La lista de interpretaciones por las cuales se lo puede citar parece inagotable. Por ahí asoman el típico montevideano de Esperando la carroza, el pescador de El viejo y el mar, el escritor de Onetti en el espejo y tantas más, entre las que nunca quedarían de lado las siluetas que supo aportar a Los comediantes, El coronel no tiene quien le escriba, Aeroplanos, El jardín de los cerezos, Lorenzaccio, Arlechino, servidor de dos patrones, El mono y su sombra y, por cierto, el protagonista de El herrero y la muerte, papel que se dio el gusto de volver a encarnar un par de años atrás con esa milagrosa verosimilitud que vale la pena analizar.
Todo comenzaría por entender que, así como fuera de la escena a Reyno se lo definía como un hombre cordial, al mismo tiempo se trataba de alguien que sabía expresar sus opiniones de manera contundente. Lo de cordial viene por el lado de que, estuviese donde estuviese, el actor tenía el raro don de trasmitir la sensación de que si hablaba con uno de nosotros, nos estaba prestando toda la atención. Y esa cualidad hacía que se lo escuchase con atención y respeto cada vez que decidía lanzar uno de sus juicios a los cuatro vientos. Ese fenómeno de los intercambios de atención que se daba cuando no estaba pisando un escenario, se mantenía de manera milagrosa cuando entraba al ruedo. Y acerca de ese punto valdría el testimonio de expertos como Jorge Curi, Omar Grasso, Carlos Aguilera, Ruben Yáñez y tantos otros que lo dirigieron a lo largo de su carrera. En escena, claro, Walter Reyno se imponía con la potencia de una voz inconfundible, una mirada capaz de atrapar hasta a quienes estuviesen sentados en la última fila o la desenvoltura de movimientos de su delgada estampa. Y algo más, no tan fácil de definir, una cualidad que quizás naciese de aquella cordialidad que era su marca de fábrica afuera del teatro y que, en escena, se transformaba en credibilidad, pero no en la credibilidad tradicional de aquellas interpretaciones que convencen al público que, desde la butaca, escucha, observa y acepta porque lucen reconocibles. La credibilidad que lograba Reyno venía por una vía más complicada de justificar y parecía asociarse al hecho de que, no importaba qué clase de personaje le tocase componer
–ya se sabe que el mundo está lleno de héroes y de villanos–, el actor se las arreglaba para teñirlo con ciertos tonos que conseguían que cualquiera entre la concurrencia, de una u otra manera, experimentase una cierta identificación con esa figura de ficción. Era como si Reyno tomase de la mano al espectador, lo condujese hasta el escenario y lo supiese mantener cerca suyo durante toda la función, simpatizase o no éste con el personaje que lo había sacado de su sitio. Habiendo conseguido tamaña identificación con la platea, no era extraño que, si alguna vez incurría en un furcio, equivocaba un parlamento o se salteaba una línea, supiese salvar la ocasión sin que nadie lo notase. “Los espectadores se creen todo lo que dicen los actores”, comentaba risueño. En el caso suyo, era verdad.
Por cierto que sólo problemas de salud le impidieron actuar en los últimos tiempos, como lo hacía desde los ya lejanos años cincuenta, luego de egresar de la Escuela Municipal de Arte Dramático. A la actuación –y a veces a la dirección– se unía una militancia en el teatro independiente que lo había empujado –junto a su hermano, el gran escenógrafo Osvaldo Reyno, y un puñado de luchadores– a convertir a la institución del Circular en uno de los bastiones culturales montevideanos. En la rinconada de la plaza Cagancha se había logrado mantener un destacado equipo artístico cuyo cometido, amén de llevar a escena algunos de los mejores textos de distinta procedencia, aun en los momentos más duros de la dictadura, incluía la creación de una escuela teatral de la que egresaron varias generaciones de profesionales de reconocidos méritos. La carrera teatral no le impidió a Walter –quien supo también ganarse la vida trabajando en una esfera tan diferente como la bancaria– incursionar en la televisión en las ya increíbles épocas en que los canales nacionales se lanzaban a hacer unitarios con actores uruguayos. Y, hace menos tiempo, hasta el cine lo supo aprovechar en títulos como Patrón, La espera, 25 watts, Matar a todos y El aura.
Para quien escribe estas líneas, en la suma del repaso de los tantos aciertos de Walter Reyno a lo largo de su vida, no hay casi un momento en que no se asome la silueta de Miseria en El herrero y la muerte, que supo plasmar con tal maestría como para poder afirmar que, así como en el teatro era capaz de ganarle la partida a la Muerte, a la misma parca ahora intentará desafíar desde la memoria de todos quienes lo vieron y se encargarán de mantener vivo su recuerdo.