Por su origen, su conformación y la población que la fue moldeando, Montevideo es una expresión austral de las ciudades del Mediterráneo. El foro y el ágora se replican en la ciudad colonial y en la ciudad republicana, en sus plazas y plazoletas, recipientes y testigos tanto de pronunciamientos cívicos, manifestaciones y asonadas como de juegos, paseos y romances. Después vinieron, y se quedaron, los grandes parques –el Prado con su vecino Jardín Botánico, el parque Rodó, el de los Aliados o parque Batlle, el parque Rivera–, para enriquecer con su oferta de flores, árboles, paisajes, rincones y monumentos, esa vocación del afuera compartido. Y luego vino la rambla, el espacio público a lo largo del río que para nosotros es mar. Todos sumados colocan a Montevideo, con diez a doce metros cuadrados de espacio público por habitante, prácticamente en el ideal de esa relación marcado por la Organización Mundial de la Salud, que sugiere entre diez y quince metros cuadrados para cada uno. Cómo estén repartidos es otra cosa. Pero además: “No sólo su conformación física es causa del lugar que ocupa el espacio público en la conciencia colectiva de los uruguayos. La propia conformación poblacional del país compuso un colectivo ávido por relacionarse, un colectivo reclamante de ciudades modernas y preparadas para la convivencia”.1
Pero la muy fiel y reconquistadora tuvo sus años malos, cuyos efectos no terminan de superarse. No hay ciudad armónica con una sociedad escindida. Las dificultades económicas desde el fin del sueño de los años cincuenta, el intervalo dictatorial, con su desconfianza hacia lo colectivo y sus, por suerte escasas, iniciativas sobre el espacio público –las pomposas fealdades de la Plaza de la Bandera, el Mausoleo de Artigas, la plaza de General Flores y Propios– trajeron un decaecimiento de la calidad urbana. Incluyendo, por supuesto, las calles y barrios que son el primer paso, el vestíbulo a lo público al alcance de todo habitante. En 1985 Montevideo se veía pobretona y desgastada. Sin embargo, tan sólido y arraigado es el carácter de su espacio colectivo que aun con tantos ataques y descuidos –demolición de edificios patrimoniales, construcciones en altura regadas por cualquier lado dañando la tranquila trama de buena parte de los barrios de la ciudad, el debilitamiento del Centro como espacio simbólico de encuentro ciudadano, y sobre todo el correlato territorial de la fragmentación social– Montevideo se las arregló de alguna manera, aunque con roturas y escaseces, para seguir siendo ella. Tuvo quien la defendiera: el Grupo de Estudios Urbanos, con Mariano Arana a la cabeza, descubrió para la sensibilidad colectiva el nivel del ataque sufrido por la ciudad “desmemorizada” a la fuerza, y dio el puntapié inicial para las normativas de protección patrimonial que siguieron desarrollándose y –cada año tenemos episodios que ponen a prueba sus alcances– aún no terminan de consolidarse.
Ahora, a casi 30 años del fin de la dictadura, y a 25 desde que el municipio está en manos de administraciones frenteamplistas, puede decirse que con idas, venidas, errores y aciertos, los espacios públicos montevideanos han conocido intervenciones y también invenciones que presentan signos al menos esperanzadores.
CAMINANDO. Posiblemente la primera acción recordable para el observador común –no especializado pero sí interesado– de la primera Intendencia frenteamplista sea la peatonalización de las calles Sarandí-Bacacay-Policía Vieja, con el único antecedente de Pérez Castellano en 1984. No se habían acallado aún las protestas de comerciantes que se sentían perjudicados por la medida, cuando ya esas calles se convirtieron en albergue de actividades culturales variadas, boliches, hoteles, venta de artesanías y antigüedades, paseos, por lo tanto, en atractivo turístico y vivencial para locatarios y visitantes. A lo largo de los años, medidas como la extensión de la peatonalización en Sarandí, la puesta a punto del teatro Solís, los planes de incentivo para residir en la zona, incluso hasta la inauguración de la Torre Ejecutiva, nutrieron un impulso que, con vueltas e incidentes varios, potenció la vitalidad del casco histórico. No todo él; pese a la instalación de algunos ateliers y tiendas de buen nivel, a la presencia fermental del Mapi, del Centro Cultural de España y del de México, hay como dos Ciudad Vieja, una al sur y otra al norte de Sarandí, que sólo retoma el clima de la primera cuando se llega a Pérez Castellano y al Mercado del Puerto, lugares también, con sus alrededores, de importantes intervenciones.
A la primera gestión de Arana en la Intendencia se debe también la definición y aprobación del Plan de Ordenamiento Territorial (Pot), un instrumento que estudia, califica y ordena los espacios públicos para actuar sobre ellos de la manera diferenciada que corresponde. Además de planes especiales, como el correspondiente a la Ciudad Vieja y al arroyo Miguelete, también se encaró un remozamiento de 18 de Julio y de las plazas del Centro, pese a lo cual nuestra principal avenida, su poder de atracción enfrentado por los shoppings, no recuperó aún aquel carácter de centralidad para todos que la caracterizó hasta los años setenta. En los últimos dos o tres años, sin embargo, al menos en las horas diurnas –en la noche las vidrieras con las cortinas bajas y luces que pueden o no estar encendidas reinstalan esa sensación de ciudad afantasmada–, el Centro, seguramente por el aumento del poder adquisitivo de mucha gente y por acciones puntuales y continuas –de la Intendencia, como espectáculos callejeros o la pantalla gigante frente al Palacio Municipal, de los comerciantes, como los ya instituidos “jueves del Centro”– parece inyectado de una nueva vida. Y el asunto no parece dirimirse sólo en aspectos edilicios y estéticos –¡al fin se ocuparon de las marquesinas!–, que también importan. La fragmentación ciudadana aleja a unos y acerca a otros, crea distancias, resquemores y miedos, insta a las personas a cobijarse en los espacios que sienten cercanos y seguros. Algunos eventos especiales, en particular el Día del Patrimonio, instituido en 1994, consiguen por una o dos jornadas romper las burbujas de separación y llevan y traen a miles de visitantes por todos los barrios de la ciudad, en una actividad que ha multiplicado sus ofertas y posibilidades. Y hechos como el funcionamiento a pleno del Auditorio del Sodre han empezado por iluminar y poblar el hasta hace poco apagado corredor de la calle Andes, donde también abrieron sus puertas dos hoteles mientras se espera el anunciado hotel boutique del Jockey Club. En la otra punta, la Plaza de la Bandera que ya no se llama así cambió felizmente su apariencia. El Centro no es lo que era en los años cincuenta y sesenta, pero…
PLAZAS INESPERADAS. El título está copiado del de uno de los capítulos de este nuevo librillo del Mec ya citado, que explica los fundamentos y procesos de los nuevos espacios públicos desarrollados por la Intendencia. La necesidad de inclusión y convivencia está en el origen de la plaza Seregni, de la de Casavalle, y de las similares que se están implementando en Marconi, Tres Ombúes y Chacarita de los Padres. Cualquier caminador urbano puede verificar el cambio que significó la primera, un enorme espacio luminoso –16 mil metros cuadrados– en una zona densa pero deteriorada del Cordón. Una plaza diseñada para albergar desde juegos para niños, pista de skate y muros para grafitis, hasta la tradicional función de brindar el descanso al aire libre, y usada gozosamente por vecinos de todas las edades. La de Casavalle –con cancha de fútbol, juegos, servicios higiénicos, un espacio polideportivo, una fuente–, que festejó su primer año este diciembre, se desarrolló dentro del Plan Cuenca Casavalle con la impronta de la articulación interinstitucional y la participación de los vecinos. Sus resultados en cuanto al combate a la exclusión, en una zona con graves carencias, los dirá el tiempo. Mientras tanto, mucha gente tiene la oportunidad de un disfrute que antes parecía propio de otro mundo.
En otros lugares también hay cosas buenas. Resucitaron Kibón, la Casa de Andalucía, el hotel Carrasco, se construye el Parque de la Amistad al costado de Villa Dolores, y la notable recuperación del Mercado Agrícola marca un punto de inflexión en el proceso de revitalización de un barrio perfectamente central, a la que también apuntala cotidianamente el activo Centro Cultural Terminal Goes.
Pero sigue habiendo un debe en Montevideo, y es la basura. Y no porque no se recoja sino porque se arroja de cualquier manera y a cualquier hora. Un debe que está en los mismos ciudadanos y en la reticencia oficial a aplicar mecanismos tan simples como prohibir los envases desechables y que se cobren las bolsas plásticas. La inundación en los alrededores de la Estación Central es un botón de muestra de lo que estas dos desidias unidas pueden causar, pero, como se insistió, eso toca sólo una vez cada cincuenta años. Mientras tanto, día a día y hora a hora el plástico taponea, desborda, afea, corrompe y contamina, incluso a pesar de los nuevos y bienvenidos contenedores. Montevideo, ciudad-árbol, decía con amor Justino Serralta. Montevideo, ciudad-plástica, un término infinitamente más feo, no debería quedar.
1. Espacios públicos, de Salvador Schelotto, Patricia Roland y Marcelo Roux. Serie Nuestro Tiempo. Ministerio de Educación y Cultura, Biblioteca Nacional.