¿Cuál es la reacción de los lectores cuando en una biblioteca o en una tienda de usados encuentran un ejemplar anotado por anteriores lectores? ¿Cómo se comportan los lectores con sus propios ejemplares? Previsiblemente, las respuestas van desde las de los veneradores, que piden prisión perpetua para quien ose “dañar” un libro, a las de aquellos que alientan la marginalia como una práctica indispensable de la lectura atenta y del diálogo entre el autor y el lector. Para Tim Parks, profesor y periodista de The New York Review of Books, el lápiz es un arma indispensable para la lectura, y aconseja a sus alumnos blandirlo como tal, anotando sus reacciones, aunque sean meras exclamaciones de entusiasmo o repudio. Para otros, esta práctica atenta contra la esencia misma de la lectura, rompiendo el hechizo que el texto debe producir en el lector y quebrando la fluidez necesaria para el disfrute de la lectura.
Normalmente el interés en la marginalia revive cuando se trata de autores célebres, es decir, las anotaciones encontradas en libros que pertenecieron a autores reconocidos. Así, la adquisición de la biblioteca de David Foster Wallace permitió curiosear en las anotaciones marginales en libros de Don DeLillo, Cormac McCarthy y John Updike (o, incluso, en la biografía de J L Borges de Edwin Williamson, que luce un Post-it donde anotó “Emir Rodríguez Monegal’s Borges: A Literary Biography pág 544” y que provoca compulsión por ir a leer esa página). La adquisición de la biblioteca de Graham Greene, por ejemplo, se volvió importante en la medida en que el autor, que dejó pocos documentos originales, utilizaba los libros para anotar fragmentos de diálogos, delinear parte de las tramas de sus propias novelas o escribir los itinerarios de sus viajes.
Entre los libros que pertenecieron a Jack Kerouac, un periodista del New Yorker encontró un ejemplar de A Week on the Concord and Merrimack Rivers, de H D Thoreau, con una sola, significativa oración subrayada: “El viajero debe renacer en la carretera”; y en un ejemplar de Fifty-five Short Stories from The New Yorker, 1940-1950 que perteneció a Vladimir Nabokov pudo ver que el escritor se tomó el trabajo de ponerle nota a cada cuento: las únicos dos relatos que merecieron la nota más alta fueron “Un día perfecto para el pez banana”, de J D Salinger, y “Colette”… de Vladimir Nabokov.
Pero la marginalia tiene un lugar de encuentro: un grupo de Facebook creado por estudiantes de Oxford y dedicado exclusivamente a la escritura encontrada en los libros de las bibliotecas de dicha universidad. El grupo tiene más de 2.500 miembros y, previsiblemente, se ha extendido a la marginalia en general, ya sea al amor o al odio por los interventores de libros. El grupo sirve, además, como trampolín a todo lo que se publica sobre el tema en la web, ya sea la noticia del hallazgo de un libro de Hegel de 1801 en una librería de Japón (Diferencia entre los sistemas filosóficos de Fichte y Schelling) que contiene un fragmento de una crítica al libro, copiada de puño y letra por Hegel en la anteportada. O una compilación de los garabatos hechos por estudiantes medievales en los márgenes de libros del siglo XIII, e incluso hasta un concurso de la Universidad de Chicago para descifrar las anotaciones marginales encontradas en una edición de 1504 de La odisea. Una visita a la página del grupo puede terminar, por ejemplo, en un artículo sobre los misteriosos dibujos infantiles en los manuscritos originales de El origen de las especies, de Darwin –probablemente hechos por alguno de sus hijos–. Otra, en una visita al fascinante blog del historiador Erik Kwakkel, especialista en libros medievales, no tanto en su contenido expreso como en su materialidad.
Lo cierto es que después de entrar en el mundo de la marginalia ya nadie volverá a mirar con total reprobación los libros intervenidos. Y puede, incluso, inaugurar el interés compulsivo por la adquisición y lectura de libros ya no de determinados autores, sino de otros lectores.