—Lo primero que pondría en entredicho con relación a esta clase de argumentos es qué tanto se conoce sobre lo que pasa en Uruguay. En realidad, lo de los movimientos identitarios nos lleva a una discusión ya vieja, que nace en los años ochenta, y que básicamente puso en cuestión cómo estos movimientos efectivamente encajaban o no con la variable de clase y con la de universalidad o la posibilidad de pensar en un proyecto emancipatorio más macro. Pero yo te diría que en América Latina los movimientos feministas o de la diversidad sexual son los menos identitarios del mundo. Y aun más, en Uruguay el movimiento de la diversidad sexual creo que es “posidentitario”. Esto se ve claramente en la Marcha de la Diversidad, donde más de la mitad de la gente que participa no es ni gay ni lesbiana ni trans. De alguna forma lo que convoca a este movimiento en Uruguay es precisamente un concepto emancipatorio que lucha contra todas las formas de discriminación, pero complejizando la mirada. Esta cosa dicotómica de lo universal versus lo particular es una idea ya muy vieja, muy de la modernidad.
—¿Y cómo sería la mirada más “novedosa”?
—Desde la antropología ya Clifford Geertz invitó hace tiempo a superar estas formas binarias, dicotómicas, de pensar las cosas: lo universal y lo particular, la naturaleza y la cultura. En realidad es hora de empezar a pensar en la complejidad de la interacción que tienen estos procesos; de lo contrario el riesgo es seguir hablando de un “universal” que no es tal, sino que coincide con el de un hombre universitario, blanco, heterosexual, de clase media… Una noción de lo “universal” que después se operativiza en la vida social de modo que termina por incluirlo sólo a él. Bajo un discurso universalista se está excluyendo a un montón de gente. Hay una pluralidad de actores que tienen una gran complejidad, y es desde esa misma complejidad que debe pensarse la emancipación en un sentido macro. En lo que tiene que ver, por ejemplo, con la clase social –esto de que la clase social es el vector que construye más desigualdad en el terreno social–, creo que los argumentos no resisten el menor análisis. Los datos estadísticos son contundentes: sucede por ejemplo que entre los más pobres las más desfavorecidas son coincidentemente las mujeres, y que a su vez el núcleo más duro de esa pobreza tiene cara y color de piel, la afrodescendiente. La etnia y el género son variables muy fuertes para explicar formas de exclusión que acompañan e interactúan en forma compleja con los procesos de desigualdad que construye la clase social.
—¿Y qué ha sido de la lucha de clases?
—Seguir pensando que la clase social es la única variable posible en la generación de desigualdad social es volver cuarenta años atrás en la discusión, y además es ni siquiera poder apropiarse del proceso político y social que se viene dando en Uruguay en los últimos diez años. Un proceso que ha demostrado –tanto en el terreno académico como en el del activismo social y político– que la significación de género, de etnia o de clase se retroalimentan. No matan a un hombre cada 14 días por violencia de género en Uruguay, matan a una mujer, y esto tiene que ver con la materialidad concreta de la desigualdad. Yo siento que estas visiones piensan de alguna manera en forma colonizada, se sitúan en marcos europeos o estadounidenses, sin hacer pie en la realidad latinoamericana y sin seguir los procesos locales que además son los que también posibilitan nuevos lugares de reflexión. Pensar descolonizadamente significa eso: apropiarse de la realidad contextual y producir conocimiento situado.
El movimiento de la diversidad sexual juntó firmas para lograr el voto rosado, trabaja con el sindicalismo para tratar de generar nuevas condiciones de posibilidad, asume la agenda de las políticas públicas para combatir la desigualdad en toda su complejidad, tiene un discurso que efectivamente piensa la desigualdad no sólo por identidad u orientación sexual, sino como punto de partida de una politización que ampliamente la trasciende. Eso es lo que sucede con el proceso uruguayo, como con el argentino o el brasileño, y con una reflexión desde el Tercer Mundo. Creo que los ensayistas mencionados están más bien pensando en los movimientos gay o lésbicos estadounidenses, y además ni siquiera en todos ellos; me parece que atienden exclusivamente a los movimientos mainstream.
A los gays no nos discriminan sólo por ser gays sino por ser gays pobres, afrodescendientes o trans con bajos niveles educativos, y esas intersecciones son complejas y concomitantes. Según los momentos históricos y los momentos de alteridad y antagonismo que se van construyendo, unos atributos cuajan significativamente en un sentido con respecto a otros. En América Latina casi todos los movimientos de la diversidad sexual han pensado los temas de discriminación en un marco político mucho más vasto que el de la identidad y por eso forman parte de un campo político de izquierda.
—En un ensayo de Sandino Núñez, citado al pie de esta página, se lee lo siguiente: “Las minorías luchan para que se reconozca su derecho a ser quienes son. Esa sustancialidad es letal. En cambio, el sujeto es la extraordinaria potencia negativa de un concepto: de él podemos decir muchas cosas, excepto que es lo que es. El sujeto nunca es lo que es: es lo que habría sido, lo que será, lo que podría ser”. ¿Qué opinión te merece esta idea?
–La teoría queer, como el posfeminismo, justamente plantean eso mismo: la desagregación del sujeto, su no estabilización. Según los antagonismos de cada momento histórico se constituiría un sujeto diferente. Y precisamente estas teorías advierten sobre los riesgos del proceso de construcción de la identidad: cómo la identidad cuando tiende a estabilizarse se apura a generar un “nosotros” muy inclusivo para con ciertas características pero con una nueva cantidad de fluidos que vuelven a generar las formas de desigualdad a las que originalmente se quería combatir. Y entonces la pregunta que se hace todo el tiempo Judith Bu-tler es: ¿a quién dejo yo fuera de este “nosotros”, a quién no estoy integrando? De hecho el sujeto feminista se cayó a pedazos, y tuvo que repensarse. En un momento se dieron cuenta de que no sólo eran mujeres: había mujeres lesbianas, mujeres afrodescendientes, mujeres migrantes, mujeres pobres, todo eso a su vez combinado en una multiplicidad que obligó a redefinir todo el movimiento. Hay que estar siempre muy atento a las mutaciones sociales y a las continuas configuraciones identitarias que las acompañan. Pero más allá de la discusión académica, la pregunta creo que es: ¿es posible hacer un proceso de transformación social y político sin apelar a alguna forma de identidad? Y la respuesta por ahora es que no. Si no construyo un sujeto mínimo es imposible que pueda movilizar gente.
—¿Pero no existe el riesgo de que el sujeto quede atrapado en esa identidad, que se agote en reivindicar su diferencia?
—La paradoja en la que estamos insertos tiene que ver con esto, con que somos sujetos sujetados. ¿Qué quiero decir con esto? Que tenemos que generar procesos de autoidentificación para convocar un “nosotros” que al mismo tiempo tiene que ver con los propios mecanismos regulatorios que nos subordinan. Entonces, el desafío político es hacer procesos de desplazamientos de sentido para comenzar a empezar a construir nuevos lugares de emancipación. Las mujeres convocan a las mujeres, pero usar la categoría “mujeres” implica ingresar en un orden de género que a su vez las subordina. Esa es la paradoja que tan bien trabajó Joan W Scott en un libro precioso que se llama Only paradoxes to offer. Pero cuidado: esto no es privativo de los movimientos llamados identitarios. ¿Cómo se llaman los obreros a sí mismos cuando van a formar un sindicato? Lo que esta forma de dar la discusión también invisibiliza es que todos los movimientos sociales asumen formas de identidad. Esta discusión es hija de un debate que se dio en los ochenta: entonces también se planteaba que los nuevos movimientos sociales eran movimientos identitarios, mientras que los viejos movimientos sociales no lo eran. Y eso está ampliamente superado en la literatura de los movimientos sociales. En rigor, todo movimiento social tiene una dimensión de identidad. El sindicalismo de principios del siglo XX reivindicaba “obreros” o “descamisados”. Ahora se quiere caracterizar algo nuevo que en realidad no tiene nada de nuevo. En realidad la identidad es parte constitutiva de los procesos políticos, de los movimientos sociales, y es también una herramienta para la acción social y política colectiva, de momento inevitable. La teoría queer y lo que propone Butler sobre las formas de pensar la identidad son de mucho recibo porque nos advierten sobre todas estas dimensiones problemáticas. Pero además este tipo de pensamiento me parece un tanto conservador. Yo me pregunto: ¿se le hubiera pedido al sindicalismo que no apelara a su identidad y que en nombre de no sé qué perdiera un siglo de conquistas y derechos laborales? Me parece absurdo. Me parece una forma de pensar que no entiende la problemática social, que no está atenta al sufrimiento social ni a lo que le pasa a la gente. Una visión de escritorio que tiene escasa conexión con la realidad. ¿Les hubiéramos pedido a los sindicalistas que abandonasen su apelación a la identidad y que la gente siguiera trabajando 18 horas diarias hasta que llegue la gran emancipación?
1. La alusión, como la cita de Sandino Núñez que aquí se recoge, refiere exclusivamente a su artículo “Zoon politikon/homo economicus. Apuntes hegeliano-benjaminianos sobre la lucha de clases”, en Prohibido Pensar. Revista de ensayos, año 1, número 1, marzo-abril 2014. Colectivo Prohibido Pensar, Montevideo.
La referencia a Jorge Barreiro se justifica en algunos de los argumentos que el autor vierte en su libro La democracia como problema, H Editores, Montevideo, 2014.