Viajo a 1974. La muerte es violenta. Tengo 18 años y una amiga me insiste en que le lleve uno de mis cuentos a Eduardo Galeano, el director de la revista Crisis, que para miles de lectores es una cita mensual con la literatura, el arte, la cultura popular y la historia de América Latina. La revista publica textos de Alejo Carpentier, João Guimarães Rosa, Gabriel García Márquez, Augusto Roa Bastos, Juan Carlos Onetti, Jorge Amado, Ernesto Cardenal, Nicolás Guillén, Pablo Neruda, Haroldo Conti, Héctor Tizón, Daniel Moyano; en sus páginas publica sus reportajes María Esther Gilio, también Ernesto González Bermejo, Aníbal Ford, Vicente Zito Lema; la historia argentina y latinoamericana por el detalle, la literatura portuguesa y la africana, investigaciones económicas, de mercado, informes sociales, revisiones políticas, fascinantes misceláneas escritas como cuentos breves; cada número es una fiesta y una novedad. Vende alrededor de 20 mil ejemplares, ha creado una editorial propia, publica fascículos temáticos para los quioscos, reúne en cada número un retrato de la realidad y la creación.
El nombre se lo puso Ernesto Sábato, que renunció a dirigirla, y un golpe de timón trajo a Federico Vogelius a Montevideo para convencer a Galeano, el brillante periodista de Marcha y del diario Época, el autor de Las venas abiertas de América Latina. Vogelius fue un empresario argentino con debilidad por las artes y la cultura. Galeano aceptó con la condición de tener absoluta libertad para hacer lo que quisiera, y lo que quiso Galeano fue tender puentes entre la cultura literaria, las artes plásticas, el teatro y la música con las respiraciones de la vida sin más, lejos de las academias.
Entonces yo no sé qué rumbo tomar. Sólo se me da por escribir. La revista Crisis es para mí un sitio muy alejado de mis posibilidades, y de mis condiciones. Pero tanto me insiste Dorilda que finalmente me animo. Voy a la revista, sobre la avenida Pueyrredón. Es un apartamento mediano en un octavo piso, con cuatro escritorios, una oficina de diseño y armado, donde trabaja Eduardo Ruccio Sarlanga, ese gran diagramador, la oficina de Eduardo, y poco más. Me recibe. Me pide que le dé un mes para leerlo. Dice que me llamará, pero yo no creo que vaya a hacerlo. Recibe cientos de textos cada semana. Y al mes siguiente me llama. Me dice que le gustó, pero al cuento le falta trabajo y me vincula con el traductor del área portuguesa de la revista, Santiago Kovadloff. Comienzo un taller literario con Santiago y a los pocos meses me ofrecen la oportunidad de probarme en la revista. Me encargan un artículo, después me mandan a la calle a recoger testimonios sobre los oficios insalubres, los choferes de ómnibus, obreros que trabajan en industrias asesinas, historias de vida que recojo en los hospitales de enfermedades infecciosas. Eduardo me alienta, le gustan mis notas, nos hacemos amigos, pese a la diferencia de edad y de experiencia.
En 1975 mueren mis padres y Argentina es un infierno asolado por la Alianza Anticomunista Argentina, el más siniestro engendro de López Rega, la Triple A. El gobierno de Isabel Perón se desmorona. Las guerrillas y el aparato represivo del Estado cruzan balas y secuestros. Varios periodistas de Crisis son amenazados y secuestrados, Carlos Villar Araujo, el jefe de producción de la revista, Luis Sabini Fernández. La decisión de Galeano y Vogelius es seguir adelante mientras se pueda, pero el golpe militar de Videla, en marzo del 76, lo empeora todo. Cada número de la revista debe pasar primero por la censura. Seguimos adelante, sin embargo. Cada vez que subo a la redacción espero encontrarme con Haroldo Conti, pero una tarde de mayo me topo con Marta Scavac, su mujer, en un ataque de nervios, y la noticia de que lo acaban de secuestrar. Entro a un mundo que golpe a golpe se desmorona y todo lo que estoy por tocar se desordena y deshace como en una pesadilla.
Varios escritores y periodistas allegados a la revista tienen actividad política, cada uno por su lado, pero en la redacción todas las tendencias de la izquierda y el peronismo revolucionario confluyen y armonizan bajo la firme dirección de Galeano. Las amenazas aumentan y un día caen sobre Eduardo, vigilan su apartamento, se ve obligado a dormir en otras casas y a andar armado. Me advierte que es peligroso, que puedo decirle que no, pero lo refugio varias noches en casa. Nos sentamos a escribir juntos en la modesta mesa donde trabajo, en la habitación donde murió mi madre, cada cual en sus cosas. Antes que la literatura nos reúnen los gestos, el cariño sin explicaciones, los silencios. Entonces Eduardo tiene mucha fama y pocos amigos; me lo dice. Sus ojos claros son francos, muestran una enorme dicha de vivir. Es un celebrador de asombros, con un gran sentido del humor y esa parquedad muy uruguaya, lo comprendo después, para confesar el dolor.
En algún momento del 76, creo que para celebrar un cumpleaños de Zito Lema, nos reu-nimos varios amigos a pasar el día en la quinta de Vogelius, en San Miguel, curiosamente, a pocas cuadras de las instalaciones militares. Es una gran quinta con varias edificaciones, una para su pinacoteca –Fico vendió un Chagall para financiar el inicio de la revista–, y otra para su hemeroteca, de donde salen los facsímiles históricos que publica la revista junto a las serigrafías de pintores. Entre los invitados de Zito Lema llega Helena Villagra, la ex mujer del diputado Ortega Peña, asesinado en julio de 1974 mientras viajaba con Helena en un taxi. Entonces Eduardo y Helena se conocen, se enamoran.
Poco después la censura prohíbe a la revista publicar testimonios populares y Eduardo decide que si Crisis no puede decir lo que quiere decir, es mejor el silencio y que muera de pie. La revista cierra en agosto del 76 y poco después Eduardo y Helena parten al exilio en Barcelona. Los despedimos en un restaurante de Buenos Aires, con Horacio Achával, en un almuerzo que festeja el amor y calla la tristeza de la partida. El amor y la guerra, como contó después.
Es el inicio de una fraterna correspondencia hasta que el regreso de la democracia en Argentina, Uruguay, vuelve a juntarnos, también profesionalmente, cuando con Zito Lema, Osvaldo Soriano y Jorge Boccanera montamos la segunda etapa de Crisis, y más tarde, con Boccanera y Eduardo Jozami, la tercera. Después volvemos a coincidir en Brecha, entre sus viejos y mis nuevos amigos.
Ahora regreso a este Montevideo sin él, a este borrón de mi inicio en el periodismo, y miro una de las postales que me envió desde Calella de la costa, en junio de 1978. Detrás de la imagen de una yegua que pasta, junto a su potrillo, con un pájaro en el lomo, me cuenta que por dos vintenes se acaba de comprar un bote que encontró abandonado en la playa, que el casco está descuidado pero es de buena madera y mañana va a la ciudad a comprar los remos. Le deseo la mejor suerte, la merece, en el cruce de la canal.