No sabés muy bien qué está pasando hasta que la voz te sitúa en una conversa típica de noche de sábado (o viernes, o jueves, tanto da): el baile que se viene, las pibas que entusiasman, la noche libre cuando el futuro no interesa. La imagen no aparece, el funk no suena pero la discoteca se percibe igual. Alrededor de ella, Ceilândia, la contracara de Brasilia, que fue igualmente diseñada desde la nada pero lejos de la capital, para albergar a los obreros que la construcción de la metrópoli había dejado rondando. Fue en esa noche de sábado, o de viernes, o de jueves, del año 1986 la que se vio interrumpida por una orden policial: “¡Branco sai, preto fica!”. La expresión es también el nombre de la película dirigida por Adirley Queirós, que puede verse esta noche en el 33º Festival Internacional de Cine de Uruguay. Lo que vino tras la orden (los blancos salen, los negros se quedan) fue una masacre.
La discoteca estaba rodeada de policías que desataron una represión feroz e innominada. Caballos y helicópteros rodeaban el lugar, las puteadas amedrentaban al que se movía. Después, los disparos. Nada de esto, sin embargo, se muestra. Apenas la vida (y una pierna) mutilada de dos de los sobrevivientes. No le hablan a la cámara, no relatan cómo su existencia cambió cuando la fuerza decidió jugar al tiro al blanco con los pibes negros a quienes el futuro no les interesaba en el párrafo anterior. Un tercer personaje aparece desde el futuro para encontrar las pruebas que permitan enjuiciar al Estado brasileño por la masacre impune. Puede que sea otro sobreviviente cuya secuela es la locura. Branco sai, preto fica es una mezcla única de ficción futurista y documental de denuncia. Es un experimento. Es una pequeña joya en la que nada se explica y todo se entiende.
En la noche del viernes se mostraron en pantalla otras secuelas que no son físicas. En Se essa vila não fosse minha los protagonistas son los últimos habitantes de Vila Autódromo, en medio de la demolición del barrio que supieron crear y que ahora parece una fracción de Kosovo. No lo es: es una de las zonas más caras de Rio. Es el barrio popular (favela, sí, favela) que quedó atrapado en medio de la construcción de la sede de los próximos Juegos Olímpicos. Insisten en dos cosas: que no se quieren ir, y que si ellos no hablan, no va a quedar vestigio del atropello ni de los más de treinta años que ese barrio supo estar ahí: “Son ellos los que borran la historia”. Sí, les ofrecieron realojarlos: el pasaje forzoso del centro a la periferia de los “countries para pobres” (véase Brecha, 16-IV-14). “Fue un documental urgente”, explica Paulo Senise, director de fotografía y camarógrafo, en la charla luego de la proyección: cuando se enteraron de que la Vila Autódromo estaba siendo demolida sólo les quedó reaccionar y filmar el testimonio. Felipe Pena, el director de la película, no llegó a Montevideo porque también oficia de reportero: esta semana un niño de 10 años fue muerto de un balazo en la cabeza por un policía en el Complexo do Alemão, en Rio. Otras tres personas también fueron asesinadas en este nuevo episodio del “proceso de pacificación”. La policía dice que todo fue producto de un tiroteo. La madre del niño –que lo vio caer en la mismísima puerta de su casa– dice que el agente le apuntó directo a la cabeza. Según relatan algunos portales brasileños, los policías involucrados recogieron cada casquillo caído, lo que dificulta la identificación de quién disparó, balanceando la impunidad sobre la favela como si fuese un molesto nubarrón. ¿Coincidencia? Eu acho que não.