Un blanco y negro agrisado, como en un perpetuo día nublado, en un formato cuadrado; paisajes, ya sea urbanos o rurales, siempre vacíos, instalando la sensación de una desolación extendida, pegada a la misma naturaleza, a los muros y las calles, con la música usada con potencia y precisión sólo en momentos clave. El tema de la película asimismo se acerca a los de aquel cine del arranque de los años sesenta, cuando la Segunda Guerra Mundial, el nazismo, el Holocausto, la dominación alemana, las traiciones y los sacrificios estaban muy frescos en una memoria que buscaba curar sus heridas. También, no hay que olvidarlo, la naturaleza vigilante de los regímenes comunistas hacía que incursionar en asuntos como la represión, la libertad, la dominación, la resistencia, de imposible abordaje en el presente de entonces, pasara si se ubicaban en el pasado.
Ida comienza en un convento, donde la joven novicia Anna (Agata Trzebuchowska) se apresta a hacer sus votos en el lugar donde había vivido durante toda su vida. En la primera escena vemos a Anna y otras novicias restaurando o pintando una estatua de Jesús –que luego será trasladada a un lugar en el jardín–, y en una toma muy fugaz se ve la mirada como de íntima complicidad que la adolescente le dirige a la estatua. (Ese detalle mínimo sólo mostrará su sentido al final, para quien lo quiera ver.) Más tarde es informada por la madre superiora de que antes de vestir los hábitos debe visitar a su única pariente viva, una tía que reside en Lodz. Así encontrará a Wanda (Agata Kulesza), hermana de su madre y fiscal del estado, una mujer solitaria, escéptica y alcohólica, por la que Anna sabrá que ella nació judía y con el nombre de Ida, y que sus padres fueron asesinados durante la guerra. Se instala entre la muchacha y la mujer madura un raro diálogo que en realidad no es tal, porque las palabras casi todas salen de Wanda –frías, escépticas, a veces un poco burlonas–, y lo de Anna son pocas preguntas y una callada recepción, una atenta mirada de cuyas reverberaciones interiores tiene que hacerse cargo el espectador a partir del rostro fresco e inocente de su dueña, que recibe andanada tras andanada de dura información. Esta rara y contrastada dupla mantendrá su carácter cuando tía y sobrina se embarquen en la búsqueda de los restos de los padres de Ida, lo que da lugar a una suerte de road movie particular, con sus trayectos, sus hoteles y bares provincianos, sus acotados personajes, sus paisajes desolados, y revelaciones que lo son más aun. Es fácil identificarse con Wanda, carne herida de soledad y de guerra, con su entrega vital y su dolor a flor de piel, mientras la pequeña, esa testigo silenciosa –“No tienes ni idea de lo que causas en los demás, ¿no?”, resume el músico de jazz que conoce en el viaje–, se mantiene como una incógnita que ni siquiera el desenlace permite llegar a entender medianamente.
El realizador Pawel Pawlikowski (Varsovia, 1957) se formó como documentalista en la inglesa Bbc y fue en Gran Bretaña donde realizó sus primeros filmes de ficción. Resulta asaz curioso que su primera película en su país de origen recurra a esas fuentes, históricas y artísticas. No hay que desdeñar el papel que en este tipo de realizaciones juega el prestigio que suele acumular la audacia formal, sobre todo cuando es a contrapelo de la estética más transitada –a propósito de esta película, se habla de influencias de Dreyer, de Bresson, de Bergman–. Audacia que cosecha premios en festivales –este filme ganó el de Gijón, el premio de Fripesci en el de Toronto, y está postulado al Oscar–, pero aun así, Ida resulta a la vez distante pero conmovedor de una manera particular, como a pesar de sí mismo. Mucho después de salir del cine es capaz de generar preguntas que no contestó, y eso, en estos tiempos de gatillo fácil e imágenes olvidables, no es algo para desdeñar.
1. Sister of mercy. Polonia, 2013.
http://youtu.be/AntrawlOBWQ