En las páginas de Internet del domingo no apareció nada sobre esa muerte, como si no hubiera pasado, como si su perfil bajo lo hubiera seguido en su salida de este escenario. Eso sí: uno de los anuncios centrales de todo ese día fue: “Estamos de luto. Se murió el león del parque Lecoq”. Amo a los animales, y todos los que saben que llegué a tener y cuidar más de 150 no me pueden aducir menosprecio hacia estas maravillosas criaturas. Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, como dijo varias veces un político ilustre que ahora domina el Parlamento.
Más indignante aun fue que en el mismo día de la desaparición de Galeano –sin desmerecer, reitero–, la página oficial del Consejo de Educación Secundaria le haya dedicado un espacio importantísimo con una foto de gran tamaño, mientras el profesor de literatura de Enseñanza Secundaria, el egresado del Instituto de Profesores Artigas, ex director de la Escuela Municipal de Arte Dramático y presidente en su momento de la Comisión del Fondo Nacional de Teatro, Carlos Manuel Varela, ni siquiera fuera nombrado. Se sabe que Secundaria agradece muy poco a los grandes valores que ha tenido. Y este caso, reclamado por mí a la misma página, no tuvo eco ni respuesta. ¿Sabrían en dicha página la trascendencia de Manolo Varela? No me queda otra que ponerlo en duda.
Porque lo que lo perjudicó a Manolo en su vida en general fue ese bajo perfil a la uruguaya que hace que silenciemos nuestros valores, menospreciemos a los de al lado y sobrevaloremos a los de afuera. Este hombre que falleció el domingo dos días después de cumplir 75 años fue una figura clave en el teatro uruguayo desde fines de la década del 60, cuando hizo sus primeros experimentos que tenían que ver con las locuras de esos tiempos y sus estilos predominantes, entre el absurdo y el happening.
Los setenta lo encontraron como un autor maduro, provocador, instigador de polémicas en un universo que se desmoronaba. La dictadura y su tiempo previo le hicieron crear una forma muy particular de expresión, un esquema de alusiones que convertía su obra en una clave a entender con la complicidad del espectador.
Eran tiempos en los que el teatro naturalista no tenía demasiado sentido o era casi un suicidio. O apuntaba a otros horizontes, otros conflictos. Como el caso de su compañero de generación, el también brillante Alberto Paredes. Manolo optó por trabajar con el símbolo sin perder la referencia directa, con las situaciones personales impregnadas de la opresión que sobrevolaba cada escena. Estaba unido a lo que estaban haciendo Griselda Gambaro en Argentina, o Ricardo Prieto en Uruguay, o Jorge Díaz en Chile. Universos que estallaban en grandes alegorías sin que éstas taparan la fuerza de la acción dramática, sin que el juego simbólico pesara más que la autenticidad de sus criaturas.
Y así asomó aquel título insólito llamado Las gaviotas no beben petróleo, donde la familia aparecía enmarcada en situaciones misteriosas y clausuradas, y en la que su exquisita madre Violeta Amoretti lucía todo su esplendor. O en el enigmático y no tanto Alfonso y Clotilde, ya en 1980, una de las primeras obras en aludir a las desapariciones que iban sucediendo en el Uruguay tenebroso, a partir de una relación que se proyectaba hacia una fuerte denuncia política, pero que nunca olvidaba la esfera privada y sus recovecos.
En 1981 llegó la consagración con la Comedia Nacional en Los cuentos del final, en la que el terceto Maruja Santullo-Estela Medina-Delfi Galbiati fulguraba en las manos inteligentes de Carlos Aguilera, en una casa, con una familia y en una época que se caían, todas, literalmente a pedazos. Fantasmas interiores que seguramente buceaban en la psicología de ese Manolo siempre cauto, siempre respetuoso de sus semejantes, siempre sutil con sus colegas. Y vinieron más fantasmas, como el del escritor de Palabras en la arena, una obra tan enigmática como incomprendida, para desembocar después, ya vuelta la democracia, en un naturalismo que se hacía necesario, porque otros eran los tiempos, porque otros lenguajes debían ser adaptados, porque la alusión y la complicidad ya urgían el lenguaje directo, el tono de identificación más inmediato. Así vinieron la sugerente y valiente Crónica de la espera, en relación con el pasado reciente, o La Esperanza SA, el retrato de un Uruguay dividido entre los que se fueron y los que se quedaron, entre los que tenían ilusiones y los que las habían perdido, entre generaciones que se resistían a abandonar sus respectivas ideologías.
Manolo siguió creando, experimentando con los estilos. Se hizo en extremo íntimo en Sin un lugar, y divertido y nostálgico en Las divas de la radio, pero también sorprendió con una suerte de grotesco-absurdo-melodrama en Bienvenido al hogar, creando siniestros personajes para siniestras realidades en una de sus aventuras más personales, menos clasificables, más jóvenes.
Docente de alma, cauto, con un sutilísimo humor, de pequeña figura y voz mesurada, casi meliflua, sufrió su cáncer con la entereza de un titán, creando hasta el fin, siendo parte fundamental en la Comisión del Fondo Nacional de Teatro, diseñando proyectos, encerrándose en su universo reflexivo seguramente cada vez más poblado de aquellos fantasmas que, multiplicados como en espejos interminables, lo harían restallar en criaturas entre realistas y volátiles, entre reflexivas y viscerales.
En una de las escenas de la oscarizada Birdman se habla de lo terrible que sería para un actor morirse el mismo día que George Clooney, porque nadie se percataría de su fallecimiento. (Toda la prensa sería un universo Clooney, como en estos días toda la prensa fue un universo Galeano.) Y se recuerda que el mismo día que murió Michael Jackson murió también Farrah Fawcett, y casi nadie se enteró.
Mucho le deben el teatro y la cultura de este país a ese gran uruguayo llamado Carlos Manuel Varela, aunque por la escasa repercusión mediática de su muerte parece que muchos no lo saben. La ignorancia, a veces, puede ser imperdonable. Tanto su madre Violeta como su tía Julia coincidirán conmigo, desde allá o desde acá.