Hace siglo y medio la vía más segura para llegar desde Rio de Janeiro hasta la capital de la provincia de Mato Grosso era larga y acuática: había que bajar por el Atlántico hasta el Río de la Plata, después subir por el Paraná hasta el Paraguay y seguir su curso hasta desembarcar en Corumbá. Esa ruta venía haciendo el marqués de Olinda durante la primavera de 1864.
El navío era un vapor de casco de madera, de esos que tenían dos grandes ruedas a los costados. A bordo venía el coronel Federico Carneiro de Campos, nombrado presidente de aquella provincia. Dicen que traía 200 mosquetes, dinero del gobierno y un ingeniero, y que en las primeras horas del 11 de noviembre recaló en el puerto de Asunción donde el barco se detuvo hasta el otro día, se abasteció de carbón y descargó la correspondencia que traía.
Dicen también que una de esas cartas, escrita por un oriental, viajó hasta el campamento de Cerro León, donde Francisco Solano López, dictador de Paraguay, asistía al entrenamiento de 26 mil reclutas (“Muchos de los hombres no tienen más de 14 años de edad, y hablando en general, son extremadamente ignorantes, tanto en instrucción militar como en toda otra clase de instrucción”, escribía al Foreign Office el ministro británico en Buenos Aires Edward Thornton).
El motivo de las líneas que López recibió era anunciarle que finalmente los brasileños habían invadido el territorio oriental. El 12 de octubre habían tomado la villa de Melo y, desde el 26, la flota comandada por el barón de Tamandaré había bloqueado los puertos de Salto y Paysandú. Paraguay consideraría “cualquier ocupación del territorio oriental por fuerzas imperiales (…) como un atentado contra el equilibrio de los estados del Plata”, había advertido dos meses antes el canciller paraguayo, José Bergés, al embajador brasileño.
Hacía más tiempo todavía que los orientales intentaban convencer a los paraguayos de que ese riesgo existía y que sería conveniente sellar una alianza entre los dos países para frenar las ambiciones del imperio (y también de Argentina).
Montevideo tenía por qué temer. Los brasileños residentes en Uruguay eran muchos pero además poseían casi la tercera parte de las tierras del país. Los tratados de 1851, con los que terminó la Guerra Grande, les permitían llevarse el ganado a los saladeros de Río Grande del Sur sin pagar impuestos. Además traían esclavos a trabajar en sus estancias, lo que no sólo era aberrante e ilegal sino una forma desleal de competir con los hacendados uruguayos que no conseguían quien les trabajase por sueldos menores a diez pesos (cifra que equivalía al valor de un novillo).
Para eludir la disposición de 1851, el presidente Bernardo Berro había resuelto cobrar impuestos al traslado de ganado entre departamentos, con lo que sólo los que poseían sus estancias en la frontera disfrutarían de la exoneración dispuesta en los tratados. Para combatir la esclavitud ordenó a los jefes políticos de los departamentos (algo así como los intendentes) que para admitir el trabajo de “colonos de color introducidos del Brasil” exigieran que éstos se presentasen personalmente, exhibieran su carta de libertad, y les hicieran saber “que en la República no hay esclavos y que ellos como los demás habitantes son completamente libres sin otra obligación para con su patrón que las que se imponen por el contrato”, pacto que además no podría exceder los seis años.
El peligro se agravó cuando el 19 de abril de 1863 el caudillo colorado Venancio Flores, mentando muertos ajenos (los conservadores fusilados en Quinteros) e invocando al crucificado (pues Berro había estatizado los cementerios que hasta entonces estaban en manos de la Iglesia), inició su “cruzada libertadora”. Flores tenía muchos amigos entre los hacendados del sur de Brasil y disfrutaba también “de la cálida simpatía del partido gobernante argentino” (para usar los términos de Thornton) porque había peleado de su lado contra los federales.
Pero terminó el gobierno de Berro sin que el dictador paraguayo se decidiese a nada. Atanasio Aguirre, blanco de la fracción Amapola (que había bloqueado los intentos de Berro por entenderse con Flores), fue el sucesor, y a pesar de haber sido informado por Thornton de que Brasil y Argentina venían planeando una intervención conjunta en Uruguay, no pudo o no quiso llegar a la paz con Flores, ni derrotarlo tampoco.
Argentina y Brasil tenían pendientes varias discusiones fronterizas con Asunción. Buenos Aires siempre había visto en ese país un probable aliado de los federales, y Rio necesitaba asegurarse la libre navegación del Paraguay para acceder a su provincia de Mato Grosso. A los dos les convenía también tener un gobierno encabezado por Flores en la orilla norte del Plata.
Y en Cerro León, el 12 de noviembre de 1864, López parecía sentirse preparado para liberar la poderosa máquina militar en que había invertido tantos recursos (incluidos los necesarios para traerse unos 200 técnicos ingleses). Parece que el paraguayo admiraba a Napoleón III y –enterado de la invasión brasileña– decidió cumplir su palabra y seguir su destino.
El marqués de Olinda había zarpado rumbo a Corumbá en las primeras horas de la mañana. La orden de López debía llegar rápido. Asunción dista 57 quilómetros de Cerro León, pero el tren llegaba casi hasta el campamento. Había anochecido cuando el Tacuary, buque insignia de la armada guaraní, alcanzó al marqués de Olinda, intimándolo a rendirse.
Fue la primera acción de la guerra que después se llamaría de la Triple Alianza, la más cruel que haya sucedido en este continente, la nodriza de los ejércitos que destrozarían a Paraguay pero también darían la victoria a Buenos Aires sobre Argentina, a Rio sobre Brasil y a Montevideo sobre esta banda, garantizando las fronteras de unos estados donde –muy pronto– se compondrían leyendas patrias invocando orígenes más remotos.