Francesco Rosi tenía 92 años y una carrera culminada. Carrera despareja, que pudo por ejemplo despistarnos cuando en plena veteranía y posesión –hay que suponer– de sus medios expresivos, se atrevió con la adaptación cinematográfica de Crónica de una muerte anunciada (1987) de Gabriel García Márquez y sólo obtuvo una especie de cadáver no exquisito. Por cierto, Cadáveres exquisitos (1976) se llamó una de sus películas a recordar, y también inspirada en la literatura, en ese caso de Leonardo Sciascia. La distancia entre la dura realidad de Sciascia y el fatalismo mágico de García Márquez marcaba afinidades y distancias muy notorias para Rosi, pero seguramente también los más de diez años que mediaron entre una y otra pesaron a su manera, ya que aquel tiempo prolífico del cine cuestionador y guerrero en el que Rosi obtuvo sus mejores logros parecía haberse agotado.
Allí quedaron las películas de Rosi que llegaban a la cabeza y el corazón. No todos han visto –yo por lo menos no las vi– las primeras incursiones de Rosi en el cine, desde asistente de Luchino Visconti en La terra trema (1948), luego guionista del mismo en Bellisima (1951), después junto a otros directores como Antonioni, hasta llegar a la dirección a partir de Camicie rosse (1952) y lograr notoriedad con El desafío (1957). Para nosotros la presentación de Rosi, y qué presentación, fue Salvatore Giuliano (1961), un extraño, para la época, filme contado en flashbacks sobre el bandolero del título, que siendo el eje de una trama de hambre, violencia y corrupción, no llegaba nunca a ser visto por el espectador. Para muchos cinéfilos que empezaron nutriéndose en los años sesenta y setenta, es probable que Rosi sea siempre recordado por ésta y por las dos películas que le valieron los dos premios más importantes del cine europeo, Saqueo a la ciudad, de 1963, que se alzó con el León de Oro de Venecia, y El caso Mattei, con el que ganó en Cannes. En ambas quedaba explícito el compromiso político del cineasta, en un sentido que marcó su tiempo y su obra, el de la indagación de los mecanismos de poder, el dinero y la consecuente violencia que enturbiaban la siempre agitada vida italiana. El mismo espíritu animaría, en 1976, Lucky Luciano, sobre el capo de mafia afincado en Italia –y sospechado de digitar desde su aparente retiro el tráfico de heroína– luego de haber sido condenado en Estados Unidos por una notoria masacre. Sin embargo, hay entre estas reconocidas culminaciones una película bastante –e injustamente– olvidada, y que entronca mejor con las búsquedas iniciadas por Salvatore Giuliano. En El momento de la verdad (1965) Rosi se va a España pero no para hacer un filme sobre o contra el franquismo, sino sobre la vida de un torero. El Miguelín de la película de Rosi no es el torero mítico de los pasodobles, el enamorado de la gloria de su oficio, sino un campesino que para salir de la miseria –y lo consigue– se enfrenta en cada “fiesta” a la muerte, y después de la fiesta al nudo de intereses pecuniarios que se mueven tras la gestación y aprovechamiento de aquélla. Con Cristo se detuvo en Eboli (1979), basada en las memorias y la experiencia de Carlo Levi en su destierro en Sicilia durante el fascismo, y Tres hermanos (1981) Rosi completa para esta cronista –que no tuvo la suerte de ver su último filme, La tregua, de 1997, sobre el aporte de otro Levi, Primo– el ciclo más entrañable de la obra del director napolitano. Aunque tuvo incursiones menos memorables –como la comedia Y vivieron felices, de 1966, en ancas del reinado de Sophia Loren, o el filme ópera Carmen, de 1984–, la herencia más perdurable de Rosi está ligada a su interpretación y puesta al día del espíritu del fértil y vigoroso neorrealismo. Siguiéndolo al pie de la letra, desafiándolo, estirándolo, reinterpretándolo, desde él se ha hecho lo más imprescindible del cine italiano. No podía ser de otra manera.
RUBIAS DE LEY. Ya se sabe que Anita Ekberg hizo unas cuantas películas más, aparte de La dolce vita. La rubia del físico fenomenal, cuyas proporciones desafiaban las normas más elementales de armonía y delicadeza usualmente atribuibles a “lo femenino”, anduvo por Hollywood desde muy joven. Apadrinada por Howard Hughes, que entre otras cosas tenía sus berretines de Pigmalión, Anita estuvo en películas de escasa prosapia –Loco por Anita, Abbot y Costello van a Marte, La espada de Damasco–, o con mucha –Guerra y paz, donde su exuberancia quedaba opacada por ese soplo de gracia que era Audrey Hepburn–, y hasta tuvo un Globo de Oro por Regreso de la eternidad, en 1956. Pero siguió siendo sólo la rubia, bella y vistosa sueca que se fotografía y se olvida hasta que Fellini tomó todos esos atributos que la hacían tapa de revista para edificar sobre ellos a una diosa. La dolce vita y Anita en la Fontana di Trevi invitando al hipnotizado Mastroianni a compartir ese baño de agua y de sensualidad compusieron una imagen perdurable que se hamaca entre la postal y el mito. Anita quedaría presa de Italia para siempre. Volvió a trabajar bajo las órdenes del gran Federico enloqueciendo a Pepino de Filippo en “Las tentaciones del doctor Antonio”, capítulo de Bocaccio 70, y mucho después, haciendo de sí misma, en La entrevista (1987), en un plano documental y otra vez con Mastroianni. Se quedó prácticamente en el cine italiano, aunque es probable que pocos recuerden algunas de las películas que allí protagonizó. La cinefilia, una pasión tan gratificante como tiránica, la dejará para siempre bajo las aguas de la Fontana, enorme y voluptuosa como una deidad nórdica atrapada por el calor del sur.
Menos ostentosa pero igualmente bella –más, según algunos–, Virna Lisi tuvo una carrera variada aunque menos notoria a nivel masivo. Desde El tulipán negro (1964, Christian Jaque) con Alain Delon como guapísimo espadachín, hasta La reina Margot (1994, Patrice Chéreau) o El mejor día de mi vida (2002, Cristina Comencini), la muchacha nacida en Ancona trabajó en su Italia natal, en Estados Unidos, en Francia, siendo dirigida por cineastas como Joseph Losey (Eva), Mario Monicelli (Casanova 70), Pietro Germi (Señoras y señores), Nanni Loy (Made in Italy), Richard Quine (Cómo matar a la propia esposa), Edward Dmytryk (Barba Azul), Henri Verneuil (La hora 25), Liliana Cavani (Más allá del bien y del mal), entre otros. También trabajó en teatro y televisión, y en los años sesenta fue considerada por Hollywood como la candidata ideal para suceder a Marilyn Monroe, papel que al parecer no sedujo en absoluto a la italiana, poco afecta a la tiranía del star system. Siguió su carrera con independencia –rechazó por ejemplo protagonizar Barbarella, papel que luego haría Jane Fonda, para Roger Vadim–, tuvo un solo matrimonio que duró 53 años, a lo largo de su vida recibió varios premios: el David de Donatello de la Academia Italiana, en Cannes por su papel como Catalina de Médici en La reina Margot, un César por el mismo papel, varios Nastri d’Argento de los críticos italianos.
Y otro homenaje: los diarios argentinos recordaron al unísono, a su muerte, que su belleza distante en el tiempo enamoró de tal manera a Luca Prodan que le compuso la canción “TV Caliente”, incluida en el segundo disco de Sumo.
Rod Taylor (1930-2015)
Aguerrido y simpático
Rara vez le tocó en suerte encarnar personajes que no despertaran la adhesión del espectador, por lo que choca volver a verlo en El árbol de la vida (1957), de Edward Dmytrick, donde hacía de político oportunista y ultraconservador. Se lo apreciaba mucho más, en cambio, como el modesto novio de Banquete de bodas (1956), de Richard Brooks, o los probables galanes de La reina tirana (1956), de Henry Koster, o Pregúntale a ella (1959), de Charles Walters, habida cuenta de su desempeño en Gigante (l956), de George Stevens. Era la primera etapa del actor nacido como Rodney en Sydney, Australia, tierra a la que volvía cada vez que podía, ya fuera para filmar o como mero visitante de su lugar natal. Allí había estudiado bellas artes y había hecho teatro hasta que decidió viajar a Londres para tomar cursos de declamación, antecedentes todos del paso por un Hollywood que primero lo hizo militar como secundario no sólo en los títulos nombrados sino también en la sobria adaptación de Mesas separadas (1958), de Delbert Mann, y en la inquieta Mundo sin fin (1956), de Edward Bernds, un science-fiction clase B que vale la pena redescubrir, antes de lograr mayor atención con el protagónico de La máquina del tiempo (1960), de George Pal, del mismo género, en la época en que la televisión le confiaba la parte de agente del orden titular en la serie Hong Kong, muy apreciada en estas latitudes. A partir de allí se lo pudo ver en forma destacada en comedias populares como Un domingo en Nueva York (1963), de Peter Tewksbury, junto a Jane Fonda, la deliciosa Espía por error (1966), de Frank Tashlyn, con Doris Day, la itálica El pirata de su majestad (1963), de Rudolph Maté y Primo Zeglio, en la que encarnaba a Francis Drake, la superestelar Hotel Internacional (1963), de Anthony Asquith, donde hacía pareja con Maggie Smith, nada menos, y por cierto, en Los pájaros (1963), uno de los filmes más originales del maestro Alfred Hitchcock, y El soñador rebelde (1964), acariciado proyecto de tono irlandés que comenzara John Ford y, por enfermedad de éste, terminara Jack Cardiff. La acción bien sostenida asomaba luego en 36 horas de suspenso (1964), de George Seaton, y Los mercenarios (1968), otra vez a las órdenes de Jack Cardiff. Alrededor de 1970 participó asimismo en la compleja Zabriskie Point, de Michelangelo Antonioni, y prosiguió una carrera que incluyó abundante participación en televisión, otro ámbito en el que volvió a dejar la marca que paseara en westerns y policiales o la franca humanidad que irradiaba en las comedias. Uno de los últimos llamados provino de Quentin Tarantino, en 2009, cuando rodaba Bastardos sin gloria y se le ocurrió que nadie mejor que el viejo y querido Rod –una breve aparición como estrella invitada– para personificar a Winston Churchill en ese título tan cinéfilo como irreverente. Y al australiano, como no podía ser de otra manera, le gustó la idea.
Álvaro Loureiro