—Tu trayectoria exhibe más logros como dramaturga que como actriz.
—Pero si no hubiese egresado de la carrera de actuación de la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático (Emad)creo que nunca hubiese escrito. Me considero una actriz que escribe, más que una dramaturga de “carrera”; la primera alimenta a la segunda. Incluso la gesta, como en mi último monólogo Yo cual Delmira, cuyo texto estuvo primero en mi improvisación escénica y luego en el papel. Pasa otra cosa, y es que Uruguay tiene una tradición de actrices buenas.
—Más que actores.
—Sí, pero no tiene tantos dramaturgos y dramaturgas. Entonces, es más sencillo hacerte un lugar en la dramaturgia que en la actuación. El actor, además, es dependiente, necesita un otro que lo convoque; el dramaturgo es más libre.
—¿Qué despertó tu pluma?
—El mismo año que egresé fui a un taller que dio el dramaturgo y director Mauricio Kartún en el teatro Solís, y de esa experiencia emergió mi primer texto estrenado, Pátina. Llegué a él sola, sin tutor, guía ni consejos.
—¿El taller era de escritura teatral?
—Fue más bien descriptivo y con razón, porque debió atender, durante tres días, a doscientas personas. Las herramientas que dio igual me sirvieron, después, cuando fui a estudiar con Kartún en Buenos Aires, la actriz ayudó más que nunca a la escritora. Hay una máxima que dice que el novelista ve el pájaro, y el dramaturgo lo es; bueno, la imaginación del actor es una herramienta de vuelo para el dramaturgo. Es un sentimiento orgánico, casi, una especie de trance, donde van apareciéndote réplicas y frases que no sabés de dónde vienen.
—Y de pronto, en 2014, te fuiste a Tijuana.
—Había estado en México por primera vez en 2012 con Pátina, en un seminario sobre teatro en tiempos de guerra donde conocí a un director teatral que tenía un grupo en Tijuana, y cuyo relato de lo que vivían me atrapó. Al punto que sentí que quería conocer esa ciudad y contar las historias que los propios involucrados en ellas no podían contar.
—¿Vinculadas con qué?
—Drogadicción, violencia, desempleo. Y la frontera con Estados Unidos, que expulsa a 200 mexicanos por día, cifra que me costó aceptar; 200 por día son 1.400 por semana. Armé un proyecto, entonces, y conseguí una beca para una residencia artística, a la que fui llena de planes e hipótesis que, al llegar, estallaron. Comprobé, en primer lugar, cómo influye un territorio, su clima, sus accidentes, en el cuerpo y la labor del creador. El primer día en Tijuana no lograba entender las lógicas del paisaje hasta que me dije: “claro, es un desierto”, detalle de Perogrullo que ya sabía pero una cosa es saberlo y otra vivirlo. Me había propuesto escribir en las plazas, porque la residencia artística fue para escribir una obra, y la ciudad no tiene plazas ni espacios públicos. Simplemente porque no fue pensada para el encuentro, y a nadie le interesa. Y la aridez del clima, con su sol abrasador, se trasladó a mis personajes.
—Los de la obra que finalmente escribiste.
—Sí, una obra de amor, atípica en mi producción, que empecé allá y terminé acá. Dos personajes, hombre y mujer, que se vinculan desde la sequedad y la viscosidad. Espero estrenarla el año que viene acá, en México y en Los Ángeles, son mis humildes pretensiones (risas); los actores, un mexicano y una uruguaya, ya están.
—El texto funcionará, imagino, como caja de resonancia de lo vivido.
—Sí, hay una zona de Tijuana llamada El Bordo, que es un río que canalizaron con cemento, fulminado por el sol y sin construcción alguna. Ahí “tiran” a los deportados, aun los provenientes de distintos puntos de México, sin dinero, ni auxilio social, rodeados de mugre, en fin, lo más parecido a la tierra de los muertos vivientes que he visto. Sin contar la zona norte de Tijuana, el barrio de la prostitución que visité a las tres de la tarde y no puedo explicarte la violencia que me produjo, quizás porque estaba viéndolo a la luz del día, quizás porque la prostitución latinoamericana es mucho menos glamorosa que la europea. Y de pronto, en medio de ese panorama, aparece el clásico grupito de turistas japoneses, portando sombrillas y tapabocas, muy fuerte.
—¿Registrás alguna preocupación o Leitmotiv en tus obras?
—Dos temas a los que siempre vuelvo en mis investigaciones son la identidad y la memoria, que luego aparecen en mis textos con una intencionalidad política, o sea, de aportar al desarrollo de la conciencia y el espíritu crítico de la sociedad.
—¿Procedencia de esa actitud?
—Tiene que ver con mi historia personal, de hija de militante comunista desaparecido en dictadura. No sólo por el hecho en sí, sino por el aislamiento y desamparo que trajo a mi familia.
—¿Cuántos años tenías?
—Cinco, en el barrio nadie quería relacionarse con nosotros, cambiaba a menudo de escuela, todo eso. En 1982 era más difícil ser solidario que en 2015; por suerte, de adulta, resolví mi identidad.
—Porque la encontraste.
—La construí. Proyecto montar una obra de autoficción, este año, que titulé “Ensayo sobre la verdad” y contará la historia de mi padre; mi hijo Germán me acompañará a escenificarla.
—¿Incursionó en teatro?
—Fue a algún taller de dramaturgia en el que trabajamos juntos, es gran lector, escribe lindo y vio mucho teatro, ya está (ríe).
1. Su primera obra, Pátina, fue nominada al premio Florencio 2009 en las categorías Revelación y Mejor texto de autor nacional, y con Santa Rosa obtuvo el primer premio de dramaturgia inédita Cofonte Agadu 2012. Su proyecto de residencia artística en México, a donde viajó becada por el Instituto Nacional de Artes Escénicas (Inae), fue declarado de interés cultural por la Dirección Nacional de Cultura. Su quinta obra, Yo cual Delmira, fue estrenada en la sala Hugo Balzo del Auditorio Adela Reta, y visitó México y Chile. Mato ha dirigido teatro, es técnica en gestión cultural por la Facultad de la Cultura del Claeh e integra el equipo de gestión de la Comedia Nacional.