Cosas de este país. Recuerdo los primeros trabajos de Jorge Bolani con el Circular. Mucha gente decía que no era un buen actor, que le salía más o menos bien porque Jorge Curi sabía manejarlo, que era muy técnico, etcétera. Y entre esa gente, se contaban muchos críticos de estos pagos que en este momento conviene no nombrar. El tiempo pasó. Varios de esos críticos pasaron. Hoy Jorge Bolani es uno de los grandes actores de este país. Hoy y desde siempre. Casi nadie se acuerda de aquellas opiniones apresuradas y todos aplauden a ese genio que supo estar en la cima tantas veces.
Los más veteranos cuentan que algo similar le pasó en su momento a Villanueva Cosse. Que le dijeron que mejor se dedicara a otra cosa, que la actuación no era lo suyo. Un día, Villanueva se fue a Europa, volvió, y empezó a deslumbrar. Se ve que la actuación era lo suyo. Desde acá y desde la vecina orilla, ha hecho una carrera brillante, como intérprete y director.
¿Quién iba a imaginar que aquel John Travolta en su Tony Manero, ese galancete superficial de Fiebre de sábado a la noche en los años setenta, volvería por sus fueros y llegaría un Quentin Tarantino que lo levantara del cierto menosprecio intelectual para hacerlo brillar en Pulp fiction? Y de ahí en adelante. Otra vez, varios se tuvieron que morder la lengua.
Lo que le pasó a Delfi Galbiati en sus comienzos fue algo parecido. Su espléndida imagen física parecía impedir que se reconociera su talento. Hay una cosa que es verdad: en sus primeros trabajos de largo alcance se veía envarado, apelando siempre a ese cuerpo privilegiado y a una voz única que sigue en los oídos de los uruguayos hasta hoy. Me parece que la primera vez que lo vi fue en la televisión en aquellos teleteatros un poco bizarros que hacía Walter di Leva en Canal 4. Uno de ellos se llamaba El pasado de Silvina Ayala, con una atractiva y muy joven Lilián Olhagaray. Allí asomaba Delfi, con unos primeros planos que resistía sin ningún problema, luciendo su rostro, su mirada, su seducción como pocos.
Después lo vi en escena, cuando el mítico Club de Teatro montó aquella inolvidable Sueño de una noche de verano, comandada por Villanueva Cosse, donde un elenco de celebridades daba vida a esa pléyade shakespeariana: Imilce Viñas, Pepe Vázquez, Jorge Denevi, Mary da Cuña y tantos otros. Y también Delfi, entre los enamorados del caso.
Luego fue cuando entró en la Comedia. Primero integrándose a una reposición de Las sabihondas de Molière, para luego plantarse en el escenario y que el público quedara obnubilado por aquel Hipólito griego que hechizaba a Estela Medina en la Fedra de Racine.
Le costó sacarse el rótulo de galán. En realidad, no se lo sacó nunca, porque siguió siéndolo hasta su muerte, la semana pasada. Pero supo crecer como pocos, porque supo pasar por todas las cuerdas de la guitarra escénica, porque no le tuvo miedo a afearse o a hacerse el reo cuando era necesario, ni tuvo miedo a encarnar veteranos a pesar de su gallardía siempre juvenil.
No corrió con mucha suerte en el cine, por más que lo frecuentó unas pocas veces. Se hizo muy popular en la publicidad televisiva desde muy joven, y fue la voz, siempre prístina, siempre envolvente, siempre arrolladora, de Emisora del Palacio, voz que junto a la de Alberto Candeau y de algunos otros debería figurar en los anales sonoros del país.
Fue además un defensor gremial de primer orden, un preocupado por la situación del actor y en particular de su Comedia Nacional, porque era difícil verlo desprendido de la Comedia, más allá de sus raíces independientes o de su posterior trayecto fuera del elenco oficial. En los últimos tiempos, se animó a un par de direcciones y a dejar sus huellas en la docencia.
Fue también un pícaro, un hombre de un humor increíble, con salidas llenas de sarcasmo y de inteligencia, que manejaba la sonrisa con sabiduría y que ensombrecía su rostro a la hora de la necesaria circunspección. Siempre amable, comprador, modesto con respecto a sus logros actorales, modestia que, creemos, era relativa, porque bien sabía Delfi que era un actor mayor en el panorama de estas tierras.
Ganó varios Florencio, pasó de Dylan Thomas a Ben Jonson, de Carlos Manuel Varela a John Ford, de Calderón de la Barca a Florencio Sánchez, de Harold Pinter a Roberto Cossa, de Arthur Miller a William Shakespeare, de Sófocles a Marco Antonio de la Parra. Nada de lo humano pareció serle ajeno.
Pero si tuviera que elegir entre esos hitos imborrables, no lo dudaría. Me quedaría en primer lugar con aquel Don Juan Tenorio de El burlador de Sevilla y convidado de piedra de Tirso de Molina, ese puzle maravilloso que Eduardo Schinca forjó para la Sala Verdi con la complicidad del otro genio llamado Hugo Mazza en la escenografía.
Su Don Juan –décadas después encarnaría a otro Don Juan envejecido, pero igual de picarón– era un dechado de seducción. Aparecía y destellaba en la escena para echar por tierra la honra de cuatro mujeres, y por ende, para echar por tierra cualquier duda ante la grandeza de un actor que seguía siendo un galán imparable.
Su Chicho de La Nona de Cossa iba por otro camino, grotesco, desenfadado, ajeno a la sensualidad a flor de piel de su Don Juan. Dumas Lerena comandaba la aventura y don Alberto Candeau encarnaba a aquella vieja devoradora y tiránica. Delfi era el chanta, el compositor de tangos que nunca escribió ni seguramente escribiría ninguno, con la cancha de un porteño de ley que a la vez era intransferiblemente uruguayo. El galán ahí no corría, y el aplauso se alejaba de la gallardía física.
En 1981, todavía en plena dictadura, Carlos Manuel Varela y Carlos Aguilera se encontraron en la Comedia para lanzar Los cuentos del final. Una Estela Medina desconocida, introvertida, increíble, se unía a una Maruja Santullo imponente y dominante. Y allí asomaba otro Delfi, sin el humor de La Nona, sin la seducción de El burlador de Sevilla. La procesión interior lo llevaba al antigalán, a meterse en los vericuetos del drama de Varela con una sutileza que dejó boquiabiertos a todos los que en ese momento tuvimos el privilegio de verlo en la Verdi.
Habría muchos Delfis más: el de la enigmática Tierra de nadie, de Pinter, el hombre maduro que revisa su existencia en El último yanqui de Miller, el padre adusto de Seis personajes en busca de autor de Pirandello…
Me quedo oyendo su voz con algo de nocturna, con su sonrisa cómplice, con su belleza apolínea atravesada por talento, con su capacidad de metamorfosearse sin miedo a empañar la imagen de galán. Me quedo simplemente con el Delfi que sigue conquistando a la pescadora Tisbea para que se entregue sin remilgos en su cabaña. Me quedo con el Delfi que tiene la absurda y desacatada idea de convencer al octogenario Francisco de casarse con la terrible Nona centenaria. Me quedo con el Delfi que hasta último momento estuvo pensando en estar sobre las tablas, ese su espacio natural que lo va a echar de menos.
Su hijo Fabricio, hoy también actor de la Comedia, con algo de niño grande –él sabe que en parte lo es y se estará sonriendo–, seguramente se sentirá doblemente huérfano. Pero a no alarmarse: los Don Juanes andan pululando por allí, en las calles de Montevideo. Será cuestión de que las Tisbeas se cuiden. No sea cosa que Delfi se mande otra de las suyas, al mejor estilo del Vadinho de Doña Flor y sus dos maridos.