En Montevideo hay motos como moscas. Hay miles de motos circulando por las calles, paradas en las veredas, requisadas en las comisarías, afuera de las obras y las fábricas, amontonadas en depósitos judiciales, al rayo del sol en la playa, dando vueltas y vueltas a las plazas. Hay motochorros atemorizantes, deliveries que siempre van a contramano y por la vereda, picadas temerarias y un ruido de escapes libres por momentos insoportable… Hay motos por donde uno mire, en los barrios pobres y en los ricos. Y como hay tanta moto, también hay estacionamientos exclusivos para motos, hay tallercitos por todos lados, casas de repuestos, auxilios mecánicos y hasta gomerías ambulantes que vienen y te reparan la pinchadura a domicilio. Es que una porción del nuevo uruguayo –a la que no le dio para un auto chino– se compró la moto. La mayoría por la rapidez en los traslados puerta a puerta, para ahorrar tiempo y costos; otros como un medio de vida, algunos por subir un escalón en el estatus social y varios porque profesan esa religión típica de esta nueva personalidad social: no dejes para mañana lo que puedas comprar hoy. Es así que en la última década se han vendido unas 90 mil motos anuales, con un pico de 330 por día en 2010. Claro, no todas circulan por Montevideo, pero parece. Dan cuenta de esa realidad los 4 millones de boletos urbanos que se dejaron de vender en el último año sólo en la capital. Es así: los trabajadores se bajaron de los ómnibus y ahora se desplazan atomizados por toda la ciudad en birrodados con motor. Y eso en sí mismo no es malo (para el presidente electo, Tabaré Vázquez, por ejemplo, es un indicador del “vamos bien”), pero tiene unas cuantas consecuencias desgraciadas.
LA OLA Y LA RESACA. Esta invasión –que se produjo básicamente porque se comenzaron a vender motos a muy bajo precio y con muchas facilidades crediticias– no ocurrió sólo por estas orillas, también se dio en toda Latinoamérica y en muchos países asiáticos. Son vehículos de mantenimiento económico, de aparentemente fácil manejo y muy prácticos. Sin embargo, también son muy inseguros. El uso de la moto como herramienta de trabajo sin una regulación adecuada está provocando cientos de fallecidos y miles de lesionados.
Este crecimiento explosivo, esta ola que inundó la urbe de motos, trajo consigo la resaca de la siniestralidad. Y demasiados motoqueros al poco tiempo de estrenar su primera “chiva” la cambian por una silla de ruedas. Y el sueño de la libertad individual termina siendo una larga pesadilla familiar.
Algunos dicen que las motos se convirtieron en el peor problema para el tránsito y que esto sucedió cuando aumentó su importación y venta sin la adecuación de la infraestructura vial, sin una reglamentación del uso y sin una enseñanza clara en la prevención de accidentes. Otros califican de “anárquica” la circulación de los motociclistas que se cuelan sin medir consecuencias, y a toda velocidad, por todos los intersticios del tránsito. De estos incumplidores contumaces de las reglas más básicas del buen manejo hay unos 300 mil que transitan sin licencia y medio millón que lo hacen sin casco, o con uno que no cumple con los requisitos mínimos de calidad.
Según se ha informado en los últimos años, la tasa de mortalidad en siniestros de tránsito de Uruguay es de 16,6 personas cada 100 mil habitantes. De éstas, casi la mitad son motociclistas. En los 12 departamentos donde los intendentes insólitamente permiten el incumplimiento explícito de la ley de tránsito y seguridad vial (número 18.191) y no se fiscaliza, por ejemplo, el uso del casco, la tasa es superior a la media.
Distintos informes oficiales han manejado cifras contundentes para el prontuario de las motos: el 60 por ciento de los fallecidos en los accidentes de tránsito en las ciudades son motociclistas de entre 16 y 39 años. En Montevideo, entre 2006 y 2011 se registró un aumento del 40 por ciento en la cantidad de muertos por esta causa. Claro, en la última década la cantidad de motos aumentó más de cuatro veces en la capital (eso sin contar las que están empadronadas en otros departamentos o que circulan sin documentación). Ocho de cada diez motos transitan por el área metropolitana.
BARATAS PERO CARAS. Se dirá que la culpa no es de la moto, sino del que se sube encima, que las motos ahí paradas no chocan… Pero sin demonizar la sustancia, no es gratuito el bajo costo de estos vehículos que los uruguayos compran como quien compra un electrodoméstico, a pura cuotita. Autoridades de la División de Tránsito y Transporte de la comuna capitalina han declarado públicamente que en Uruguay no existe una regulación de las especificaciones técnicas que deben tener las motocicletas para ser importadas. No se tiene la seguridad, por tanto, de que cuenten con la estabilidad o la capacidad de frenado necesaria. Se ha comprobado, dicen, que tienen mucho menos frenado que otro tipo de motocicletas. Son vehículos que en otros mercados no ingresan y que no se adhieren a ninguna norma.
Pero como se sabe, en casi todo mercado mandan los precios. Por eso las motos más vendidas son de origen chino y de 125 centímetros cúbicos o menos, con un precio que ronda los 1.400 dólares. Pero también hay modelos de 100 centímetros cúbicos por 700.
Lo que resulta claro es que a buena parte de los montevideanos les cuesta menos conseguir una moto propia que aprender a conducirla. Si bien se calcula que el perfil del motociclista medio coincide con el de un joven de entre 16 y 25 años, de nivel socioeconómico y cultural medio, en los últimos años está aumentando la compra de motos por parte de adultos mayores de 40 años, sin instrucción previa. Expertos en la materia aseguran que el motociclista uruguayo tiene poco o nulo sentimiento de responsabilidad y muy baja percepción del riesgo. A eso se le suma que la venta de motocicletas sin exigencia ni control alguno ha producido un alto número de motociclistas que nunca pasaron por una clase o por un examen teórico (cabe recordar que en algún momento no demasiado lejano en el tiempo se exigía libreta de conducir para comprar una moto cero quilómetro). Si bien existen fiscalizaciones y se ponen multas y algunas son caras, muchos directamente no las pagan, prefieren perder la moto y comprarse otra, más nueva y (descontando la multa) bastante barata. Hace pocos días el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, ilustraba en ese sentido cuando declaraba que ya no se pueden confiscar más motos (ni siquiera las que participan en delitos) porque no hay más lugares donde depositarlas.
Las motos ya están ahí, de muchos colores y modelos, instaladas en el paisaje urbano. Que dejen de ser una amenaza será una tarea larga. Porque si bien como en casi todos los problemas sociales la educación suele ser un buen remedio, la idea de educar a todos estos nuevos cuentapropistas de la velocidad en la disciplina del manejo responsable no resultará nada fácil. Sería más sencillo solicitarle certificados de aptitud psicológica para conducir a una banda de Hells Angels de mal humor.