La profesión diplomática no es para gente de convicciones firmes; un embajador sólo puede trasmitir el discurso de su gobierno, ayudar a difundir la imagen positiva del país que éste quiere proyectar y, por sobre todas las cosas, guardarse en lo más hondo de su pecho las opiniones personales que contradicen esos objetivos. Así definida, la profesión diplomática no es para Eduardo Contreras, el embajador chileno en Uruguay, que en una entrevista periodística reciente con La Diaria dijo lo que muchos en su tierra piensan, pero casi nadie del mundo político se atreve a manifestar en público, para no deteriorar la cuidada fachada del Chile estable y en armonía, tan atractiva para negocios e inversión extrajera.
Con casi medio siglo de militancia comunista y 18 años de exilio, Contreras estuvo entre los pocos que se atrevieron a intentar llevar a los tribunales a Augusto Pinochet, en la época en que desde La Moneda se hicieron todos los esfuerzos para sustraer al general de la justicia internacional y traerlo desde Inglaterra, donde había sido detenido por solicitud del juez español Baltasar Garzón. El actual embajador, abogado de profesión, representó entonces a la secretaria general del Partido Comunista chileno (PC), Gladys Marín (fallecida en 2005), en una causa por la desaparición de su esposo, y pudo así trabajar con la única figura política que ha sido reconocida por la izquierda y la derecha como un ejemplo de consecuencia en sus ideas. Ese también era el tiempo en que quienes se definían como los constructores de una “transición ejemplar” de la dictadura a la democracia mantenían fuera del gobierno y el parlamento al PC, bajo los términos de un acuerdo que impulsó la Democracia Cristiana (DC).
Paradójicamente, el PC, que había tratado de ejercer una influencia moderadora en el gobierno de Allende, fue desplazado por un Partido Socialista que se recicló en una suerte de socialdemocracia, después de haber contribuido con sus fallas estratégicas y discursos inflamatorios a dar pretextos a los golpistas de 1973. Sólo en 2013, con la segunda llegada de Michelle Bachelet al gobierno, les fueron abiertos nuevamente a los comunistas los despachos del Ejecutivo, y ello pese a las reservas de la DC, que impuso la concepción de la Nueva Mayoría gobernante como un pacto político con fecha de caducidad, en vez de la alianza permanente (sin los comunistas) que fue la Concertación que inauguró el régimen democrático en 1990.
LO QUE QUEDA BAJO LA ALFOMBRA. La Concertación –y ahora la Nueva Mayoría– constituye un matrimonio extraño. Chile es probablemente el único país de la región donde los sectores políticos que fueron víctimas de un golpe militar gobiernan junto a los que facilitaron el trabajo de los golpistas. “(…) la directiva demócrata cristiana de 1973 apoyó el golpe. Eso es algo que pesa mucho en la sociedad chilena, aunque es cierto que con posterioridad estos mismos dirigentes lucharon contra la dictadura”, dijo Eduardo Contreras a La Diaria. Una verdad incómoda, por la cual la DC chilena aún no hace un mea culpa genuino: en los documentales exhibidos para el 40 aniversario de la tragedia del 73, varios personeros del partidos dieron a entender que supieron de antemano del alzamiento militar, pero ninguno aclaró por qué no advirtió al presidente Allende. Tres meses después, cuando quienquiera que tuviese una capacidad mínima de informarse independientemente sabía de las masacres cometidas por la dictadura, el ex presidente y prohombre demócrata-cristiano Eduardo Frei Montalva envió una larga carta al presidente de la Internacional de la DC, Mariano Rumor, en la cual acusaba al gobierno derrocado de haber intentado establecer una dictadura totalitaria y convertir a Chile en una base regional para la expansión comunista: “(…) instaurado el gobierno, convergieron hacia Chile varios miles de representantes de la extrema izquierda revolucionaria de América. Llegaron elementos tupamaros del Uruguay (…)”.
Frei presentaba a las fuerzas armadas como obligadas a intervenir, y expresaba: “Nosotros no somos parte del actual gobierno. No defenderemos los errores que se cometan, inevitables algunos, en una situación tan terriblemente difícil. Pero tampoco podemos aceptar que la mentira se transforme en un sistema, mientras se ocultan las causas de una situación para encubrir la responsabilidad de quienes arruinaron y destruyeron la democracia chilena”. Por otro lado, su hijo, Eduardo Frei Ruiz-Tagle, que iba a ser el segundo presidente de la restauración de la democracia pero que en esos días era un político promisorio y un empresario próspero, aparecía en actos públicos –de los cuales todavía existen fotos– entregando suculentos cheques a un fondo de reconstrucción nacional creado por los golpistas, del que pocas cuentas se rindieron.
Frei padre mencionó además que una “minoría” de democratacristianos se dejaba “influenciar” por la propaganda izquierdista. Esa minoría fue la que, dos días después del atropello militar a las instituciones republicanas y la muerte de Salvador Allende, publicó una carta en la cual, reconociéndose opositores al gobierno derrocado, condenaban “categóricamente el derrocamiento del presidente constitucional de Chile, señor Salvador Allende. Nos inclinamos respetuosos ante el sacrificio que él hizo de su vida en defensa de la autoridad constitucional”. Fueron 13 miembros importantes del partido, e incluso uno de ellos, Bernardo Leighton, fue perseguido y atacado por la policía secreta de Pinochet mientras estaba exiliado en Roma. Otro firmante fue José Aylwin, hermano de Patricio Aylwin, quien como presidente de la DC descartó toda posibilidad de negociar con Allende en la antesala del golpe y, conviviendo con Pinochet en la comandancia del Ejército, como el primer presidente de la democracia, acuñó la frase “justicia en la medida de lo posible” para las violaciones a los derechos humanos. Este año, hubo un intento dentro de la DC de adoptar la llamada “Carta de los 13” como una declaración de principios para rectificar el papel del partido en la caída de Allende, pero las jerarquías consideraron que no era “conveniente”, ni el momento para hacerlo.
EXAGERADO, PERO NO TANTO. “La reforma tributaria, que toca los bolsillos de las grandes empresas, y la reforma de la Constitución, que para mí y para cualquier persona normal son cambios necesarios, para la derecha fascistoide son la revolución marxista. Por lo tanto, yo no tengo ninguna duda de que estos actos terroristas que se han registrado son de la ultraderecha.” Tal vez atribuir las bombas puestas en los últimos meses en Santiago a la ultraderecha sea producto del anclaje del embajador Contreras en los recuerdos del gobierno de Allende, cuando la derecha utilizó todos los recursos para desestabilizarlo, porque hasta ahora no hay pruebas concretas de un movimiento organizado para la ejecución de los atentados. No obstante, desde la vuelta de Bachelet a La Moneda hay personajes vinculados a las grandes empresas y columnistas de los medios más influyentes, controlados todos por la derecha, que no dejan lugar a dudas en cuanto a su visión de los cambios que quiere implementar la presidenta.
Ya antes de que asumiera, Lucía Santa Cruz, ex embajadora de Pinochet y vicepresidenta de la compañía de seguros más importante del país, había dicho que “el programa de Bachelet es el primer escalón en el establecimiento del socialismo en Chile”. Otros comentaristas, con plataforma permanente en diarios conservadores como El Mercurio, hablan frecuentemente de “una noche oscura que se cierne sobre Chile”. En cuanto a los métodos para enfrentar esas supuestas amenazas, durante las elecciones pasadas un prominente empresario naviero habló de conseguir otro Pinochet (véase Brecha, 20-XII-13), si el gobierno no conduce la economía como lo desean los dueños del poder económico. Además, casi no hay empresa gravitante en la economía nacional que no tenga un propietario o integrante del directorio que haya hecho su carrera o fortuna durante el régimen militar, los que se mezclan sin problemas con aquellos que están supuestamente en la vereda de enfrente de sus ideas políticas. Por ejemplo, Carlos Cáceres, quien fue ministro de Hacienda e Interior de Pinochet, reconocido como uno de los implantadores del modelo neoliberal, comparte asientos en el directorio de la tabacalera Bat con Jorge Rodríguez Grossi, militante de la DC y ex ministro de Economía, Energía y Minería de Ricardo Lagos, y Karen Poniachik, ministra de Minería del primer gobierno de Bachelet y ex presidenta del capítulo chileno de Transparencia Internacional. Hernán Büchi, considerado como el ministro de Hacienda más brillante del régimen, que en su calidad de delfín del general para las elecciones que pusieron fin a la dictadura obtuvo alrededor del 40 por ciento de los votos, es el director de empresas mejor pagado del país y entre otros puestos integra el directorio de Soquimich, la mayor productora de minerales no metálicos, propiedad de Julio Ponce Lerou, el ex yerno de Pinochet, que actualmente está envuelto en un fraude bursátil por varios cientos de millones de dólares.
El sábado 18 Eduardo Contreras compartió el podio de la cancillería con el ministro de Relaciones Exteriores, Heraldo Muñoz, para presentar excusas por sus declaraciones a La Diaria. Así daba el gobierno por cerrado el caso, sin destituir al embajador, pese a las presiones de la DC y los partidos opositores. “Pido perdón especialmente a los empresarios y al Partido Demócrata Cristiano”, dijo un hombre que se veía vapuleado. Sus convicciones habían sido sacrificadas para mantener un matrimonio político, pero lo que seguramente le ocurría por dentro quedó bien resumido en la chilenísima frase que dijo a Brecha alguien que conoce bien la solidez de principios de Contreras: “Tuvo que tragarse el sapo”.