Juan tenía 7 años cuando descubrió que a los libros no los había hecho todos una misma persona, como pasaba con los árboles, las nubes y los animales. Cuando su madre se lo explicó (“Dios no hizo los libros, Juan”) estuvo toda la tarde siguiéndola de una punta a la otra de su cocina en Paysandú, repitiéndole: “¿Qué querés decir? ¿Que los puede hacer cualquiera? ¿Que yo puedo hacer uno?”. Como nadie en el mundo (es decir, en su casa y en el jardín de infantes) quería enseñarle todavía los rudimentos básicos del oficio, el pequeño Juan decidió descubrir por su cuenta el saborcito de impregnar la tinta contra el papel. Su familia, necesitada de mano de obra para mantener las esqueléticas finanzas del hogar, trató durante años de disuadirlo, pero él perseveró. Hasta que logró escapar a Montevideo a los 18. Un ómnibus de la Onda, quinientos pesos y un bolsito de tela con un poco de ropa bastaron para escapar de aquel infierno. Por las mañanas –cuenta con ojos desorbitados– manejaba un taxi para pagar el alquiler del cuchitril donde vivía, y por las noches se pasaba afilando la lengua y la mente en bares llenos de humo, como el Sorocabana, donde oficiaban algunas de las lenguas más afiladas de la capital.
En esos bares, en esas contiendas verbales de trasnoche, perfeccionó su manera de escribir oralmente; aprendió a tallar y pulir y corregir oralmente, y al volver de aquellos bares a su covacha en la madrugada transcribía lo que quedaba. Ningún tema lo intimidaba, y en todos deslumbraba. Su plan era ir quemando las hormonas juveniles con esos ensayitos, preparándose para la magna tarea, una novela, un gran fresco de su época donde convergieran el filo, la elocuencia y la gracia de su prosa. Y entonces le sucedió algo completamente inesperado: un día descubrió que nunca iba a ser famoso por escribir. Lo descubrió como se descubren esas cosas: primero poco a poco y después de repente, como decía Hemingway. De aquellos tiempos de discusiones interminables que empezaban con el desperezarse de las cortinas metálicas en el amanecer de la noche, hoy apenas quedan los vestigios del hombre: hace tiempo que esta ciudad con nombre de colina audiovisual dejó de acoger tertulias interminables donde la poesía y la política conformaban, junto al café expreso y la “milanga” de las 12, el plato del día. El hombre ahora revista en el mítico Bar de Vida, del Paso Molino, a pocos metros de donde las vías peinan Agraciada. En los descuentos, dice, se trata de cumplir apenas los dos mandamientos más básicos: mamarse y divagar.
Mamarse y divagar: así también podría resumirse el “millaje” acumulado de Miguel Carrera por los bares de Montevideo, suficiente tal vez como para dar vuelta al mundo varias –80– veces, desde la adolescencia en el bar Estudiantes hasta las eternas jornadas en el viejo El Perro que Fuma, ahora masacrado por la prepotencia del acrílico. ¿Los temas? Los de siempre: política, mujeres y fútbol. De la muerte no se hablaba, sí de los muertos que iban llegando. Avanzados los sesenta llegaron las minas a compartir la mesa. Ya no se habló más de ellas: se trataba, pues, de poner el ojo (y la bala). Y ahora, en el debe de la vida, como dice el tango, en tiempos en que no se puede fumar en los bares, a solas y con el trago moderado, ve pasar la vida por la ventana de La Casa del Whisky. Lee el diario, pide una ternera al horno, pero no pierde la costumbre. Divaga. “Nos estamos quedando sin malas palabras”, se queja cuando la conversación gira inesperadamente al clamor de los nuevos tiempos. “Ahora hay que ser correcto, un tipo bien, decir ‘todas y todos’, no hablar de los negros ni hacer chistes de putos porque parece que está mal visto”, tirita. ¿No será que tanta violencia física obedece al debilitamiento de la violencia verbal? La cuestión viene de arrastre. Allá por los cincuenta, dice, los conductores de autos intercambiaban alguna puteada y seguían lo más campantes. Ahora, se tranquiliza, el “hijo de puta” se usa como agravio y un segundo después como exaltación. Punto a favor para el hombre: es cierto, en poco tiempo los uruguayos logramos convertir el tradicional convite al duelo con cuchillo en un elogio.
De eso saben los diez caballeros que pueblan el Bar Salvo entre cabezas de jabalíes y ciervos axis y un carpincho embalsamado. Prolijamente engominado, Carlitos Leguizamo, el zapatero del barrio, susurra las diez décimas de Alfredo Zitarrosa mientras acaricia con parsimonia la mesa de cármica y patas de hierro. De los viejos tiempos el Salvo conserva la cerveza fría, las charlas conspirativas y, de vez en cuando, los insultos. En fin de año y semana santa los habitués del boliche colocan una mesa de madera en la vereda y un medio tanque con surtidas carnes. Y ahí no hay puteada –versión verbal del latigazo– que alcance. Por lo general, un político de turno o el futbolista en desdicha son el centro de las diatribas. Antes, cuenta Carlitos, también ligaban los milicos, los mismos que trocaron el decente “militante” por “delincuente subversivo”. Cuentan que en plena dictadura, en la esquina de Burgues y Luis Alberto de Herrera, un grafiti rezaba: “Sí a la puteada, no al insulto”. El autor, un asiduo concurrente al Salvo, fue detenido cuando terminaba su obra maestra contra el muro del León de Caprera, pero la pintada –vaya a saber por qué– recién fue borroneada pasada la noche de la dictadura. Eso sí, el hombre volvió un día, apaleado, al bar de sus amores, y de ahí en más los parroquianos parecen habérselo grabado a fuego: no hay buenas o malas palabras; las palabras son útiles o inútiles. Y aquellas eran más bien útiles. Ahora para ver pasar la vida Charly usa como oficina el bar La Razón, sobre la avenida Carlos María Ramírez, pleno corazón de La Teja, donde el matambre a la leche resulta tan sabroso y atractivo como Rita Hayworth bailando “Put the Blame on Mame, Boys”.
Del otro lado de la ciudad, las buenas costumbres del lenguaje parecen haber triunfado. De verdadero lifting podría catalogarse lo que viene experimentando desde hace unos años la Ciudad Vieja. Entre fachadas agrietadas en las que sobreviven balcones más propios de La Habana está “el Bajo”, una zona de la ciudad que promete resurgir, como el ave fénix, de las cenizas, aunque la Estación Central y su enterrado proyecto de reactivación nos recuerden lo perjudicial de estas comparaciones. Ahí, en la esquina de Piedras y Juan Carlos Gómez, a pocas cuadras de donde el Cabildo y la Catedral se miran desconfiados, una argentina millonaria de nombre Paz se encarga de restaurar varios edificios descascarillados, entre ellos la vieja Casona Mauá, ahora reconvertida en museo. El circuito cultural se complementa con nuevos boliches. Entre ellos Ñandú, donde trabajan como portera una “afroboliviana” y, como encargado de la barra, un muchacho de unos 30 años que confiesa haber salido de la pasta base. Entre sus concurrentes suele estar el jet set de la ciudad, que ahora recorre el Bajo sin complejos… ni insultos. Música en vivo, cine experimental, artes visuales, artes escénicas, pintura mural, gastronomía: todo donde hace apenas unos pocos meses era tierra arrasada. Ahí, donde el lenguaje adopta la forma del último grito de la moda, todo suena exagerado. Se habla de piletas techadas, fiestas privadas, Twitter y ropa de marca. Una señorita con vincha y trajecito de Cenicienta comenta que tuvo suerte en el levante, trazando un misterioso paralelismo con la música: “Me chuponeé a una con Floricienta de fondo”.
La peligrosidad, la marginalidad, las actividades ilegales, todo eso que estaba puesto en la misma bolsa de gatos que maullaban con desesperación en la noche en la Ciudad Vieja parece ahora cosa del pasado: las cámaras colocadas por la Policía mantienen a la población del barrio más antiguo de la ciudad bajo una especie de Gran Hermano controlado. Aquella noche mixturada y caída de los bordes de lo tolerable para las buenas costumbres, que desangraba del puerto hacia la Ciudadela, ahora “remixada”, amenaza con transformarse en el nuevo boom de la ciudad nocturna. Explica Esther, habitué de la pensión Milán –donde se dice que alguna vez habitó el escritor Juan Carlos Onetti–, que el aroma a parrilla típico de los mediodías que emanaba de las proximidades del Mercado del Puerto va cediendo ante el nuevo auge. “De noche, la calle no da abasto. Entre el calor atípico para la época y la cerveza más barata que en el supermercado, capaz que esté el mejor lugar para bailar el festejo por los 56 pirulos de Madonna”, ironiza, mientras desde la cabina del DJ disparan “Impressive Instant”, subestimada gema que la popstar cumpleañera incluyó en su álbum Music. Claro, para visitar el Bajo hay que estar enterado. Una ciudad donde los mejores lugares no tienen señales ni carteles y pasan inadvertidos desde la calle obliga a cualquier interesado a realizar, cual extranjero, una investigación pormenorizada de coordenadas y direcciones para dar con los boliches de turno.
En realidad, el primer impulso revitalizador en la Ciudad Vieja vino de la mano del bar Bacacay y La Ronda, ambos comandados por inmigrantes alemanes, aunque el segundo luego cambió de dueños. El Bacacay, que hace honor a la peatonal en cuyo principio y fin asoma, majestuoso, el teatro Solís, postula la buena educación como bandera. Desde su baguette de queso crema con wasabi y salmón hasta los hombres que lo habitan, muchos de sombrero y gabardina, todo allí parece marcado por la preocupación estética. En el menú no figuran ni la bondiola ni el mondongo: la economía de mercado le deparó un derrotero similar al del Tabaré. Parecido rumbo tomó La Ronda, donde el “masticable” se ha ganado fama de incorruptible. Pero a pocas cuadras de ahí El Republicano (ex Bar Coruñés) propone la medida exacta entre las costumbres ibéricas y el aire de los nuevos tiempos. “Hoy paella”: dos palabras y una enorme bandera tricolor (a no entusiasmarse, bolsilludos, que hablamos de la roja, amarilla y morada de la República) señalan, a lo lejos, este lugar donde la “madre patria” y el plato se dan la mano. También está Carmela: la señora, hija de inmigrantes españoles, que suele pasar los sábados acodada al enorme ventanal sobre la calle Wilson Ferreira, no ahorra en vocabulario. Y entre trago y trago despotrica contra don Felipe y doña Letizia, consciente de que ella nunca será reina y, jamás de los jamases, súbdita. La infanta Cristina –“una chorra”, describe–, su hijo Froilán y hasta la duquesa de Alba recorren los recovecos de la conversación hasta que, de golpe, lanza al dueño del circo: “¡Esto está de puta madre!”. Ay, Carmela. Enseguida se lleva la mano a la boca y hace un silencio largo, culpable. Lo bueno del mordiscón de Luis Suárez durante el Mundial es que, de acá a un par de años, siempre va a ser tema de conversación para llenar baches en cualquier charla con un uruguayo.