En vísperas de la “marcha Nisman”, una Buenos Aires semivacía por el feriado de Carnaval no aminoraba en nada las crispaciones que tensan el ambiente en una sociedad partida en dos. Era la comprobación in situ de un asombro cultivado durante el verano en la adicción mediática de un caso policial y político que exacerbó y expuso dramáticamente esa imposibilidad argentina de convivir con el adversario. En reciente entrevista, el historiador José Pedro Rilla decía que en Argentina hay libertad de prensa extrema, cada quien dice lo que piensa sin medida ni cautela, pero el problema es que nadie escucha ni responde los argumentos del otro.1 Producen monólogos dispares que no confrontan, no aparece el diálogo y se traba la situación eternamente. Tal vez este contexto explique mi impulso por comprar un libro que reúne las cartas que intercambiaron, hace 50 años ya, Ezequiel Martínez Estrada y Victoria Ocampo,2 dos intelectuales argentinos que por razones de clase y de ideología debieron estar enfrentados, y en cambio se profesaron admiración y afecto. Victoria Ocampo representa hasta hoy a la oligarquía ilustrada y antiperonista, y Martínez Estrada fue un nacionalista que se definió por la izquierda y apoyó a la revolución cubana. Ella, como se sabe, estuvo presa durante el peronismo, él viajó a la primera Cuba revolucionaria y se quedó dos años en los que escribió un libro sobre Martí. Christian Ferrer, responsable de la edición y prologuista de esta correspondencia, suma diversidad, ya que él es un reconocido sociólogo anarquista que no oculta su admiración por los antitéticos corresponsales.
Ferrer describe sus diferencias con un detalle contundente y encantador: la casa natal de Martínez Estrada tenía sólo dos ventanas, como era habitual en las casas modestas de la época, la mansión de los Ocampo, en el centro de Buenos Aires, donde nació Victoria, sumaba 24. Ferrer enumera otras diferencias: la antigüedad y lustre de antepasados, las posesiones y desposesiones, el dominio de lenguas extranjeras contrastante entre la políglota Ocampo (Beatriz Sarlo la caracteriza como “la traductora”) y un Martínez Estrada que nunca articuló palabra fuera del español materno.
Ferrer traza una útil y somera biografía de la dama patricia y del empleado de correos hijo de inmigrantes, y de cómo superaron ambos esas limitaciones de origen. Las cartas –una veintena de cada uno– se publican con escritos que cada uno dedicó al otro intercalados cronológicamente –una reseña en Sur, una conferencia, un obituario–. Es una edición inteligente y cuidada que revela las circunstancias y el contexto en que tuvo lugar este raro encuentro.
UNA AMISTAD EPISTOLAR. La primera carta no es una carta, y eso es ya revelador. Se trata de un “autorretrato” que Ocampo solicitó a Martínez Estrada para promocionar un ciclo de conferencias de varios intelectuales y que usó junto a fotografías de la famosa Gisèle Freund, que (¡ay!) fueron robadas de Villa Ocampo. Martínez Estrada, arisco y reticente, opta por dar forma de carta a su autobiografía, una estrategia que deja claro que sólo obligado habla de sí mismo. La elección de ese formato también es síntoma de la natural amistad que tuvieron, ellos y su tiempo, con el género epistolar. Ambos fueron grandes corresponsales. Martínez Estrada pudo incluir en ese precioso libro que es El hermano Quiroga las que le envió el salteño hasta poco antes de su suicidio. Victoria Ocampo ha de haber escrito un volumen de cartas acaso mayor que los que contienen su obra. Martínez Estrada afirma en un texto inédito que dedicó a Victoria, y aquí se exhuma, que la epístola fue “el género propio de su temperamento y su inteligencia”. Era opinión compartida por Groussac y Ortega y Gasset. Desde sus Cartas a Delfina, escritas a sus 16 años a la escritora Delfina Bunge, no paró de escribir, y lo escrito ha ido apareciendo en libros. Su correspondencia con Roger Caillois fue publicada en 1999 y Lettres d’un amour défunt (“Cartas de un amor difunto”), que se editó en Francia recién en 2009, reúne el epistolario amoroso que intercambió con Pierre Drieu La Rochelle entre 1929 y 1944, poco antes de que él se suicidase cuando supo que sería detenido por colaboracionista. Fue un amor difícil por muchas razones, pero también porque Ocampo fue una activista en favor de los aliados. En esas cartas, que no han sido traducidas al español, ella le escribe: “Hay que ser muy fuerte para amarlo a usted y no acabar destruida”. En ese contexto, la correspondencia con Martínez Estrada resulta menor, pero tiene cualidades que la defienden: se escriben por escribirse (sin la contaminación del trabajo, y vuelven obstinada y pudorosamente sobre un mismo asunto: la amistad un poco inverosímil que los une y que las cartas crean, porque en verdad casi no se vieron.
La primera carta verdadera es de Victoria. Lo escuchó en una conferencia y ya está escribiéndole, incapaz de dominar el impulso de su admiración. Ese gesto la retrata; fue la conducta exasperante de toda su vida, imponiendo su generosidad al mundo y actuando como la niña rica que frente al escaparate de una juguetería señala con derecho los objetos de su deseo. Pide disculpas por escribirle en francés, lo que sería, aun con disculpas, muy maleducado si no esgrimiese al mismo tiempo esta tan buena excusa: “idioma al que recurro cada vez que estoy conmovida, porque es el idioma de mi infancia”.
Esa carta de noviembre de 1948 ocurre cuando ya ambos han logrado un espacio en la literatura argentina, y avanzado en sus carreras. Ella dirigía Sur desde 1931, él acababa de publicar Muerte y transfiguración del Martín Fierro. Son de la misma generación, Victoria de 1890 y Martínez Estrada cinco años menor, pero recién se encuentran. Los temas que serán recurrentes en sus cartas están todos en esa carta primera. La pasión por el país que, según ambos, es lo que los hermana, y el amor por los árboles que vuelven a la correspondencia como figura retórica y como árboles reales. En esta, ella le dice que él es un gran árbol y, citando a Dostoievski, que aun cuando se esté en el ánimo más negro, la presencia de un árbol entrega felicidad. Más adelante, Martínez Estrada la caracterizará como un algarrobo. Hay algo un poco pasado de moda en la prosa de ambos, un énfasis inteligente pero afectado y grandilocuente en él, un poco de énfasis romántico en ella aunque disuelto con irreverencia.
Hay otra constante que define su intercambio y es que, aprovechando esa cualidad ambigua del género epistolar proclive al ensimismamiento tanto o más que a la comunicación, ambos escriben para sí mismos. “No le escribo como se escribe habitualmente. Hablo en alta voz, como si estuviera sola”, dice Ocampo al comienzo de su primera carta. Y al despedirse: “Le hablo como si usted no estuviera presente. Esto no es escribir, es monologar consigo misma. Tal vez sienta usted también en torno suyo desiertos como el que me rodea. Y ya es un milagro este poderse hablar de desierto a desierto”.
DESCUBRIENDO AL OTRO. El inicio de la correspondencia redunda en el ingreso de Martínez Estrada a Sur, donde fue, en varios sentidos, un sapo de otro pozo. En estas cartas ella lo llama “querido profeta energúmeno”, cita del insulto que Borges le propinase en las páginas de la revista. El motivo de la injuria no se explica en la correspondencia, pero lo cuenta Ferrer en otro ensayo, “Palos de la crítica: todos contra Martínez Estrada”,3 donde recopila y estudia los ataques que concitó aquél en tiempos de la Libertadora. Los palos más violentos venían de los intelectuales jóvenes, especialmente los del grupo de la revista Contorno –Juan José Sebreli, David Viñas, Jorge Abelardo Ramos–, que lo acusaban por su pesimismo nihilista, su falta de rigor y por capitular frente al liberalismo oligárquico de Sur, pero también le pegaban marxistas como Portantiero y el peronista Jauretche desde su exilio en Montevideo. Según Ferrer, Martínez Estrada estaba solo. El conflicto con Borges fue también a raíz del peronismo. Martínez Estrada no compartía la política de acoso a los peronistas llevada a cabo por el gobierno del general Aramburu. A comienzo de 1956 hizo en Montevideo (presumiblemente en Marcha) unas declaraciones en contra del gobierno de la Revolución Libertadora. Un par de meses después, también en Montevideo, Borges respondió acusándolo de elogiar así fuera indirectamente a Perón. Pronto avanzaron a la injuria: Martínez Estrada llamó a Borges “turiferario a sueldo”, por su flamante puesto como director de la Biblioteca Nacional, y éste contraatacó en Sur: “Dije en Montevideo, y ahora repito, que el régimen de Perón era abominable, que la revolución que lo derribó fue un acto de justicia y que el gobierno de esa revolución merece la amistad y la gratitud de todos los argentinos”, y remató: “Martínez Estrada es una especie de profeta, de sagrado energúmeno”, epíteto que retomaría como broma Ocampo en sus cartas.
Ese contexto explica la insistencia de Martínez Estrada en elogiar a Victoria Ocampo y condenar a todos quienes la rodean. No sólo ni especialmente a Borges. Insiste en que la ve como una princesa prisionera de gente inferior, de “diablejos sucios y emperejilados”. Se la agarra con Ortega y Gasset –“un labriego que instala una perfumería”–, al que acusa de haber perjudicado a Victoria al disuadirla de sus estudios sobre Dante, y a quien responsabiliza por la inseguridad intelectual de su amiga. Esa argumentación reiterada acaba por desembocar en el deseo manifiesto de escribir un libro sobre ella. No llegó a hacerlo, pero en un texto que quedó inédito y se exhuma aquí vuelve a afirmar que “de diez veces, ocho, Victoria Ocampo es superior a las personas que admira” y a quienes “les cede el paso indebidamente”. Cree que frente a su prosa “nuestros prosistas son de fábrica y nuestros críticos de cemento”.
Los elogios no impidieron algunos desencuentros. Hubo tensiones a raíz de sus diferencias ideológicas –Ocampo no le publica un artículo contra la Libertadora y Martínez Estrada no firma una declaración que ella auspicia porque no le gustó la compañía firmante–. Martínez Estrada asume un poco el rol de un Pigmalión que busca incidir en su entorno, ella a su vez lo incluye un poco a prepo en su galería de héroes literarios que revela su vicio de coleccionista de celebridades. Nada de eso obtura, sin embargo, lo que Ferrer llama “una amistad limpia”. Martínez Estrada acepta no sólo su ayuda para tratar su enfermedad (padeció una insidiosa dolencia de la piel por años), sino la compañía de sus cartas que lo consuelan al fin de su vida, en Bahía Blanca, enfermo, solo y tratando de acabar sus libros antes de morir.
Hace rato que la potente crítica literaria argentina está reviendo las tensiones de un período y un grupo de escritores que marcaron poderosamente la cultura y la literatura argentina y rioplatense. Estos estudios se dan, ahora, cada vez menos desde las trincheras de las generaciones y las revistas, y más desde una distanciada calma académica. Hay un libro apasionante, Escritores de Sur. Los inicios literarios de José Bianco y Silvina Ocampo, de Judith Podlubne (Beatriz Viterbo, 2011), que en su primera parte desmonta las disputas veladas y las “morales literarias” en debate dentro del grupo Sur. Fundamentalmente recupera la pugna entre el humanismo (Mallea) y el formalismo (Borges) que se dio en el seno de la revista por los mismos años en que se inicia esta correspondencia. El revelado de ese escenario cargado ilumina también estas cartas y suma preguntas sobre el sentido de los itinerarios marginales pero en juego, como el de Martínez Estrada, un humanista peculiar que entra a escena cuando el debate se hace explícito.
El citado ensayo de Ferrer, el de los palos, que analiza la situación del campo cultural argentino cuando los triunfadores de la Libertadora gozaban su victoria y los vencidos peronistas, que eran muchos, guardaban en silencio su rencor y humillación, ayuda a comprender la similar amargura que sentía y manifestaba Martínez Estrada en sus cartas a Victoria Ocampo, el drama que hasta hoy se arrastra. Avisa el prologuista que, aunque nadie pareció darse cuenta, aquella humillación de los vencidos “acababa de encender la larga mecha de la sangre y el odio”. Una que, al parecer, no cesa.
1. Entrevista en vivo de Jaime Clara, disponible en Internet.
2. Epistolario: Ezequiel Martínez Estrada y Victoria Ocampo. Buenos Aires, Interzona, 2013.