movimiento textil en Uruguay, sino también en Argentina y Brasil. Por ser su asistente estuve presente en buena parte de esa historia. Ernesto hizo los dos primeros encuentros, el Nacional de tapicería y el de mini-tapiz, y después delegó la organización en los más jóvenes, por eso siempre tuvimos responsabilidades. La segunda faceta a destacar en la muestra es el teatro. Es la más complicada porque la gente de esa época me decía que el material testimonial no existía, que se había perdido. En Uruguay tenemos un problema con los archivos. No se conservan y si existen no están sistematizados o no tenés forma de acceder. Insistí hasta dar con una punta porque ese material sí existe: la familia Mussitelli lo guardó, Ferruccio fue el fotógrafo de siempre de las puestas en escena y su hijo con mucha amabilidad cedió el material. Hay muchísimo más de lo que se puede mostrar en el libro. A través del patrocinio de Antel se logra la producción de videos y contenidos para su canal digital, que va a hacer un documental y cinco videos sobre las diferentes facetas de Ernesto (de dos minutos y medio, para los celulares). Esta muestra, por tanto, es una etapa pero continúa la producción con el libro y los videos. La tercera faceta es la obra textil en sí. Porque a pesar de que tuvo aceptación y un grado de visibilidad importante mientras vivió, después de muerto Ernesto la obra desaparece del medio. En el libro se recogen casi todos los textos de la época de los diferentes críticos de Uruguay. El único texto que habla sobre la obra propiamente es el que escribe (Ángel) Kalenberg, cuando el envío a Venecia. Hay reseñas de la prensa, entrevistas que le hicieron u obituarios cuando muere, pero no un análisis a fondo. Los comentarios en general son buenos, favorables, pero son eso, comentarios, no hay un análisis. Este fenómeno le pasó también en otros países con la tapicería, las críticas sólo hablan de la técnica, de lo dificultoso que era, del tiempo que llevaba. No sucede con la pintura donde el análisis técnico ocupa un lugar secundario. Por eso busqué que, desde el punto de vista museográfico, la obra quedara enmarcada en las columnas, que te pudieras abstraer del resto y tener un contacto más directo. Hay que ver que el mismo Aroztegui en la Escuela de Bellas Artes jamás enseñó textil. Se enfocó en otra cosa que llamó creación, en esa especie de enfoque muy brasileño, en el sentido de la antropofagia cultural. Juntaba muchas vertientes diferentes y experimentaba. Fue parte de ese gran momento de transición, fermental, de vuelta a la democracia. Y toda esa gente que recibía eran los adolescente que habían pasado por el período dictatorial… él buscaba ese choque. Y creo que le salió bien, porque tuvo alumnos de esa época que todavía siguen trabajando y lo hacen a gran nivel.[/notice]