En una declaración dada a conocer a mediados de noviembre, la Conferencia Episcopal sostuvo que el propósito de desmontar ciertos estereotipos sexuales y de género (propósito declarado explícitamente en el material) pasaba por alto “el derecho humano fundamental de los padres a elegir libremente la educación de sus hijos”, y también que “al Estado laico no le compete promover ninguna concepción filosófica de la persona y de la sexualidad”.
El abogado y periodista Hoenir Sarthou sostuvo esa misma semana en su columna habitual del semanario Voces que “educar es ante todo respetar”, y que “ninguna labor educativa puede edificarse sobre la agresión a aquello que los educandos tienen ‘incorporado a sus emociones, sentimientos y pensamientos’” (el último texto entrecomillado refiere a un pasaje de la guía, donde se enuncian los siguientes objetivos específicos de una cierta actividad práctica: “Reflexionar acerca del modelo de familia que los niñas/os tienen incorporado a sus emociones, sentimientos y pensamientos”, y “Promover la deconstrucción del modelo hegemónico de familia y de pareja, valorando la riqueza de la diversidad”).
Algunos días más tarde el dirigente frenteamplista Esteban Valenti dijo en una nota en su portal de noticias (UyPress) que, a su juicio, la guía perfectamente se podía “distribuir en los quioscos, en las librerías o regalar donde les parezca a sus editores, pero para ser distribuida como material de consulta y por lo tanto de referencia para maestros y docentes es una demasía, un exceso”, y también que “ser laicos es antes que nada ser absolutamente respetuosos de todas las identidades y las ideas y no aprovechar una circunstancia, un momento, para filtrar conceptos que tienen un sesgo totalmente parcial”.
La idea de que hay algo así como un territorio vedado en la educación de los niños al que sólo los padres tienen legítimo acceso, idea que más allá de los matices (y de las diferencias sustantivas que puedan tener en otros aspectos) es defendida tanto por la Conferencia Episcopal como por Sarthou y Valenti, fue respaldada por muchas personas, que expresaron su acuerdo con esta postura en las redes electrónicas. La idea es que determinados valores y determinadas orientaciones en la construcción de las identidades individuales pertenecen a la esfera de lo privado y sólo pueden trasmitirse en el ámbito de lo estrictamente familiar.
Desde luego que el contenido de la guía puede ser debatido (¡bueno sería que no!), lo que resulta inadmisible, sin embargo, desde mi punto de vista, es que la crítica se haga bajo la premisa, bajo la bandera, de que hay aspectos de la formación y de la educación de los niños que sólo competen a sus padres y absolutamente a nadie más.
Los niños no son propiedad de sus padres. Los padres no tienen, en absoluto, el derecho de educar a sus hijos a su imagen y semejanza. Diría más, incluso: la educación es siempre un asunto público, jamás un asunto privado.
Un padre machista no tiene derecho alguno a que sus hijos sean machistas. Un padre musulmán no tiene derecho alguno a que sus hijos sean musulmanes. Un padre ateo no tiene derecho alguno, tampoco, a que sus hijos sean ateos. Y así sucesivamente. Es claro que los hijos de padres machistas tenderán a ser machistas, los hijos de los padres musulmanes tenderán a ser musulmanes y los hijos de los padres ateos tenderán a ser ateos. Pero la educación no debe respetar ninguna de esas identidades. A un padre ateo no le asiste derecho alguno a quejarse porque a su hijo en el liceo, pongamos por caso, le han enseñado el argumento ontológico de san Anselmo o las pruebas de la existencia de Dios de santo Tomás. San Anselmo y santo Tomás forman parte de la filosofía y –por tanto– de la cultura occidental. Y si sus pruebas de la existencia de Dios son enseñadas, no es para adoctrinar a nadie, sino para trasmitir a las nuevas generaciones el legado de las generaciones pasadas. Por supuesto que el valor que en cada tiempo histórico se asigna específicamente a cada una de las piezas de ese legado es fruto de negociaciones y de transacciones, pero esas negociaciones y esas transacciones han de hacerse forzosamente en la esfera pública y con argumentos que todos podamos ponderar y valorar.
Es muy mala la idea de que la escuela debe respetar los modelos y las identidades que los niños han incorporado fuera de ella, preeminentemente en su ámbito familiar. Es una idea peligrosa, conservadora y antiilustrada. Voy a explicar por qué uso cada uno de estos adjetivos en el orden inverso en que aparecen. Es una idea antiilustrada porque, en el marco del ideal moderno de promover la construcción de sujetos autónomos, la educación debe proveer (idealmente, al menos) las herramientas para que el niño pueda emanciparse, hasta romper (si es necesario) con las ideas impuestas por la tradición o por las costumbres de su familia, de su grupo de pares o de la tribu a la que pertenece. Es una idea conservadora porque, al hacer hincapié en la esfera privada como el ámbito privilegiado de la trasmisión de una visión del mundo, tiende a proteger al niño de las novedades y, en ese sentido, a estimularlo a que repita lo que ya conoce. Finalmente, es una idea peligrosa porque, entre esas identidades que supuestamente la escuela debe respetar hay algunas que son violentas y excluyentes (como el machismo), y otras incluso decididamente antidemocráticas.
La educación trasmite a las nuevas generaciones un legado cultural socialmente consensuado. En este sentido, la guía en cuestión recoge el consenso social recientemente construido en Uruguay en materia de género y diversidad sexual.
El material quizás esté escrito con algunas palabras inadecuadas. “Deconstruir”, por ejemplo, es un término que figura en el diccionario de la Real Academia (“deshacer analíticamente los elementos que constituyen una estructura conceptual”), lo mismo que “deconstrucción” (“acción y efecto de deconstruir”; “desmontaje de un concepto o de una construcción intelectual por medio de su análisis”), pero quizás no hayan sido las opciones terminológicas más felices. Al margen de las palabras, no encuentro objetables los contenidos de fondo. No soy competente para evaluar las actividades propuestas, pero me parece que la idea general, a saber: poner en cuestión que los modelos de identidad sexual y de género mayoritarios deban ser considerados obligatorios, es correcta y compartible.
Lo que la guía pone en cuestión no son los modelos mayoritarios en sí mismos, sino los estereotipos asociados a ellos y el supuesto de que esos modelos deben ser considerados obligatorios. Y no lo hace de forma irrespetuosa ni ofensiva. Las actividades podrán ser mejores o peores, más o menos efectivas. Insisto en que no soy la persona indicada para evaluarlas. Pero el objetivo claramente no es avergonzar a nadie por su orientación sexual o su identidad de género, sino poner en cuestión las formas y los modos estereotipados de vivir las sexualidades mayoritarias. Como argumenté en la primera parte de esta columna, los estereotipos sexuales y de género no son asuntos privados, porque sus consecuencias públicas son muy concretas.