—La tradición familiar incubó tu vocación.
—Sí, mi viejo era un apasionado de la fotografía. Estoy intentando transformar mi archivo personal en un libro cuya tapa, probablemente, será ésta (despliega en el monitor una foto de cuerpo entero de su padre saludándolo). La saqué un día en que, antes de irse, me dejó su cámara para que hiciera lo que quisiera con ella. Mi abuelo paterno también fotografiaba y filmaba. Había venido de Italia escapado de la Segunda Guerra, junto con mi viejo; tenía filmaciones de esa confrontación y de la guerra civil española, donde conoció a mi abuela. Era militar de carrera y murió con la foto de Mussolini colgada en la cabecera, pero lo que me cautivaba de él era su faceta de investigador, de viejo inventor en un laboratorio doméstico de imágenes. Filmaba, revelaba, editaba, todo a inspiración, el primer “fotoshop” que conocí lo hacía él, recortando, pegando e interviniendo negativos. Acá llegó con su valijita de inmigrante, trabajó de fotógrafo de cumpleaños y casamientos y terminó especializándose en revelado y laboratorio; mi viejo, a su vez, arrancó en el Foto Club y terminó en la publicidad.
—¿Nombres de tu abuelo y de tu padre?
—Michele y Amílcar.
—¿El teatro cuándo despierta?
—Mi viejo hacía la fotografía de la revista Nuestra Tierra…
—Que la Feria de Tristán Narvaja atesora.
—Claro, son tremendo archivo histórico; ahí trabajaba con el “Chino” Campodónico, que redactaba los textos, y con el flaco Añón, un genio que hizo todos los afiches de la Feria del Libro. Como el Chino también dirigía en El Galpón, lo llevó a mi viejo a sacar fotos.
—El Chino era profesor de historia.
—Geografía; después El Galpón partió al exilio y mi viejo conoció a su actual esposa, Cecilia Baranda, actriz pionera del Circular. Ahí comenzó la relación de mi viejo con el Circular, adonde me llevaba y donde conocí a buenos compinches, como el hijo de Walter Reyno y a Martín, el hijo del “Corto” Buscaglia. Teníamos más o menos las mismas edades, e idéntica capacidad de romper las pelotas.
—Esa apreciación me sirve para cuestionar el lugar común del deslumbramiento infantil por la trastienda escénica. Habrá niños que en lugar de extasiarse, con toda naturalidad la rechazan.
—Puede ser, aunque es difícil que ocurra. Pensate niño entrando a un lugar en penumbras, en el que descubrís a un tipo probando vestuarios, a otro colgando luces, otro pintando, otro dando indicaciones, ¿cómo sustraerte a ese universo? Y después asistís a la “cocina” de la obra, sos parte, paso a paso, de su evolución; es imposible no querer saber cómo finalizará. Vi El herrero y la muerte unas treinta veces, y nunca dejó de cautivarme. Por supuesto que también había momentos en que me aburría y quería irme a mi casa; entonces recurríamos, con estos amigotes, a perpetrar las peores trastadas imaginables.
—Hacían ruido, por ejemplo.
—Ojalá (sonríe), cruzábamos de lado a lado la sala dos del Circular durante los apagones de Doña Ramona, y ni los actores se enteraban; en la obra La rebelión de las mujeres había un pene gigante, hueco, nos metíamos adentro y le chistábamos al público, o le tocábamos las piernas. La escenografía de otra obra, Frutos, era una especie de serpiente hueca que atravesaba el escenario, y la usábamos para reptar, en fin, de todo. Una vez el flaco Osvaldo Reyno nos amenazó: “Guachos de mierda, los voy a cagar a patadas”. Pero los castigos no pasaban de una penitencia o alguna puteada.
—Estoy seguro de que hay muchas personas que no saben que existe el teatro; fotógrafo de teatro ni hablemos. ¿Cómo definirías tu oficio?
—Desde la sensibilidad trato de comprender la obra. No puedo fotografiar sin preguntarle al director qué idea tiene.
—Trabajás, entonces, desde el primer ensayo.
—No siempre, pero me esfuerzo por sintonizar con la mirada del director. Hay algunos a los que me une una amistad previa, y eso fertiliza y abre el diálogo; la personalidad de otros, en cambio, me circunscribe a mi rol.
—¿Y cómo toleran los actores el estruendo de un obturador en el silencio de la liturgia?
—Están acostumbrados. Es más, algunos comentan cuando llego: “Por fin viniste”. A esta altura, luego de veinte años de fotografiarlos, soy amigo del 90 por ciento.
—Pero un fotógrafo entre el balcón y el follaje es un tábano para Romeo y Julieta.
—No olvides que el ensayo es el eslabón de una cadena, una pieza del puzle. La concentración, si es firme, nunca puede verse afectada por mi labor, incluso creo que le sirve al director para testearla. Aparte de que el elenco deberá enfrentar, mañana, molestias genuinas: celulares sin apagar, chirriar de envolturas de caramelos, parloteo de señoras indiferentes a que la obra comenzó.
—La magia de una fotografía parece provenir del segundo exacto. ¿Para vos de qué depende?
—Del grado de compenetración con la obra. He llegado a transpirar al término de un ensayo, y he disparado a pocos centímetros de la cara de un actor. Llega un momento en que saco sin ver.
—¿A discreción?
—No, para nada, hablo de simbiosis. Es como bailar tango, soy uno con el cuerpo y la respiración del otro. En esa tensión, espero su movimiento.