Los padres de Miguel, Manuel Calvelo e Isabel Ríos, militantes comunistas, fueron detenidos apenas producido el golpe de 1936. Manuel fue fusilado e Isabel condenada a muerte en un juicio sumarísimo, aunque la pena fue conmutada por cadena perpetua, de la que logró zafar tras siete años de penurias, castigos y torturas. Al ser liberada, Isabel decide salir de España con sus dos hijos, Miguel y Roberto, rumbo a Buenos Aires para años después iniciar otro periplo de exilios huyendo de las dictaduras sudamericanas, hasta regresar a España, donde murió en 1997.
La presentación de Miguel Calvelo es apoyada por la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica (Armh), cuya labor se centra en la búsqueda de justicia para las víctimas del franquismo y la visibilización de los crímenes de la dictadura. En mayo de 2013 se constituyó en España la Coordinadora Estatal de Apoyo a la Querella Argentina (Ceaqua) y la semana pasada se difundió un manifiesto de respaldo que busca recoger firmas en todo el mundo para ser presentadas ante el Parlamento Europeo a fin de generar presión y agilizar el trámite de extradición hacia Argentina de los imputados. El 31 de octubre la jueza Servini agregó a sus seis pedidos de 2013, otros 20 reclamos de extradición. En ellos figuran los ex ministros franquistas Rodolfo Martin Villa y José Utrera Molina, este último suegro del ex ministro de Justicia del gobierno de Mariano Rajoy, Alberto Ruiz Gallardón.
—¿Cómo surgió la idea de presentarse a la querella?
—Surgió de mi hermano Roberto, que vive en Oviedo y se enteró de la demanda de Servini de Cubría. El trámite había que hacerlo en el consulado argentino en Vigo y mi hermano no está en buenas condiciones de salud. Por ello, cuando estableció contacto con Carmen García Rodeja, de la Armh de España, y ésta le dijo que viajaba a Chile, dado que yo resido en ese país decidimos presentar ahí la demanda.
—¿Qué recuerdos tiene de su salida de España cuando niño?
—Agridulces. Lo amargo fue tener que dejar los libros que habíamos podido reunir; la sensación de pérdida, de cosas que me marcaban: la gente, el país, la lluvia… Lo dulce era la alegría de salir de un infierno. O poder comer todo lo necesario. En el buque en que nos íbamos, el capitán, Epifanio Allica, nos sentó a su mesa y comimos hasta hartarnos, una sensación largo tiempo ausente. La posibilidad de iniciar una nueva vida, la avidez por conocer un nuevo país y su gente. Llegamos directamente a Buenos Aires, un día de lluvia, con mi madre, mi hermano, mi tía y su hija.
—¿Cómo fueron para usted los días tras la muerte de su padre y el encarcelamiento de su madre? ¿Percibía hostilidad?
—Mis tías trataron de darnos el trato que se imaginaban nos darían nuestros padres: mucho cariño, negativas explicadas, nunca castigos físicos, estímulo al estudio hasta el punto de llegar a la escuela primaria sabiendo ya leer y escribir. Absoluta libertad para leer, pasear, conocer, nadar en el río y preguntar todo lo que no entendíamos. Nos explicaron cuidadosamente lo que pasaba con mi padre y mi madre y nos pidieron que no habláramos de esas cosas por el peligro que podía significar. La autocensura era clara: las cosas que sólo se mencionaban o hablaban en casa y las que se podía conversar fuera. Salvo en una oportunidad, nunca experimenté ninguna clase de rechazo por el hecho de que mi familia fuera “roja”. El caso excepcional fue cuando mi hermano Roberto y yo caminábamos por Curtis, el pueblo donde nacimos, con un libro bajo el brazo, y nos cruzamos con una pareja. El hombre preguntó quiénes eran esos chiquillos tan hermosos, y al recibir la respuesta de que éramos los hijos de Calvelo exclamó: “a estos también tendrían que haberlos matado”. Fue la única vez que escuchamos algo por el estilo.
—Su madre siguió militando en el PC hasta que fue expulsada ¿Cómo fue el episodio?
—La expulsaron por exigir explicaciones racionales y políticas de las divergencias entre los regímenes soviético y chino.
—¿Por qué tuvieron que exiliarse de la Argentina?
—Por el golpe del general Juan Carlos Onganía. Con mi hermano trabajábamos en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires. Yo era el director del Departamento de Televisión Educativa. Poco después del golpe, Rolando García, decano de la facultad, tuvo la valentía de nombrarme director de departamento cuando aún era estudiante, y me invitó a viajar a Pekín para presentar un documento sobre uso de medios masivos para la educación en ciencias básicas. Estando allí, en junio de 1966, se produjo la intervención a la Universidad y fui declarado cesante. Entonces decidí migrar. La Fundación Ford realizó un trabajo de salvamento de los grupos de investigación y docencia de la facultad y viajé a México, Venezuela, Colombia, Perú y Chile, para ver en qué país era posible replicar la experiencia realizada. Encontré que el más adecuado era Chile, ya que, por ley, allí la televisión por canal abierto era exclusivamente universitaria.
—Es decir que parte de su formación se dio en Chile ¿Qué pasó ahí?
—No me formé en Chile. Estudié geología en Buenos Aires, aunque nunca finalicé la carrera. En cuanto me establecí en Chile traje a mi hermano y a mi madre a vivir conmigo. Trabajé primero para el Centro de Perfeccionamiento del Profesorado del Ministerio de Educación y después pasé, con mi equipo, a trabajar en la naciente Televisión Nacional. Cuando el clima en el canal se tornó mediocre, recibí una oferta para trabajar en la Fao, donde puse en marcha un sistema de capacitación rural, usando medios audiovisuales, adecuado al campesino, a sus condiciones socioeconómicas y educativas, y a sus niveles de lectoescritura. Formamos los primeros pedagogos audiovisuales y el golpe de Pinochet nos encontró en el sur, grabando un programa para Lansa, la empresa azucarera del Estado.
—¿Cómo escaparon de Chile?
—El 26 de setiembre de 1973, en el segundo vuelo que salió de Santiago, nos fuimos a Buenos Aires, a la casa que fue de mi madre y mi tía. Estando allí me llamaron desde Roma para que fuera a realizar una consultoría y me ofrecieron un proyecto de tres años en Siria, otro de dos en Brasil y una consultoría de seis meses en Perú. En consulta con el director del proyecto chileno, Solon Barra-
clough, opté por ir a Perú para integrarme a un proyecto de la Fao que trabajaba para el Centro de Capacitación e Investigación para la Reforma Agraria. Allí permanecí hasta 1989.
—¿Cómo logró volver su madre a España?
—En mis primeras vacaciones en España averigüé si ella podría enfrentar algún problema si volvía. La respuesta fue que no, y volvió a tiempo para ver morir a Franco, en el 75. Fue bien recibida. La reintegraron al Ministerio de Hacienda, donde había trabajado antes de ser detenida. Se jubiló y se dedicó a escribir un libro, Testimonio de la Guerra Civil, que ya va por su tercera edición y que es, en gran medida, autobiográfico.
—¿Se habló en esos años de iniciar una causa judicial por los crímenes del franquismo?
—Cuando mi madre volvió se produjo la llamada “transición”, que en realidad fue una traición, ya que parte de los acuerdos cupulares entre los partidos incluían el olvido y la amnesia. No había la menor posibilidad de plantear una causa judicial, sobre todo porque la judicatura era en su mayor parte franquista. Fue bastante después, cuando comenzaron a incorporarse jueces pos 1975, que se abrió un margen, pero así de caro lo pagó por ejemplo Baltasar Garzón.
—¿Y en Chile cómo era el clima para iniciar una causa judicial?
—(Se ríe). Cuando volví a Chile, en 1990, comencé a interiorizarme de la situación política. Había algo que no lograba comprender. Estaban juntos en el gobierno quienes instigaron el golpe y quienes lo sufrieron directamente. Fue un gran poeta, Nicanor Parra, el que me dio la respuesta en uno de sus artefactos poéticos: “La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”. Sólo después que se demostrase que Pinochet era un ladrón, hubo posibilidad de intentar algo, pero no se lo ha intentado seriamente. Hasta este año la Escuela Militar otorgaba una medalla Pinochet. La derecha siempre ha sido nefasta, cruel, vengativa, oportunista, explotadora, pero la izquierda y sus conductas me llevaron, al salir de Chile, a esta aseveración: “El 90 por ciento de los que se dicen de izquierda son de izquierda porque son zurdos o porque son siniestros”. Sé que es muy duro, pero hay que reconocer la realidad para poder seguir adelante.
—¿Qué busca con esta querella?
—Los autores de los crímenes, en muchos casos, ya están identificados. No nos interesa identificar al “caballero” que dijo en esa calle de mi pueblo que debieran de habernos matado a nosotros también. Nos interesa identificar los grandes intereses –incluida la curia católica– que no pudieron soportar la idea de la República Española. Nos interesa identificar a los gobernantes franceses, integrantes de un Frente Popular que se sumó a la llamada “no intervención”, que no era más que dejar intervenir a los nazi-fascistas; o a los laboristas ingleses que, con Clement Atlee al frente, se negaron a sancionar a Franco. Ellos son, en última instancia, los responsables del triunfo de la insurrección. Nos interesa identificar a aquellos comunistas que, a diferencia de mis padres, estuvieron más ocupados en pelearse con los anarquistas que en enfrentar a los franquistas. Muchos de ellos fueron luego cómplices del ocultamiento de los crímenes.