Escenas de sangre y crueldad son el motivo de varios de los mosaicos romanos del Museo del Bardo, la principal atracción cultural de la capital de Túnez. Gladiadores y bestias salvajes pueblan un amplio edificio que aprovecha, en su diseño arquitectónico, la luz natural que entra por grandes ventanales y claraboyas. En una de las salas están inmortalizadas dos de esas fieras con sus nombres, los osos Omicida y Crudelis, retratadas en los pisos de la antigua villa romana de Dermech, construida sobre las ruinas de lo que fue Cartago. Junto al mosaico, una pequeña puerta que da a un pasillo permite llegar a un balcón desde el que se ven los fondos del edificio del Poder Legislativo.
Un mirador privilegiado sobre las acciones de este miércoles 18. Un ataque islamista combinado sobre el parlamento y el museo que dejó 23 muertos (20 de ellos turistas) y un número indeterminado de heridos graves. Varios de los fallecidos llegaban en un ómnibus procedente de un crucero. Se ha dicho que el objetivo principal del atentado era la sede legislativa, pero que como el comando fue detectado, el fuego se concentró sobre el museo lindante. También es posible que los dos lugares estuvieran en la mira de un asalto combinado. La industria turística es uno de los rubros más activos de la economía tunecina y un golpe como éste la afectará, literalmente hablando, en la línea de flotación. Es el turismo, a ojos fundamentalistas, la principal vía de entrada de la influencia occidental contra la que se han levantado grupos como Uqba bin Nafi, señalado como sospechoso de estar detrás de las acciones del Bardo.
El museo usualmente está muy poco protegido, y la barrera de madera guardada por un soldado que lo separa del parlamento tampoco parece un gran muro de contención. El barrio que lo rodea tiene numerosos comercios y bancos en sus avenidas principales, pero si el extranjero se aventura por las calles laterales podrá ser testigo de una hostilidad poco usual en una ciudad que en líneas generales, y en la superficie, parece recibir con hospitalidad a los extranjeros. Basta comprar una barra de chocolate en un pequeño almacén cruzando la gran avenida que circunvala la manzana del museo, para que la hosquedad del dependiente traiga a la memoria que Túnez es el principal proveedor de combatientes foráneos para las fuerzas del Estado Islámico. En términos absolutos y en términos relativos. Sus aproximadamente 3 mil guerreros implican 272 por cada millón de habitantes, muy por encima de los saudíes, que le siguen en números absolutos pero que en términos relativos tienen 85 por cada millón de personas.
A los que están luchando para el califato debe sumarse los que están integrando grupos islamistas “independientes” en el propio territorio tunecino, y los que están en Libia en otras milicias. Pese a la imagen que se proyecta al exterior, de un oasis casi pacífico de puertas celestes y paredes encaladas pendiendo sobre el Mediterráneo, y que durante la mayor parte del tiempo se acerca a lo real, Túnez tiene en sus provincias interiores un importante trajinar de combatientes que aprovechan sus porosas fronteras para pasar a Libia o Argelia.
El área de salidas nacionales del aeropuerto de Túnez capital se parece más a una estación de trenes que a una terminal aérea. Se deja atrás el gran hall de ingreso y es necesario atravesar unos estrechos corredores que llevan a una pequeña sala con techos bajos. A un costado, una taquilla permite comprar boletos para el vuelo que saldrá una hora más tarde, reforzando el aroma ferroviario del lugar. Se muestra la impresión del tique electrónico y un funcionario entrega los pases de abordar sin pedir ninguna identificación al pasajero. Tampoco se exhibe ningún documento cuando se le da el equipaje a un maletero que parece estar al borde de un andén esperando el pitido de la locomotora.
Recién al entrar a la sala de embarque se controlan los pasaportes. Así era, al menos, en enero de este año. Las cosas es probable que cambien bastante a partir de esta semana.
Quienes esperan para subir al Atr de Tunisair Express son una combinación de nacionales y extranjeros casi en partes iguales. Los tunecinos están, a su vez, divididos en mitades entre gente de negocios y ancianos de aspecto rural. Los foráneos parecen todos viajeros independientes que van en busca de la llamada puerta del Sahara. Todos salvo tres. Son italianos, de barba crecida y aire ausente. Los acompaña un hombre local. Es difícil no pensar, al verlos, en el dato que se ha escuchado tantas veces: Túnez es una de las vías de entrada a los campos de entrenamiento islamista del Magreb que atraen, por estos días, centenares de ciudadanos occidentales que abrazan la versión más integrista del islam. Muchos son de origen magrebí, poseedores de pasaportes europeos por haber nacido en barrios de inmigrantes en ciudades de ese continente. Pero otros se deben de parecer a los tres italianos que ahora trepan la corta escalera que nos lleva al interior de un pequeño avión bautizado con el nombre de Asdrúbal, el general cartaginés del siglo tercero que hizo jurar a su hijo, Aníbal Barca, odio eterno a Roma.
El destino, el aeropuerto de Tozeur-Nefta, queda a pocos quilómetros de la frontera argelina. El lugar mítico del que, se dice, partió Táriq ibn Ziyad, en el 711, a la conquista de España.