Tras Un viaje inesperado y La desolación de Smaug, esta batalla de cinco ejércitos clausura la introducción a El señor de los anillos, que vimos antes pero en orden narrativo debería venir después. El dragón Smaug fue al fin muerto por Bardo, los enanos están dentro de Erebor y su rey Thorin está obsesionado con el tesoro del dragón, el buen Bilbo trata de mediar entre los enanos y los elfos, enemigos irreconciliables, pues se viene un asalto monstruoso por parte de las tropas del mal. Pero bueno, yo conté cuatro (ejércitos): los enanos, los elfos, los hombres, los bichos (orcos, trasgos, huargos, murciélagos). ¿Y para qué tanta contabilidad bélica? Igual podrían haber sido dos, o seis, o 13 ejércitos, porque de lo que se trata es de diseñar estruendosas batallas entre dos bandos –cada uno con composición variada–, el bien y el mal grosso modo, batallas que tan pronto tienen el sello del entrevero masivo como tan pronto se resuelven en el viejo y querido duelo individual, espada contra espada o flecha o puño contra puño, saltos acrobáticos, siempre. Sin violencia verdadera, además. La gente –o el bichaje– cae pero no sangra ni muere, sólo rueda ostentosamente para dar cuenta de que fue liquidado. Es para todo público, alcanza con la cara del trasgo que el 3D tiene a bien acercarte.
Estirado hasta lo imposible el librito fundador, a Peter Jackson no le queda otra que multiplicar las batallas, las tomas aéreas, las criaturas espantosas, y repetir un par de resortes psicológicos –es un decir–. Uno, el amor difícil o imposible; acá la elfa Turiel (Evangeline Lilly) y el enano Killy (Aidan Turner), en insinuado triángulo con el imperturbable Legolas (Orlando Bloom). Dos, alguien es capturado por la ambición al punto de olvidar lo que más le importa, repetido resorte de la acción que en El señor de los anillos correspondía al anillito que enloqueció del todo a Sméagol y casi logra que Frodo le haga compañía. Acá, en la “precuela”, como le dicen, el anillo es aún lateral, vive en el bolsillo de Bilbo, y el causante de la ambición, que en este caso le tocó al rey enano Thorin (Richard Armitage), es una especie de océano de oro que haría las delicias de MacPato. De nada valen las razones de Bardo (Luke Evans), de Bilbo (Martin Freeman), de Gandalf (Ian McKellen, siempre con su hábito roñoso), hasta de la concesión que de mala gana hace a los enanos el rey elfo Thranduil (Lee Pace), porque Jackson y sus coguionistas –Guillermo del Toro, entre ellos– tenían que estirar el “conflicto”, ya que aparte de los trasgos, los orcos y la vacilación y redención final de Thorin, no había otra cosa. Sí, el obligatorio lazo con lo que vendrá, o lo que fue: Bilbo viejo (Ian Holm), Galadriel (Cate Blanchett, en breve e impactante aparición), Elrond (Hugo Weaving), Saruman (Cristopher Lee): ya veremos, ya vimos lo que pasa después.
Con todos los visos de superproducción que la película tiene, con ese cierto cariño que uno fue desarrollando a lo largo del tiempo por los personajes e historias, con ese regreso a tierras míticas que se aprendió a desear, el espectáculo deja gusto a poco. No es que sea aburrido, se pasa rápido, es vistoso, tiene ambientes y paisajes sugerentes, etcétera. Pero arquitecturas pesadillescas y monumentales, valles gigantescos, monstruos feos y asesinos, frases altisonantes (música ídem) y batallas enredadas venimos viendo desde hace 14 años en seis películas incluida ésta, y en las últimas tres sin siquiera Viggo Mortensen. Ejercicio recomendable para la memoria: aprenderse de corrido los nombres de los 13 enanos: Fili, Kili, Balin, Dwalin, Dori, Nori, Ori, Óin, Glóin, Bifur, Bofur, Bombur y Thorin. Tiene su musiquita.
The Hobbit: the Battle of the Five Armies. Estados Unidos/Nueva Zelanda, 2014.