El verde intenso de la soja, el de las interminables filas de árboles de las forestales, el del dinero. Eso parece primar sobre las denuncias por afecciones en la salud y el ambiente en zonas rurales y suburbanas de diversas localidades del país. El punto de encuentro fue Guichón, donde hace años crece un movimiento que denuncia el avance de las fumigaciones hasta las puertas de sus casas, hasta las puertas de las escuelas. El día: miércoles 10 de diciembre, Día Internacional de los Derechos Humanos. Allí llegaron vecinos de otros pueblos fumigados, organizaciones sociales, técnicos y autoridades de algunos ministerios implicados. La convocatoria de la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo (Inddhh) facilitó el intercambio, mientras analiza tres expedientes que tiene abiertos en este momento. Cada uno agrupa una serie de denuncias: dos ya avanzados en base a reclamos de pobladores de Paso Picón y de Guichón, y uno más reciente, sobre residuos químicos. La actividad buscó que las instituciones encargadas de la fiscalización den respuesta, asuman el problema, hagan cumplir las normativas. Luego de que hablaran especialistas y autoridades, en una maratónica y acalorada jornada, los vecinos expusieron las situaciones que involuntariamente protagonizan: relatos minuciosos de quienes experimentan en el cuerpo el avance del actual modelo productivo.
SAN JOSÉ. Más allá de las distancias geográficas, entre los más de 20 testimonios compartidos hay puntos de encuentro, más de una característica repetida. Patricia Sartori, por ejemplo, de San José, sintetiza lo que muchos otros plantean. “Hace tres años nos están plantando soja a 150 metros y todos los vecinos estamos teniendo problemas de salud.” Patricia sostiene, con Inocencio Bertoni, director de Servicios Agrícolas del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (Mgap) de testigo en el auditorio, que ha denunciado al ministerio y “hubo poca respuesta”, por lo que aprovecha y pregunta: “Lo que me interesa saber es qué hay que hacer para proteger a la población rural, porque según el Mgap pueden fumigar en las puertas de nuestras casas”. Mientras que las fumigaciones terrestres no pueden realizarse a menos de 300 metros y las aéreas a 500 metros de los centros urbanos, “la duda que yo tengo es: ¿la gente de campo tiene menos derechos? Los 300 metros en los centros poblados no se cumplen, pero para la gente del campo no hay ni siquiera una normativa y estamos muy expuestos”.
Patricia, con calma pero sin pausa, continúa su relato y cuenta que “el vecino que vive frente a la escuela de mi hija vino a pedirme permiso para fumigar, porque los del Mgap le dijeron que tenía que avisar antes de hacerlo. Si no se puede fumigar al lado de un centro educativo rural, ¿por qué siguen fumigando?”. Según la normativa actual no pueden realizarse fumigaciones terrestres a menos de 30 metros ni fumigaciones aéreas a menos de 50 metros de una escuela rural. Y más allá de que diferentes organizaciones catalogan al criterio de insuficiente, a veces no se cumple ni eso.
“Hay animales muertos”, dice Patricia, que teme por los niños y le preocupa que se repitan las historias del otro lado del río. “Anteayer hablé con un vecino que tenía 80 corderos; tres nacieron deformes y 47 se le murieron. Está rodeado de soja y cuando llueve, el desagüe es hacia la cañada donde toman agua sus animales.” Según Patricia la gente no se anima a denunciar y, además, el nivel de detalle y de prueba que exigen los formularios pone un filtro a muchos. “Es vía web y se piden datos como la velocidad del viento, que es imposible que yo en mi casa lo sepa. Yo tengo fotos de las fumigaciones, de tarrinas apiladas con atrazina y glifosato (dos poderosos herbicidas), de las huellas en el borde del agua del mosquito (herramienta utilizada para fumigaciones terrestres). Pero me piden que presente como prueba fotos del mosquito tomando agua de la cañada. Tengo que estar una semana esperando al acecho para juntar las pruebas”, explica, y remata: “Habría que facilitarle las cosas a la gente”.
PAYSANDÚ. Valquiria González vive con sus hijos en la costa del arroyo San Francisco, en Paysandú, y arranca diciendo: “Cómo resumir una odisea que comenzó en 2008 y que atravesó todas las puertas de todas las instituciones aquí presentes y ausentes. En un lugar que las autoridades saben que hay un acuífero termal que merece ser preservado, en 2008 dos supuestos empresarios comenzaron la plantación de unas 16 hectáreas de soja, de trigo, de sorgo”. Desde el punto de vista del ordenamiento territorial es una zona suburbana, por lo que hay normativas que limitan la fumigación, aclara Valquiria, que explica que ya en ese año comprobó que la forma de aplicación era incorrecta, por lo que hizo la primera denuncia. “Empezamos a constatar signos de sintomatología aguda: rinitis, diarrea, mareos, vértigos… En 2010 empecé a sufrir una inflamación de las glándulas maxilares, tumoraciones en los ojos, quemazón en la nariz, etcétera. Desde ese momento, si no tomo estas pastillas (muestra el blíster), muero de un paro cardíaco porque mi organismo dejó de fabricar serotonina.”
Valquiria sostiene que el Mgap demoró dos años en contestar los oficios hasta que finalmente le enviaron el resultado del análisis de agua “y no era el mío, era el de una tal Camacho, de Flores”. Entonces hizo el análisis en la Intendencia de Paysandú “y dio altos niveles de eutrofización”. Las muestras fueron tomadas de “un pozo forrado y tapado a 28 metros de profundidad, por lo que los altos niveles de eutrofización sólo se explican por las toneladas de fertilizantes que fueron puestos”. A Valquiria no le alcanzan los cinco minutos dispuestos para su intervención, y se extiende. Carga a cuestas con seis años de trámites en papeles que registran su odisea.
CANELONES. Cuando llegó el momento de Paso Picón, a la mesa llegaron cinco mujeres. Y no es casualidad. Por sensibilidad, instinto maternal o valentía, las mujeres tienen un rol protagónico en estas luchas, y los testimonios lo prueban. “Soy Adriana Pascual, vecina de Paso Picón. Lamento decirle a Bertoni y a (Hugo) Ferrazzini que no me voy a poner en sus pantalones, porque ustedes son funcionarios públicos y asumieron un cargo, ahora que tienen la camiseta puesta hay que jugar el partido.” Con esto, Adriana se distanciaba de algunos comentarios anteriores que hablaban de ponerse en el lugar de los ingenieros del Mgap que, ahí sentados, eran foco de reclamos y reproches. En el caso de Picón, la novedad más reciente es que el Ministerio de Salud Pública multó al productor que fumiga en la zona.1 Pero, “¿de qué nos sirven las multas? En realidad de nada. ¿Que nos alegró ver que lo multaron? Sí. Pero hasta por ahí nomás. Necesitamos medidas urgentes, porque nuestra vida está en peligro todos los días. Yo vivo a diez metros de la fumigación, no a cien. Mi casa linda con la producción de soja”, dice firme Adriana, e increpa: “¿Quién nos va a proteger? Es lo que me pregunto yo y le pregunto a las autoridades. Espero de corazón ver el desarrollo productivo del Uruguay, pero espero verlo con salud. Y espero no tener que mudarme para proteger la vida de mi hija”.
Sentada a su lado está María Luisa, quien agrega: “Nosotros elegimos este lugar para vivir con nuestras familias, y creemos que tenemos el derecho de estar en un ambiente sano”. Pero en cambio, “entramos y salimos de la sociedad médica como del supermercado, estamos un poco cansados”, y Teresita deja en claro que no está dispuesta a negociar su propia historia: “Yo nací ahí, me crié ahí, tengo 65 años y me voy a morir ahí”. Relata de todas maneras lo difícil que se ha tornado sostener esa elección: “con estas tardecitas lindas no podemos ni estar afuera, si a él (el productor vecino) se le antoja curar nos tenemos que ir para adentro. Si hasta por la chimenea de la estufa entra el olor. Nunca creí que íbamos a llegar a pasar por todo esto, es muy triste”.
En la misma mesa, la documentalista Silvia Martínez expresó con vehemencia:“Cada vez que vuelvo a Argentina está faltando alguien, y los que están faltando son los que han consumido durante más años de sus cortas vidas la mayor cantidad de veneno, que son niños, adolescentes y jóvenes. Eso es un crimen de lesa humanidad y los responsables son las empresas, las autoridades, los técnicos y todo aquel que avale ese modelo de seudodesarrollo que no es nada más que un modelo financiero”.
Ese miércoles, en ese mar de críticas, Bertoni fue el único responsable directo presente. Dijo, a manera de respuesta, que “faltaron actores en la discusión”, que “faltó la otra parte de todo esto que es el sector productor” y opinó que “es necesario discutir el modelo productivo, hay posiciones de las autoridades, y los otros sectores pueden tomar otras, en definitiva hay visiones que no son del todo niveladas y hay que trabajarlo”. La toxicóloga Mabel Burguer, en su segunda intervención, sostuvo que a lo largo de su carrera ha “escuchado muchas denuncias pero hoy me voy impactada. El problema está presente y nadie lo puede negar. Cuando empecé hoy de mañana dije: ‘sabemos que hay enfermedades causadas por los plaguicidas, basta, no digamos que no’. Ustedes, ahora, conocen cuál es el problema”.
Uno de los directores de la Inddhh, Juan Faroppa, planteó al cierre que “seguramente con la participación de la gente van a salir mejor las cosas, con la gente controlando, proponiendo, impulsando”. Analizó que “lo peor que le puede pasar a los derechos humanos es que se naturalicen, que se piense que siempre estuvieron”, cuando la historia muestra que su conquista se hizo “con sacrificio, con sangre y con mucho dolor”. Y concluyó: “Hoy estamos hablando de derechos humanos”.
1. Véase “No tiene precio” en Brecha, 5-XII-14.