Con Ryukichi Terao, hispanista y traductor japonés
Se vino hasta el sur, a Buenos Aires, para presentar “Encuentros secretos”,1 la mayor novela de Kobo Abe, según asegura Ryukichi Terao (Nagoya, Japón, 1971), su traductor al español. Pero no podía dejar de pasar por Montevideo, la ciudad de Onetti, al que también tradujo, y según se desprende de sus propias palabras, de una forma a la que no le falta misterio. En rigor, Terao tradujo a gran parte de los escritores del boom latinoamericano y es uno de los hispanistas más respetados de su país. También es responsable de algunas versiones al español de Tanizaki, Kawabata, Mishima y Akutagawa, entre otros notables escritores japoneses.
—¿Cómo se dio tu primer encuentro con el español?
—Azarosamente. Cuando era estudiante, a los 18 años, escogí español e inglés sin ninguna conciencia. Cuando me aceptaron en la universidad supe que tendría que estudiar seis horas semanales de español, y lo cierto es que me fue muy bien. Más tarde, para continuar con mis estudios de español y combinarlos con la literatura, opté, en la Universidad de Tokio, por una carrera que se llama Estudios Latinoamericanos. Al tercer año me fui a México y me quedé un año estudiando español y literatura. Fue entonces que surgió el interés por la novela de la revolución. Mi tesis de grado fue precisamente sobre la novela de la revolución mexicana.
—¿Qué fue lo que te atrajo de ella?
—Me interesa mucho América Latina, en particular el contenido social y político de su literatura, que es algo que ya casi no se observa en la literatura japonesa. Las novelas más importantes de Latinoamérica siempre tienen un trasfondo político, económico y social muy fuerte. Las relaciones entre novela y sociedad me atraen especialmente.
—¿Y eso no sucede con la literatura del Japón actual?
—Es muy poco usual. Mal que bien el campo literario de Japón es muy autónomo, hay una ficción en cierta forma endogámica, en la que cada escritor hace lo que se le da la gana, como dicen ustedes. Buscan elaborar historias interesantes, argumentos novelísticos atractivos, pero no muestran ninguna necesidad de establecer vínculos entre la sociedad y la literatura.
—Estuviste radicado primero en México, luego un tiempo en Colombia y más tarde en Venezuela. ¿Cómo fue ese periplo?
—Estuve un año en México entre tercer y cuarto año del bachillerato, o el pre-grado, no sé cómo lo llaman aquí. Terminé la carrera, seguí con la maestría, que terminé en dos años, y luego decidí hacer el doctorado. Parte de él en el Colegio de México; allí fue donde conocí a Gregory Zambrano y al escritor venezolano Ednodio Quintero. Fue realmente provechosa esa estadía. Ya a punto de terminar el doctorado regresé a Japón y me di cuenta de que quería conocer otro país latinoamericano. El gobierno colombiano ofrecía por ese tiempo una beca, y aunque el dinero no era mucho, me permitía vivir dignamente, así que decidí tomarla. Eso fue en el 99, cuando nadie se atrevía a ir a Colombia; era una cosa espantosa, colocaban un coche bomba por mes en algún punto de la ciudad. Decidí irme de todos modos y estuve desde 1999 hasta 2002. Y en el último año ya empecé a dictar clases de literatura comparada y talleres de traducción en la Universidad de los Andes, de Bogotá. Más tarde decidí aceptar la invitación de los venezolanos que había conocido en México, y me fui a Venezuela.
—Y el estudio de esas tres literaturas –la mexicana, la venezolana y la colombiana– fue lo que te llevó a escribir La novelística de la violencia en América Latina (2005).
—Sí, fue mi tesis, es un estudio comparado. Abordo novelas de los tres países relacionadas por el tema de la violencia. Pude conocer a fondo la veta violenta y social de esas literaturas. Algunas novelas de las que traté no me interesan para nada, pero para un investigador a veces es bueno leer mala literatura.
—Escribiste un artículo académico sobre las relaciones entre realismo mágico y literatura fantástica a partir de El reino de este mundo, de Carpentier, y de La invención de Morel, de Bioy Casares. ¿El fantástico japonés guarda alguna relación con el latinoamericano? ¿Existe en la literatura japonesa algo que pueda pensarse equivalente al realismo mágico?
—El género fantástico está de hecho en el origen de la literatura japonesa, la primera ficción que registra su literatura es “El cuento del cortador de bambú”, una historia totalmente fantástica sobre una chica enviada por la Luna que aparece dentro del tronco de un bambú. Pero a mediados del siglo XIX, con la restitución Meiji, los escritores trataron de importar la novela de la literatura occidental, un tiempo en que estaba en boga el realismo. Entonces, la novela como tal, en el Japón moderno siempre se asocia con el realismo. Y a decir verdad la literatura japonesa perdió mucho debido a eso. Uno de los primeros en recuperar el fantástico para Japón fue Akutagawa, autor de un montón de cuentos, y que leía a Allan Poe, a escritores rusos, y que se inspiró bastante también en la literatura japonesa antigua. Él escribió algunos cuentos completamente fantásticos, y ese se puede considerar el momento de inicio en la recuperación de la literatura fantástica para Japón. Luego está Kobo Abe, que no tiene mucho que ver con Akutagawa, a pesar de que los dos admiraron mucho a Allan Poe. Abe se recuesta sobre todo en Kafka y hace una literatura fantástica pero en el marco del existencialismo. Kobo Abe leía a Sartre, a Dosto-
ievski, a muchos filósofos alemanes. Y crea mundos hipotéticos que revelan el absurdo de la sociedad moderna.
—¿Cómo empieza tu labor como traductor?
—Comencé a hacer traducciones también por azar, por los años 2004 y 2005, cuando tenía que escribir mi tesis en español. Me sentía inseguro –lo soy, todavía lo sigo siendo–, incapaz de escribir la tesis en un buen español. Necesitaba mejorar mi escritura y pensé en las traducciones como una buena forma de ejercitarme. En esa época vivía en Mérida, Venezuela, muy cerca de la casa del escritor Ednodio Quintero, un experto en literatura japonesa con una especial fascinación por Tanizaki. Así que me puse a traducir algunos cuentos de Tanizaki, que tiene muchos y muy buenos, y una buena parte de ellos aún no traducidos al español. El primer cuento de Tanizaki que traduje fue “Una flor azul”, que a Ednodio le encantó; más tarde llegó mi primer libro como traductor, una compilación de siete cuentos de Tanizaki publicada en 2007 por una editorial venezolana. Hasta el día de hoy sigo apoyándome mucho en Ednodio para las traducciones.
—¿Qué grado de “traducibilidad” dirías que hay entre el japonés y el español? ¿Cuáles son los mayores escollos, las cosas menos salvables?
—Se trata de dos lenguas absolutamente distintas, dos abecedarios sin correspondencia (en rigor, el del japonés no tiene correspondencia con ninguna lengua occidental), por lo que la traducción es una gran aventura, cargada de incertidumbre. Al hacer cualquier traducción siempre algo se pierde, pero como para el caso del español y el japonés es imposible incluso la traducción literal, las cosas se complican mucho. Ni siquiera una palabra se puede traducir literalmente. Recuerdo cuando traduje Valer la pena, de Juan Gelman, aquel poemario que escribió tras el encuentro con su nieta: cuando me surgía una duda yo consultaba directamente con Gelman y él me respondía un poco fastidiado: “No sé, no sé explicártelo, tradúcelo tal cual, literalmente”. ¡Si eso se pudiera…! Le estaba consultando porque precisamente no son posibles las traducciones literales. Yo siempre digo que lo que hay que traducir es la esencia y no perderse en los detalles –no estoy diciendo que haya que de-sentenderse de ellos, porque a un traductor naturalmente lo obseden–, pero lo que tiene que primar es la búsqueda de equivalencia en lo que hace a la esencia. El año pasado estuve traduciendo esa obra monumental de la literatura cubana, Tres tristes tigres, 600 páginas, una fiesta del lenguaje, llena de juegos de palabras… En muchas ocasiones traduje bromas, chistes, y como no se puede hacer literalmente, me vi obligado a introducir cosas nuevas al texto, cosas que no están pero que sintonizan con la esencia.
—¿Pero hablamos de símiles?
—En ocasiones las palabras tienen algo que ver con lo que dice el texto, y en otras no, porque no hay caso. Son en todo caso lo que presumimos le hubiera gustado a Cabrera Infante; inventé varios palíndromos divertidísimos, por ejemplo. En una ocasión se me ocurrió uno genial: “Me gustaría ser homosexual también en Italia”, en japonés queda perfecto. Disfruté muchísimo esa traducción. Y lo más importante es la lengua en que leen los lectores, dejar bien parado al escritor en la lengua que va a ser leído.
—Tradujiste también a Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa, Donoso, Onetti… ¿Dirías que alguno de ellos “acepta” mejor el japonés, alguno de cuya traducción puedas decir que resultó más fluida?
—No creo que haya mayores diferencias en cuanto a la fluidez, eso más bien depende de la capacidad del traductor. Con un texto mal escrito no se puede hacer una buena traducción y con un buen texto las cosas se simplifican.
—La traducción literaria es siempre un acto de creación, pero para un caso como el tuyo eso parece potenciarse. El estatus del traductor/creador cobra todavía más vigor…
—Sí, creo que sí. Como te decía, yo me siento terriblemente inseguro al emprender cada traducción. Con el caso de Cabrera Infante, por ejemplo, me sentí muy atrevido. No sabía hasta qué punto estaba vulnerando el texto, fue muy difícil.
—En Japón la traducción, como la circulación de literatura latinoamericana, parece haberse clausurado con los escritores del boom. ¿Es así?, ¿a qué se debe?
—Cuestiones relativas al mercado, seguramente. García Márquez sigue siendo el autor latinoamericano más vendido y más leído. Donoso es otro escritor bastante leído en Japón: acabo de publicar una traducción de Casa de campo y ya va por la segunda edición, lleva vendidos 1.500 ejemplares y seguramente se vendan bastante más. Con respecto a los autores nuevos, Bolaño se ha vendido bastante. Lo que pasa es que ni siquiera las obras más importantes del boom se han traducido todas. Tres tristes tigres es del 67 y recién se publicó en Japón este año. Todavía no se han traducido Paradiso, de Lezama Lima, ni El astillero, de Onetti…
—¿De Onetti qué tradujiste?
—Juntacadáveres, “El infierno tan temido”, Los adioses y “La novia robada”.
—¿Cómo te resulta traducir a Onetti?
—Dificilísimo, es de los escritores más difíciles de traducir. Cuando traduzco a Cabrera Infante, a Vargas Llosa o a Cortázar muy pocas veces me sucede que no entienda algo. Pero leyendo a Onetti muchas veces no entiendo a cabalidad una frase entera. Quiero decir, no entiendo qué quiso decir Onetti. Y eso sí que es un problema, porque al no poder conseguir traducciones literales, si no entiendo perfectamente el sentido de una frase estoy perdido. Y hay frases de Onetti que me resultan totalmente ilegibles. Al parecer Onetti era una persona bastante descuidada en ese sentido; estuve conversando con su viuda, Dolly, y me decía que muchas veces ni siquiera supervisaba las galeradas, que dejaba todo en manos del editor.
—Pero la escritura de Onetti es rigurosísima.
—Para ustedes, o para algunos uruguayos. Lo cierto es que me costó mucho trabajo y tuve que leer muy, pero muy detenidamente su obra. Y la verdad no sé cómo me quedó, no estoy seguro, aunque algunas personas me han hecho llegar elogios.
—¿Y qué fue lo que te impactó de Onetti, en qué creés que reside su grandeza?
—Creo que en la comprensión de la soledad. En la comprensión del sentido íntimo de la soledad y al mismo tiempo en la capacidad para comunicar esperanza a pesar del absurdo del mundo. Hay un cuento que me gustaría traducir, “Presencia”, uno de los últimos que escribió. Es un cuento triste, sí, pero tiene un toque de optimismo muy especial, seguramente a pesar de Onetti.
1. Encuentros secretos. Traducción de Ryukichi Terao con la colaboración de Gregory Zambrano. Eterna Cadencia Editora, Buenos Aires, 2014.